Ludwig estaba estudiando unos informes que tenía sobre la mesa de su despacho cuando llamaron a la puerta. No esperaba a ningún paciente más aquella tarde, por eso supo que se trataba de Elisa. El gesto atormentado que descubrió en sus hermosas facciones le indicó que le había vuelto a pasar, que había tenido una recaída y que necesitaba su ayuda.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó.
Elisa se llevó una mano al estómago y otra al pecho y asintió, apretando los labios para que su voz no delatara ninguna de sus emociones. Llevaba una gabardina de color verde y solo podía verle las piernas, cubiertas por medias de gruesa lana gris y unos botines negros. La invitó a pasar, cerró la puerta con llave y la acompañó en silencio hasta el diván en el que se sentó junto a ella.
—Cuéntamelo —exigió con voz suave.
Como ella no le miró, la cogió por la barbilla y la obligó a que le mirase a la cara. Tenía los ojos del color de la miel, las pestañas largas y unas cejas finas y elegantes. Elisa era una muchacha preciosa, de cuerpo pequeño y miembros delgados, que albergaba dentro de sí una energía que en ocasiones se desbordaba de forma incontrolable. Solo él había logrado canalizar toda esa energía con el único fin de evitar que ella acabara destruyéndose.
—He tenido un impulso —respondió avergonzada, con los ojos vidriosos. Había llorado, tenía los pómulos y la nariz enrojecidos.
—Te he dicho muchas veces que no debes llorar cuando eso suceda —reprendió con dureza—. ¿Cuándo ha pasado?
—Hace una hora —gimió—. Estaba en la fiesta de mi padre y he visto a un amigo de mi hermano. Hacía años que no lo veía… y cuando se ha puesto a mi lado, he sentido su… calor.
Elisa inspiró hondo y se retorció las manos, queriendo esconderse de su escrutadora mirada, pero él la agarró con fuerza por el mentón para que no apartase la cara.
—¿Mantuviste relaciones sexuales con ese chico en el pasado?
—Sí… una vez. Creo que fueron tres. En el cuartel. Luego en el despacho de mi hermano, y en su coche. Luego ya no supe nada de él, se marchó al frente.
—¿Y esta noche?
—Se me acercó y pude olerle. Olía muy bien, se le notaban los años, había madurado mucho, estaba muy guapo. Vestía traje de gala, como todos en la fiesta y se le veía muy varonil, muy fuerte, muy masculino. Me preguntó qué tal estaba, charlé dos minutos con él, quise marcharme y entonces me cogió por el brazo. Su tacto me quemó, tenía la mano grande, nudosa, los dedos callosos, los nudillos gruesos… La misma colonia que usaba antes se me metió en la cabeza. Recordé su tacto, su energía fluyendo alrededor de mí, el sudor de su piel resbalando sobre mi cuerpo, sus gemidos cuando me follaba y el sabor de su semen en mi boca… me acordé de todo eso y de lo deliciosa que era la fuerza con la que me empujaba contra el asiento del coche… Me dijo que no me había olvidado y que quería invitarme a salir a cenar, hacer las cosas bien, conquistarme; pero yo lo único que pensé fue en pedirle que me acompañara al baño…
Elisa suspiró consternada y una lágrima le resbaló por la mejilla.
—No llores —ordenó él con suavidad—. Quítate la ropa.
De inmediato, la muchacha se deshizo de la gabardina. Debajo llevaba un vestido de color negro que se sacó por la cabeza. Detrás fue su ropa interior, sus medias y sus zapatos. Se arrodilló en el suelo al lado del diván, mirándole con ojos desolados. Ludwig se puso en pie y caminó despacio hasta su mesa, sin más intención que la de permitir a Elisa notar la fuerza que emanaba de su cuerpo. Era la controlada energía de Ludwig lo que apaciguaba el alma atormentada de Elisa.
—¿Estás excitada?
—Mucho —susurró ella angustiada.
Ludwig la observó desde la distancia, su cuerpo desnudo y arrodillado en mitad de la contundente habitación, su piel roja y brillante por el rubor, sus pupilas brillantes por el deseo y su mirada triste y desesperada tratando de controlar el anhelo que le quemaba en las entrañas. Se estremecía en oleadas de incontrolable placer, estaba impaciente por dejar salir todo eso que a ella la dañaba por dentro, toda esa ansiedad que no podía contener.
Estaba tan hermosa que le dolía mirarla. Sus pechos hinchados, sus pezones rosados, sus muslos tensos y su vientre agitado, era la viva estampa de la carnalidad.
—¿Has alcanzado el orgasmo antes de venir aquí?
Elisa negó con la cabeza, agitando sus rubios cabellos.
—¿Por qué? —preguntó con calma.
—Porque mi satisfacción te pertenece a ti y solo a ti.
—¿Has intentando aliviar tu angustia?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no debo tocarme sin tu permiso.
Tras esas palabras Elisa dejo salir un suspiro de alivio, como si decirlo en voz alta la hubiera hecho darse cuenta de esto. Ludwig se aproximó a ella con lentitud, Elisa no necesitaba más expectación, sus niveles de excitación eran muy altos y la energía recorría su piel haciéndola estremecer. Aun así, eran precisamente la calma y autocontrol de Ludwig lo que impedía que perdiera la cabeza. Ella requería de cuidados lentos y a él le encantaba hacer las cosas a fuego lento.
