Depositó el vaso ya vacío sobre la mesa y contempló el fondo con cierta amargura. Era la segunda ronda de whisky que tragaba como si fuera agua. Lo sentía deslizarse por su garganta, abrasándola y despellejándola, para después aterrizar en su estómago con un golpe seco como el de una detonación que reverbera en las entrañas. Lanzó un suspiro estrangulado y se aflojó el cuello de la camisa cuando una acuciante ansiedad lo asfixió como si alguien le hubiera rodeado el cuello con los dedos. Se pasó las manos por el pelo y contempló la botella de color ámbar, de la que quedaba una tercera parte de su contenido, dudando si llenar otro vaso.
Decidió que no.
Era mejor estar sereno, ser dueño de sus propios actos. No quería que la bebida enturbiara su mirada o embotara sus sentidos. No quería perder el control. Para hacer lo que deseaba a hacer necesitaba ser consciente de sí mismo.
Dejó atrás las dudas y se levantó de la isla de la cocina. El salón del ático estaba vacío, silencioso, oscuro. Frente a la ventana se alzaba el majestuoso Bechstein negro, con la tapa levantada y unas partituras sobre el atril. Se aproximó despacio, abandonando el preciado alcohol con mucha reticencia; pero a cada paso que daba hacia el piano, deseaba coger la botella y sumergirse en los ardientes vapores de la bebida. Pero no, no podía emborracharse, porque entonces podría ocurrir una desgracia aún peor. Se sentía muy mal por estar allí, en aquel ático y la bebida le había dado un poco de valor. Tenía que darse prisa antes de que esa valentía se diluyera demasiado rápido. Si recapacitaba un solo momento acabaría marchándose de allí. Y ya no podía seguir huyendo por más tiempo.
La partitura llamó su atención. Estaba llena de anotaciones y sugerencias, en color negro los acordes definitivos y en rojos las correcciones que había hecho sobre la marcha. La interpretó mentalmente y se le encogió el corazón en el pecho al sentirse desgarrado por dentro. Acarició las teclas, sintiendo que le ardían las yemas de los dedos. Si tocaba una sola nota, ella se despertaría.
Abandonó el piano, regresó a la cocina, se sirvió medio vaso y lo bebió compulsivamente. Se limpió los regueros que le habían caído por las comisuras de los labios y se quitó la chaqueta del esmoquin, arrojándola en mitad del salón. Corrió hacia las escaleras y empezó a subirla de dos en dos, para frenar en seco ante de la puerta de la habitación. Se frotó los ojos, reunió un poco de valor y entró.
Ella estaba dormida y no se despertó. Muy despacio, cerró la puerta y se quitó los zapatos para no hacer ruido mientras se acercaba a la cama doble. Estaba tumbada de espaldas a él, mirando hacia la puerta del baño, con un camisón de seda de un color ciruela oscuro con un bordado rojo. Él siempre había pensado que ella tenía la forma de un violín, curvada en todo su perfil, amplia en su pecho y sus caderas y estrecha en su cintura. Siguió la silueta de sus piernas desnudas hasta el borde del camisón y atisbó su desnudez a través de la fina tela. Era tan preciosa, tan atractiva, tan risueña y alegre. Tan apasionada.
¿Cómo podía haber ocurrido todo aquello? ¿Cómo podía ella decirle que todo había terminado? ¿Cómo podía esta mujer asegurar que era mejor emprender caminos separados cuando estaban hechos el uno para el otro?
Volvió a sufrir una crisis de ansiedad y se apoyó en la pared, mareado, con lágrimas en los ojos. Nunca había llorado por una mujer y ahora estaba aquí, con los ojos empañados, sintiendo que el mundo iba a terminar mañana. El whisky le revolvió las tripas. ¿Qué iba a ser de su vida ahora? ¿Qué iba a hacer mañana? ¿Y la semana que viene? ¿Qué haría en esos momentos en los que alargaría la mano sobre la cama para buscarla y palparía sábanas frías, recordando entonces que ella se había marchado? Era absolutamente insoportable y el dolor en el pecho se hacía más intenso cada minuto que pasaba en la habitación.
¡Basta!
Rodeó la cama y la contempló de frente. Se había puesto un antifaz, pero él sabía que no se lo había puesto para dormir. Tenía las mejillas congestionadas, un pañuelo en el puño y un montón de papeles desparramados por la cama. Había estado llorando. ¡Estúpida! ¡Estúpida! Se sentó en la cama profundamente conmovido y le acarició el rostro con el dorso de la mano, apartándole el pelo de la cara. El contacto envió una descarga a todo su cuerpo y reaccionó al instante. Se le despejó la mente, se le aceleró el pulso y la respiración y un escalofrío le bajó por toda la espalda, tensándole el vientre. Ella se despertó inmediatamente.
—¿Qué? —preguntó alarmada, llevándose las manos al antifaz. Él le cogió las muñecas.
—No te lo quites.
