#laintimidaddelosviernes
Estaba helada de frío, pero de sus labios no salió ni una sola protesta. El tiempo no acompañara en absoluto y cuando el señor Montaigne decidía que la luz era la adecuada, todo el mundo callaba y hacía lo que tenía que hacer. Él era un artista, una de esas mentes brillantes que emocionaban al mundo con su fotografía. No solo se limitaba a pulsar los botones de la cámara, se pasaba horas esperando hasta que el ambiente, el tono y el instante eran los adecuados para maravillar con su perfección.
Johanna estaba desnuda, sentada en un banco en mitad de la calle, con un paraguas sobre la cabeza mientras llovía a cántaros sobre ella. El equipo del señor Montaigne estaba cubierto por plásticos y chubasqueros, los que controlaban las luces exteriores tenían que tener cuidado para que no se mojaran ni los focos ni los cables ni nada importante mientras que el propio fotógrafo esperaba sentado bajo una carpa hasta que la luz incidiera correctamente sobre el bello cuerpo de Johanna. Ella era su musa, su modelo principal, a la que había fotografiado de mil formas distintas tanto vestida como desnuda. Hoy, al levantarse por la mañana y ver el cielo encapotado, en un alarde de inspiración había movilizado a todos los técnicos para que salieran afuera. El excéntrico fotógrafo había decidido que ella tenía que posar desnuda para esa serie de fotografías, que tenían como finalidad mostrar la belleza de la vulnerabilidad femenina bajo una implacable tormenta. Él quería llamar a su colección algo así cómo: "¿Cuando dices que vienes?" y Johanna debía permanecer sentada, desnuda, bajo una lluvia torrencial, esperando al hombre que amaba y demostrando que no importaban las inclemencias del tiempo, ella esperaría en ese banco hasta el fin del mundo. Mientras los técnicos esperaban a que el fotógrafo empezase a disparar con la cámara, muchos vacilaban al ver a la menuda figura de Johanna calada hasta los huesos y temblando de frío. Pero el señor Montaigne había dejado instrucciones claras de que ella no podía vestirse, porque si lo hacía, perderían un tiempo muy valioso mientras se quitaba la ropa y el instante se desvanecería.
Ella se mantenía oculta bajo el paraguas, con el pelo húmedo y pegado a la cara, los labios pálidos y los ojos vidriosos. Nadie se daba cuenta de que estaba llorando, el agua de la lluvia borraba las lágrimas de sus mejillas y lo agradecía, porque le permitía desahogar su tristeza sin que nadie la molestara. Estaba muy dolida a causa de la última discusión con Rodrigo, una discusión que había acabado con un portazo y con la seguridad de que jamás volvería a verle. Encogió los dedos de los pies y se limpió la cara con las manos, tenía los dedos arrugados como pasas y movió el paraguas para cubrirse un poco mejor. El motivo de su discusión era siempre el mismo, el hecho de que posara desnuda bajo la tiránica vigilancia de aquel loco de la fotografía. Johanna no era una mujer bella, pero había sido agraciada con el cuerpo de una diosa. Montaigne le había dicho muchas veces que era una lástima no fuera tan guapa como las modelos más cotizadas, pero que tenía un cuerpo tan arrebatador que muchas podían sentirse envidiadas. Por eso, en ninguna de las fotos que le hacía, aparecía su cara. Si por algún movimiento aparecía alguna parte de su rostro, automáticamente la foto se descartaba, aunque fuese una obra maestra. Ella había aprendido a no tomárselo a mal, ya que el dinero que le pagaban le servía para mantener un nivel aceptable de vida. No podía trabajar en otra cosa porque el señor Montaigne podía reclamar su presencia en cualquier instante que tuviera un ataque de creatividad, cosa que ocurría con mucha frecuencia, así que había aprendido a mantener la boca cerrada y mostrarle lo que él más admiraba, su cuerpo. Como él nunca le miraba a la cara, no podía ver que ahora estaba llorando por su culpa. ¿De verdad merecía la pena todo este esfuerzo?
