Percival estaba muy preocupado. Observaba con impotencia el precioso cuerpo de Galatea que, enfermo, estaba cubierto de heridas que no dejaban de sangrar ni cicatrizaban bien. La mujer se estremecía de fiebre, con la piel sudorosa y caliente, gemía de dolor con suspiros muy leves y, de tanto en tanto, cerraba los ojos y se desmayaba; sólo su convulsa respiración evidenciaba que todavía vivía. No decía nada, no se quejaba ni protestaba, solamente estaba ahí, tumbada, padeciendo en silencio. Y Percival estaba tan hundido que no podía pensar en nada. Le sostenía la mano y la miraba angustiado mientras refrescaba su frente con paños húmedos. Pero era un gesto inútil, Galatea no podía sentir los cambios de temperatura porque era inmune a ellos y ninguno de los hombres conocía otra forma de bajarle la fiebre. El Príncipe había decidido dejarlos a solas, esperando que Percival se hiciera a la idea de lo que iba a pasar. Pero el sirviente no quería pensar en eso, no quería pensar que Galatea podría morir así, tan repentinamente, sin haber podido pasar el tiempo suficiente con ella para colmarla de cuidados y atenciones. Todavía no había podido disfrutar de su precioso cuerpo ni le había dado suficiente placer. Pero la muchacha estaba muy grave y el Príncipe sabía que no sobreviviría al día siguiente. Iba a ser una noche muy larga para Percival.
Habían cruzado el puente cuando lograron derrotar a las arpías. Ellos habían salido ilesos, pero Galatea había luchado con sus propias manos y con sus colmillos, en clara desventaja contra unas bestias con garras, dientes afilados y alas para volar. Tenía un hombro desgarrado y dislocado, la clavícula partida y las muñecas rotas, además de tener cortes por todos los brazos y una profunda herida en el vientre. La habían salvado de morir despeñada por el precipicio, pero el brusco frenazo con la cuerda había causado más secuelas que el ataque de las mujeres aladas. Y por más vendas que le pusieran, más agua que le dieran a beber, más ungüentos y remedios que utilizaran para sanar sus heridas, nada parecía funcionar sobre su cuerpo. Todo era debido, seguramente, a la maldición de la que era objeto, pues nada le servía de alimento ya que no tenía necesidad de comer y el frío o el calor no la afectaban. Por eso su cuerpo no podía asimilar los remedios. El Príncipe ya había apuntado que gastar todo lo que tenían en ella sería desperdiciarlo para el futuro incierto que les esperaba a ellos cuando tuvieran que dejarla atrás. Semejante perspectiva había hundido a Percival en un estado de desesperación absoluta.
Al otro lado del puente invisible se encontraba la muralla de la ciudad y unos metros más al este, una gran puerta de madera que era la entrada principal. El sendero de tierra estaba lleno de maleza y rastrojos, tuvieron que apartarlos para poder avanzar, cargando con el cuerpo moribundo de Galatea, porque Percival se negaba a dejarla tirada en el camino. No encontraron a nadie que guardase o protegiese la entrada y el rastrillo estaba subido, así que entraron con cautela, siempre vigilando no encontrarse con nada. Galatea, débilmente, les había señalado un edificio cerca de la muralla y les había asegurado que nada peligroso había por esa zona.
Se acercaron al edificio, un simple puesto de guardia hecho de piedra y con una sola planta. La puerta estaba destrozada y el interior removido, pero al fondo había una cama. Sólo era un bulto de paja sobre una estructura de madera, pero fue suficiente para Percival, que extendió su capa sobre el jergón y tumbó delicadamente a Galatea, envuelta en una grotesca mezcla de vendas blancas teñidas de sangre y tierra negra. La acomodó lo mejor que pudo, le lavó las heridas por enésima vez y volvió a cambiarle las vendas. Diez minutos más tarde volvían a ser rojas y Galatea sollozaba suavemente sin decir nada, sin decirles si le dolía o se sentía más aliviada. Cogió su mano y la besó con ternura, transmitiéndole palabras de aliento, porque ya no se le ocurría nada más que hacer para salvarla.