—¿Michael? —susurró. En su voz había una mezcla de esperanza, miedo y arrepentimiento. A Michael le dio vueltas la cabeza al oír su preciosa voz pronunciado su nombre.
—No digas nada —pidió inclinándose sobre su rostro.
—Pero...
—Ni una palabra. Abre la boca, déjame entrar en ella, déjame saborearte otra vez...
Aspiró su aliento antes de sumergirse entre sus labios. No fue comedido, fue provocativo y exigente y no le importó parecer desesperado por acariciar su lengua y sus dientes. Ella protestó, quería hablar, pero él no se lo permitió. Un gruñido escapó de su garganta y ella lo inhaló con un gemido, llenándolo de gozo y subiéndole la fiebre.
—No, no sigas, por favor —suplicó ella. Pero él no la escuchó, no quiso escucharla. Enredó los dedos entre sus sedosos cabellos y tiró de su cabellera para levantarle la cabeza.
—¡Basta! —rugió. Nunca hasta ahora había discutido con ella, nunca le había levantado la voz, nunca había deseado mandar sobre ella. Pero estaba harto de consentírselo todo, de darle la razón, de dejarle tomar sus decisiones. Estaba muy dolido con ella, furioso consigo mismo y odiaba esta situación. Pero su vida era ella y no había cabida para nadie más. De eso se dio cuenta cuando ella le dijo que tenían que dejar atrás lo que sentían y seguir comportándose como dos personas adultas, que aquello que ocurrió hace años no podía volver a ocurrir —. No voy a dejarte ir. No puedo dejarte ir. No quiero dejarte ir... No me interrumpas, cierra la puta la puta boca y escúchame por una vez. Eres la única mujer a la que puedo amar, la única mujer en la que pienso cuando estoy con otra, la única mujer a la que deseo por encima de cualquier otra. ¡Tienes que entenderlo!
Michael tiró de su pelo y la tumbó sobre la cama, ejerciendo una fuerza desmedida sobre ella.
—Lo entiendo... —gimió la muchacha retorciéndose ante los tirones.
—No, no lo entiendes. Si lo entendieras, no me dirías que me fuera. ¿Cuántos hombres te veneran como yo? ¿Cuántos hombres anhelan complacerte como anhelo complacerte yo? ¿Con cuantos hombres has tenido que acostarte para darte cuenta de que sólo yo soy capaz de hacerte ver las estrellas?
Ella se revolvió cuando sintió la mano de Michael sobre la rodilla, ascendiendo lentamente por la cara interna de su muslo en dirección al centro de su cuerpo. Los dedos masculinos enviaron lenguas de fuego por todo su ser y estallaron en espiral bajo su vientre. Un gemido brotó de sus labios cuando la mano invasora se metió bajo el camisón y alcanzó su ropa interior. Ella sollozó y cerró los muslos, atrapando la mano de Michael entre las dos.
—¿Cuántos? —exigió Michael—. ¿Cuántos saben dónde tocarte, dónde besarte, dónde pellizcarte, dónde azotarte? ¿Cuántos son capaces de hacerte el amor y follarte al mismo tiempo? ¿Cuántos son capaces de venerar tu sexo como yo lo hago?
—Esto no puede ocurrir —sollozó ella, agarrándolo del brazo para que sacara la mano. Michael se sentía envalentonado por el alcohol y movía la mano entre sus muslos, buscando la rendición de la mujer que se retorcía entre sus brazos. Le tiró del pelo, obligándola a estirar el cuello y llenó de besos el hueco de su garganta. Ella se arqueó lanzando un suspiro y levantó las caderas. Michael deslizó la mano y tocó su sexo a través de la tela, arrancándole un grito. Se abalanzó sobre ella y la besó con furia, aprisionándola contra el colchón con su cuerpo.
—Tiene que ocurrir. No puedes negar lo que los dos deseamos. Separa las piernas y permíteme demostrártelo, hermana mía.
Ella se estremeció al oír su referencia y él tuvo completo acceso a su boca. Le absorbió el alma y los gemidos y con la mano entre sus muslos empezó a acariciarla hasta que la tela quedó completamente empapada. Arrancó de un tirón la prenda y metió los dedos entre sus convulsos pétalos, rozando el tierno brote del sexo femenino con el pulgar para después hundirlo en su cálido interior.
—Oh, Dios... —. Ella se dobló por la impresión, apartándose de sus labios para poder respirar, temblando de pies a cabeza.
—No soy dios, soy Michael. Dímelo, llámame por mi nombre, quiero oírte gemir mi nombre, hermanita.
—Michael —suspiró ella, aferrándose a su espalda. Levantó las caderas para seguir el ritmo de su mano y sentir su dedo más profundamente clavado en ella.