Le tendió la mano y ella besó su palma con un gemido, hundiendo la nariz en el hueco de su mano para aspirar su aroma. Tenía los labios tan calientes que le quemaron la piel y sintió un aguijonazo de impaciencia. Siempre que Elisa sufría una recaída venía a verle buscando la manera de aliviar sus anhelos. Estaba tan perdida que necesitaba de él para encontrar el camino de vuelta. Esto cada vez se producía con menos frecuencia, pero cuando pasaba Ludwig sufría en silencio su contagiosa libido y ponía a prueba su autocontrol. Elisa emanaba sexualidad y voluptuosidad por cada uno de sus poros, en cada una de sus tiernas curvas.
—Abre la boca.
Elisa separó los labios y sacó la lengua. Cuando ella no sentía esas pulsiones irrefrenables, que era el resto del tiempo, Ludwig la disciplinaba con dureza para recordarle que no debía dejarse llevar por un arrebato de pasión. Rememoró el momento en el que la puso sobre sus rodillas y azotó sus nalgas, castigándola por no haber controlado sus impulsos como le había ordenado hacer. Ella lloró y confesó avergonzada que era lo más bonito que habían hecho por ella.
Ludwig deslizó un dedo por su lengua y la acarició con lentitud, permitiéndole sentir la rugosidad de su yema. Elisa mantuvo la boca abierta hasta que se le secaron los labios y la garganta, porque él no le había dado permiso para cerrarla. Cada roce de su dedo le bajaba por el vientre y lo sentía entre las piernas, un dolor latente que no había dejado de pulsar desde que corriera en busca de Ludwig. El hombre se inclinó sobre sus labios y le cubrió la cara con las dos manos mientras la besaba. No fue un beso largo ni apasionado, simplemente humedeció su boca y lamió una pizca de su lengua. Elisa quiso más y salió en su busca, pero Ludwig se apartó y solo regresó cuando ella se quedó inmóvil con los labios separados. La torturó con besos cortos y húmedos, dejándole solo la sensación del recuerdo de su lengua.
—Sobre el diván. Ahora.
Elisa obedeció. Le gustaba obedecer a Ludwig, le gustaban sus órdenes, había aprendido a interpretarlas. El dolor que sentía entre los muslos era indescriptible, su sexo se contraía en busca de algo que la llenara y anhelaba el alivio más que nada. Sin embargo, saber que ese alivio llegaría de la mano del hombre que amaba era más satisfactorio que buscarlo por su cuenta. Se tumbó cuan larga era, desnuda sobre la fría y lisa piel marrón, destacando sobre ella. Apoyó las manos y la mejilla, mostrando a Ludwig su espalda y sus pálidas nalgas.
Observó cómo se quitaba el cinturón y un latigazo de deseo recorrió su cuerpo. Olvidó el impulso y al atractivo muchacho de la fiesta, él solo era uno de los muchos hombres con los que había estado para satisfacer su adicción. Había estado perdida y aterrorizada, pero ahora había encontrado un camino, se había encontrado a sí misma.
—Cuenta en voz alta —dijo Ludwig, enrollándose el cinturón alrededor de la mano.
Elisa asintió. Ludwig se acercó al diván y recorrió su cuerpo con la mirada. Echó el brazo atrás. El cinturón zumbó en el aire y el cuero se estrelló contra las nalgas de Elisa. La oleada de dolor hizo que se estremeciera de los pies a la cabeza y dejó escapar un grito mientras decía “Uno”. El siguiente impacto llegó demasiado rápido y con él, más dolor. Se retorció con una lágrima pugnando por salir por cada uno de sus ojos, pero Ludwig le puso una mano en la espalda. Era el indicativo de que debía estarse quieta. Elisa respiró hondo varias veces antes de tumbarse de nuevo, con la piel cubierta de sudor. Cerró los ojos ante el siguiente impacto, pero lo contó, igual que los diecisiete que vinieron después, sin moverse del diván, sin gritar, sin protestar, y con las lágrimas de felicidad cayéndole por las mejillas.
Sentía que le ardía el trasero, la sangre le hervía bajo la piel y escocía. Sin embargo, el doloroso impulso sexual que había tenido de camino a casa de Ludwig, había desaparecido. Ya no se sentía sucia y depravada, ya no sentía asco de sí misma, ya no deseaba al hombre de la fiesta con desesperación. Ahora solo deseaba a Ludwig.
Él acaricio sus nalgas enrojecidas transmitiéndole un placentero calor y la paz que necesitaba.
—Date la vuelta.
Elisa se giró sobre el diván, recostando con mucho cuidado sus despellejadas nalgas. Dolía horrores, pero el alivio que sentía en el corazón hacía que valiera la pena. Ludwig se inclinó para besarla y acarició uno de sus pechos, pellizcándole el endurecido pezón con fuerza hasta hacerla gemir de deseo. Después llevó la mano a su sexo y la penetró con dos dedos, abriéndolos dentro. Elisa se retorció de placer, un placer exquisito, afilado y dulce, no el placer frío y gris que ella había buscado siempre. Se aferró a los lados del diván mientras Ludwig penetraba su boca con la lengua y su sexo con los dedos, colmándola de gozo.
—Ludwig… —lo llamó entre jadeos nerviosos, rozando el éxtasis.
—¿Sí? —preguntó él mientras chupaba su lengua.
—… Te amo.
—Lo sé.
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