Fuera del edificio, el Príncipe inspeccionó los alrededores. El castillo se veía ahora más cerca, una imponente estructura en el centro de la ciudad que se elevaba sobre unas rocas. Estaba completamente cubierto de hiedras y espinos, largas ramas que trepaban por la piedra y se agarraban como zarpas para trepar hasta lo alto. No podía ver dónde nacían estas raíces oscuras, pero parecían salir de entre las casas más cercanas al castillo. Contó cuatro torres principales, además de diez almenas dispuestas cada pocos metros. Desde aquel lado no podía ver la entrada principal ni el camino de entrada, sino un lateral sobre el que se elevaba un enorme trecho de roca. Pensó que tal vez el castillo poseía más de un muro en su interior, pero no podía saberlo desde allí y por más que lo miraba tampoco lograba averiguar en qué época había sido construido. Decían que la maldición había comenzado hacía cien años, pero ese castillo parecía más antiguo de los que él había visto. Calculó mentalmente la altura respecto de su posición y sacudió la cabeza, sin duda este era una fortaleza impresionante y a juzgar por el emplazamiento, imposible de conquistar. Probablemente, estaría preparado para sufrir el peor de los asedios. Una extraña sensación de regocijo lo invadió. Si conquistaba ese castillo con un beso de su princesa, iba a ser un Príncipe afortunado.
No podía distinguir bien los estandartes, porque solo eran jirones ondeando fantasmagóricamente sobre los muros. Tampoco podía ver guardias o arqueros en las torres, pero es que estaba demasiado lejos todavía. Miró a un lado y a otro de la calle en la que se encontraba, completamente desierta y abandonada y a pocos metros distinguió las primeras casas de la ciudad. Eran de una sola planta, de piedra y algunas tenían soportales de madera, podridos por la lluvia. Escogió una casa al azar y decidió echar un vistazo. Era eso, o asistir a la muerte de esa mujer y no tenía ánimos para presenciar algo así.
El suelo de madera crujió bajo su peso. Todo estaba lleno de polvo, pero colocado ordenadamente en su lugar. En la primera habitación había una mesa sobre la que había un caldero vacío con restos de comida momificados por el paso del tiempo y dos platos dispuestos para los comensales. Había también una jarra de agua, pero estaba vacía. Una de las sillas estaba volcada y la otra separada de la mesa. Aquello no le ofrecía demasiada información, así que se internó un poco más, estudiando la habitación. El hogar estaba apagado, la madera apilada a un lado, y había una puerta en la pared derecha. La abrió con cautela, solo para descubrir que se trataba de la cocina. Un poco más al fondo, encontró unas escaleras que conducían al piso superior. Empezó a subir...
Galatea emitió un rugido estremecedor y abrió los ojos de golpe. De su boca sobresalieron aquellos dientes puntiagudos y brillantes que Percival había visto muchas veces y que otras tantas había recorrido deliciosamente con la lengua. Sobrecogido por aquel repentino cambio, le soltó la mano y retrocedió por instinto, para después arrepentirse por haber hecho algo así. Estaba asustado por la suerte de su hermosa esclava, pero también asustado por su fuerza y su fiereza y aquel rugido ponía los pelos de punta. Galatea se revolvió sobre el lecho, agravando sus heridas por los bruscos movimientos y sus chillidos empezaron a revolverle las entrañas. Percival se abalanzó sobre ella cuando intentó incorporarse y la inmovilizó contra la cama, recuperándose de la primera impresión; podía notar el calor y la viscosidad de la sangre que manaba de las heridas en sus propias manos. Rozó sin querer una herida fresca y abierta, en los dedos pudo sentir el hueso descubierto de sus costillas y tuvo que reprimir las náuseas. Hombres más duros que ella habían muerto por heridas así, resultaba increíble que pudiera moverse y tener tanta fuerza como para hacerle frente.
―¿Qué te ocurre? ―apremió gritando―.¡Háblame, maldita sea! ¡Dime qué te pasa! Dime como puedo ayudarte, ¡por favor! ―exigió.
Galatea lo miró con los iris enrojecidos, con esos ojos malditos y le enseñó los colmillos como un animal amenazador, como si él fuera un completo desconocido que atentase contra su vida. Percival vaciló y a punto estuvo de salir corriendo de allí de puro horror, pero aguantó el tipo y le sostuvo la mirada sintiendo que se le congelaba la sangre en las venas. El corazón le latía tan fuerte que le hacía daño en las costillas, parecía que fuera a romperle el pecho para poder huir, como si no tuviera tanto temple como su dueño. La mujer rugió con fuerza y le lanzó un arañazo a la cara, marcándole la mejilla con tres surcos profundos y luego le clavó los dedos en el cuello, hundiéndole las uñas hasta hacerle sangrar, con la mirada enloquecida. Percival descargó todo su peso sobre ella y le agarró la muñeca para separarle la mano del cuello, dejando tras de sí un reguero de sangre.