—Oh, sí, nena... ¿ves cómo tengo razón? Siempre tengo razón... —ronroneó besándole el cuello. Lamió su garganta y se deslizó hacia sus pechos para morder sus pezones erizados por encima de la tela de seda. Profundizó la caricia y ella gimió más alto, hundiéndole los dedos en el pelo para darle tirones. Michael gruñó sobre sus pechos, humedeciendo la tela con saliva para que se le pegara la suave piel, deslizando después la lengua por los tirantes para moverlo hacia abajo y exponerlos directamente contra su boca.
—Sí, sí, Michael, tienes razón, soy una estúpida —murmuró ella entre jadeos.
—Y yo también soy un estúpido, lo soy —gimió con la cabeza entre sus pechos—. Sé que esto no puede pasar, pero no puedo pensar en nada más, te quiero demasiado para dejarte marchar, ¿lo entiendes?
Ella asintió sin voz y Michael se levantó para mirarla a la cara. El antifaz le cubría los ojos, pero sus labios estaban hinchados de placer y sus mejillas llenas de un intenso color rojo. De su boca entreabierta asomaba su lengua y sus jadeos eran pesados e irregulares. Sin dejar de mirarla, descendió por su cuerpo y hundió el rostro entre sus muslos. Su grito le penetró la mente y lo volvió loco, la mezcla de alcohol y aroma femenino provocó que perdiera todo control sobre sí mismo y como un hombre sediento empezó a beber de ella.
—Michael... Michael... —gimió alarmada ante la intensidad de sus besos.
Michael le soltó el pelo y dejó de acariciarla para aferrarse a sus piernas y mantenerlas lo más abiertas posible. Ella enterró la cara entre los brazos para ahogar los escandalosos gritos, pronunciando el nombre de su amante con reverencia. Michael exigió más, penetrándola con la lengua furiosamente, besándola como si besara su boca, mordiéndola con deliberada fuerza. Sintió como su cálida carne se estremecía y se retiró con presteza, subiendo por su cuerpo para beber otra vez de sus pechos.
—Por favor —pidió ella, apretándole los muslos a las caderas—. Por favor, perdóname, por favor...
La penetró de una sola vez. La tensión creció entre ellos, pero Michael recurrió a toda su fuerza de voluntada para permanecer quieto, esperando a que los temblores de ella remitieran un poco. Entonces se retiró y volvió a empujarla, tan fuerte que la levantó un palmo por encima del colchón y ya no hubo forma de parar. El deseo crepitó entre ellos y estalló como una llamarada, rugiendo ensordecedoramente. Michael le rasgó la ropa para frotarse directamente contra su piel erizada, para sentir el rubor, sus estremecimientos, su sangre fluyendo descontroladamente a través de sus venas.
—Te quiero, nena... Oh, te quiero —gimió sin parar de moverse como un hombre poseído.
—Michael... —jadeó ella mordiéndose los labios, siguiéndole el ritmo lo mejor que podía—. Ah, Michael... por favor...
—Sí, sí, vamos, dámelo todo, hermanita...
Cuando ella le clavó las uñas en la espalda todo se vino abajo y comenzó a caer sin control. Sus gritos se mezclaron con los besos y con el sonido de sus cuerpos chocando como las olas de un mar embravecido. El sexo femenino se cerró como un puño y empezó a latir como un corazón desbocado, exprimiéndolo al máximo y él se dejó llevar sin medida, colmándola, complaciéndola, llenándola con su semilla, con la única intención de hacer que se sintiera repleta y saciada.
Después, se derrumbaron sobre la cama. Michael se tumbó sobre ella, asfixiándola con su peso y ella le rodeó el cuerpo con brazos y piernas para que no se apartara.
—Ha vuelto a pasar —se lamentó ella de repente. Michael le quitó el antifaz y se perdió en el mar azul de sus ojos y en las lágrimas que brotaban de ellos.
—Yo no me arrepiento —le dijo mirándola fijamente. Ella se mordió el labio inferior.
—Yo tampoco...
Fantastico relato, me ha encantado
ResponderEliminarAcabo de encontrarte y seguro que seguire visitando este blog.
Gracias por compartir tus historias.
Un beso
Como siempre digo, ni conduzcas, ni folles borracho.
ResponderEliminarBuff, relaciones taboo, siempre son un buen material erotico, da morbo hacer lo que esta prohibido. Y ahora que lo pienso, creo que de este tema en especifico, fue lo primero que lei como material erotico cuando era adolescente. XD
Intenso, apasionado,perverso, prohíbido, romántico, ese suave punto sucio de tus letras,...lo llamo suave porque va unido siempre en tu estilo, nada vulgar, elegante siempre(desde mi punto de vista), pero, que guarda esa esencia "sucia"(sutil, perfumada, pero perenne)que consigue en mí(que no soy muy romántica ni de leer novelas así)que me guste y en cierta manera me atrape.
ResponderEliminarBueno, en este relato que yo he interpretado que son hermanos ¿no?, si no, claro a qué santo la va a llamar hermanita, aunque claro, cada cual puede ser libre de interpretarlo como quiera, yo me quedo con que son hermanos.
Morbo forever.
Un beso!