La cautiva pataleó y chilló tan agudamente como si arañasen una pizarra. Tenía la muñeca rota y se la estaba retorciendo, provocándole un daño horrible. Se estremeció de espanto sintiendo la creciente necesidad de hacerla callar de algún modo, aquellos gritos le daban ganas de vomitar y empezaba a desesperarse. Lanzó una sarta de maldiciones para descargar tensión y evitar hacerle más daño del que se estaba haciendo ella misma, por su mente empezaron a pasar desagradables imágenes.
―¡Estate quieta, maldita sea! ―ordenó. Pero estaba claro que ella no escuchaba ni pensaba, estaba fuera de control, poseída por su naturaleza maldita.
Al tirarle de la muñeca una vez más, Galatea lanzó un alarido y se abalanzó sobre él para morderle. Sintió como atravesaba el cuero y la tela de la manga, la piel y finalmente la carne; y también sintió como la sangre llenaba la boca de Galatea. Percival aulló de dolor y la agarró del pelo sin miramientos, tirando fuerte para apartarla de su brazo. Pero la mujer se había aferrado a su antebrazo como un niño hambriento al pecho de su madre y durante los primeros segundos empezó a tragar con ansiedad. Percival le soltó el pelo y sacó el puñal de la funda, alzándolo sobre la espalda de Galatea. Ya estaba a punto de hundírselo cuando la mujer se apartó de un salto y retrocedió hasta el rincón más alejado de la habitación, haciéndose un ovillo en el suelo. Se cubrió la cabeza con los brazos temblando sin control y empezó a llorar.
Percival soltó el cuchillo como si se hubiera quemado con él y se cubrió la herida para detener la hemorragia. Observó con horror a Galatea, espantado por lo que había estado a punto de hacerle y angustiado por la negra sensación que le inundaba el pecho. Nunca había estado tan asustado ni se había sentido tan asqueado de sí mismo, pero había percibido una hostilidad tan pura en ella que estaba profundamente aterrado. Galatea era inestable y peligrosa y odiaba la sensación de sentirse amenazado por ella. El Príncipe había tenido razón al no fiarse de ella.
―Lo siento, lo siento, lo siento ―empezó a murmurar ella, con la voz rota ahogada por el llanto. Se mecía adelante y atrás, llorando desconsoladamente.
Percival guardó silencio, sintiendo que el miedo se diluía y daba paso a la furia. No le gustaba nada esta situación, no le gustaba que ella le hubiese mordido y bebido su sangre. Pensó en los momentos que habían compartido, los momentos en los que esa dulce muchacha había sucumbido al placer y se había entregado sin reservas, en el miedo que había sentido cuando pensó que iba a perderla. Había sido perfecta, una salvaje criatura que había domado, que era dócil, sumisa y deliciosamente complaciente. Abrió la boca para gritarle pero la cerró de inmediato al contemplarla mejor, hecha un desastre, cubierta de sangre, medio desnuda, con su suave piel sucia y unas heridas mortales. Sacudió otra vez la cabeza y respiró hondo, aclarándose las ideas. ¿Qué podía decirle que ella no supiera ya? ¿Qué era una mujer maldita, una asesina? No podía romper su promesa de ayudarla al primer obstáculo. Apretó los dientes y se puso en pie.
Galatea se encogió contra la esquina de la habitación, como si quisiera fundirse con los muros o con el suelo. Percival dio un paso hacia ella y la muchacha ahogó sus sollozos, tragándose los lamentos, temblando exageradamente. Tenía que comprobar sus heridas, habrían empeorado con el forcejeo, por lo que se agachó junto a ella. Galatea se pegó a la pared, dándole la espalda, dispuesta a atravesarla si hacía falta. Tenía la cara sucia, llena de sangre, salvo por los regueros que las lágrimas le habían limpiado. No se atrevía a mirarle.
―Déjame verte las heridas ―exigió, con la voz desprovista de cualquier emoción.
Ella gimió y las lágrimas inundaron sus ojos. Negó con la cabeza, fundiéndose a la pared. Percival no quería ser brusco otra vez, no le gustaba serlo. Podía ser exigente y cruel cuando la azotaba, pero no deseaba castigarla de forma gratuita.
―¿Por qué me has mordido? ―preguntó en tono neutro.
Galatea hipó antes de responderle, pero solo balbuceó cosas sin sentido. Percival se frotó los ojos, impaciente.
―Tu sangre –susurró Galatea. Vaciló antes de añadir―: Me sana.
Percival la miró fijamente, pero ella le rehusó la mirada.
―Explícate ―demandó.
Galatea hizo un mohín y se mordió los labios, sollozando con amargura.
―Muchos hombres me han herido con sus armas... la sangre que bebo de ellos cura mis heridas y me hace fuerte... pero solo funciona con hombres...
―¿Y por qué no me lo has dicho antes? ―gritó, furioso, dando un golpe a la pared. Ella se estremeció y metió la cabeza entre las piernas―. ¿A qué coño esperabas para decírmelo, joder? ―espetó―. ¿A qué fuese demasiado tarde?
―No quería morderte... lo siento, lo siento, lo siento ―gimió sollozando―. No quería hacerte daño... lo lamento mucho...
Percival se tragó el nudo que tenía en la garganta y la cubrió en un abrazo protector, estrechándola a su pecho. Se sentía culpable por haberle tirado del pelo, pero había sido necesario. Galatea se aferró a él y descargó su tristeza en un profundo y desconsolado llanto. Percival la apretó fuerte, calmándola y calmándose a sí mismo. Había sido demasiado estúpido, había pensado con el pene y no con la cabeza; en lo único que pensaba era en hundirse entre sus piernas y pasarse la vida sumergido en su cálida humedad y eso casi les había costado la vida a todos. ¡Idiota!
―Me has dado un susto de muerte ―le reprochó, enfadado con ella y consigo mismo―. Pensaba que ibas a morir...
―Lo siento ―contestó ella otra vez.
Percival tragó saliva, le acarició el pelo y se acomodó mejor para sentarla sobre su regazo. Le quitó las vendas de los hombros, comprobando que sus heridas tenían ahora mejor aspecto, pero no estaban sanadas del todo. La miró, pero ella agachó la cabeza, incapaz de mirarle a los ojos. Sin poder contenerlo más, enredó los dedos en su pelo y la obligó a mirarle. A ella se le humedecieron los ojos, asustada, horrorizada y profundamente consternada y arrepentida.
Acercó el antebrazo ensangrentado a sus labios.
―Bebe ―ordenó. Ella negó, y Percival le tiró del pelo más fuerte―. Bebe de mi todo lo que necesites. Después, te castigaré en consecuencia.
―No quería hacerte daño... no quería que me odiaras... ―sollozó ella. Percival lo entendió, entendió que no quería decirle que necesitaba beber su sangre para sobrevivir, porque eso supondría revelarle que era un monstruo terrorífico. Ya hablaría sobre esto con ella más tarde.
―Lo sé, pequeña. No puedo odiarte por ser precavida. Bebe. Necesito follarte y para eso necesito que estés recuperada del todo...
Galatea reprimió el llanto y, delicadamente, cogió el antebrazo de Percival y lamió la sangre, para después chupar de la herida abierta, muy despacio. Por un momento, Percival se preguntó cómo podía tener toda la sangre concentrada en un punto si Galatea se la estaba absorbiendo por el brazo. Pero así era, estaba tan excitado que se sintió profundamente perturbado. Galatea gimió de gozo y se apartó de su brazo, lamiéndose los labios con gusto. La sangre le resbalaba por la barbilla, las mejillas se le habían coloreado y su sensual boca invitaba incluso a un beso profundo, a pesar de estar repleta de su propia sangre. La muchacha dirigió a Percival una brillante y lujuriosa mirada y dejó caer una de sus dulces manos sobre la entrepierna masculina.
―Tienes toda la sangre aquí ―ronroneó de forma sensual, con un deje de protesta.
Percival asintió, la cogió del pelo y la tumbó en el suelo, recostándose sobre ella. Galatea suspiró al notar su erección entre las piernas y siseó.
―No, no voy a dejar que me muerdas ahí. Has sido una niña mala, Galatea. ¿Sabes lo que le hago a las niñas malas como tú?
Siento la tardanza con el este capítulo, espero que os guste :)
ResponderEliminarMe encanta, aunque el sirviente, por mucho que se ponga, aun piensa con su pene. Dificilmente va tener energias para follar, si le permite a ella que beba hasta saciarse. XD
ResponderEliminarOMG!!!
ResponderEliminarMe he quedao muerta, quien iba a imaginar que nuestra Galatea era un poquito chupa-sangres.
Me gusta porque le da un toque diferente, original, nada visto para unos personajes que se mueven en la dominación, aunque la historia ya prometía de antes. Algo así quiero para mi relato de verano, jeje.
Besos preciosa.
qué rápido se pasa del dolor al placer y al deseo más intensos!!
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