Por fin, tras una larga espera de veinte minutos, el fotógrafo se enfundó en un enorme chubasquero y seguido por un grupo de ayudantes que sostenían un plástico sobre él, empezó a hacer fotos. Comenzó a dar vueltas alrededor de la modelo mientras accionaba el disparador automático de su cámara de última generación. Cada disparo realizaba una serie de diez instantáneas con medio segundo de diferencia y tras una vuelta completa alrededor del banco, tenía más de cien capturas del cuerpo de Johanna, del paraguas y de la lluvia que caía a chorros por la lona y aterrizaba sobre las rodillas y los delicados pies femeninos.
—¿Puedes dejar de temblar? —masculló el fotógrafo—. Y, por favor, evita que se te erizarte la piel, no queda nada bien... No hace tanto frío. Luego le diré a Jules que te prepare un chocolate caliente, pero cariño, si te pones a tiritar no vamos a terminar nunca.
Ella asintió y se acomodó como mejor pudo, apretando los dientes para que no le castañearan. Inspiró hondo varias veces y se concentró en algo cálido, tratando de controlar el frío que se le metía hasta en los huesos. No era la primera vez que se resfriaba trabajando con Montaigne, de hecho era algo bastante habitual y se había curtido bien a base de heladas. A veces había posado desnuda sobre la nieve, un poco de lluvia no era para tanto, como bien decía el fotógrafo.
—Eso es, muy bien, perfecto... —decía el fotógrafo—. Así... ¿pero qué...? ¿Qué haces aquí? ¿No ves que estamos trabajando...?
De pronto escuchó un grito y un golpe seguido de una ristra de improperios y levantó la cabeza para ver lo que estaba pasando, algo imperdonable porque no se le podía ver la cara en las fotos. Montaigne estaba en el suelo y sobre él había un hombre con el puño alzado agarrándolo por la solapa de la chaqueta para que no pudiera escapar. Era Rodrigo. El impetuoso Rodrigo. El mismo Rodrigo que había dado un portazo y se había marchado de la casa que compartían para no volver jamás.
—¡Me cago en tus muertos cabrón desgraciado! ¡Eres un cabrón! ¡Hijo de puta! —gritaba mientras descargaba furiosos puñetazos contra Montaigne, que trataba de protegerse con los brazos. Su rabia era imparable, los técnicos y los ayudantes vacilaron a la hora de acercarse, no solo por la violencia de aquel ataque sino porque muchos de ellos pensaban que el fotógrafo merecía aquella paliza y unas cuantas más—. ¿Cómo has sido capaz de hacerle eso? ¿Cómo puedes seguir llamándote hombre? ¡Te voy a partir la cara!
—¡Rodrigo! —chilló una voz femenina.
Rodrigo levantó el puño una vez más, pero lo detuvo en el aire cuando escuchó a Johanna. Todos se volvieron a mirarla. Se había puesto de pie y el agua de lluvia le caía por la cabeza y por los hombros y se le había roto el paraguas. Todos enmudecieron de inmediato, abrumados por la belleza de la frágil modelo, sorprendidos al verla completamente desnuda y empapada en agua de lluvia. Estaba arrebatadora. Tenía los ojos tristes, los mechones de su largo cabello se le pegaban a la piel mojada y las gotas resbalaban por su piel pálida y erizada. Le temblaba el labio inferior y su pecho se agitaba con una respiración entrecortada. Era una figura gris en medio de un día gris rodeada de cosas grises y la desgarradora expresión de su rostro conmovió a todo el equipo. Era guapa, poseía esa belleza triste que a muchos hombres les parecía atractiva. Pero Montaigne le había dicho muchas veces que no lo era y solo porque tenía un pequeño defecto, una cicatriz de quemaduras en la mejilla y el pómulo, algo que a él le parecía horrible. Pero aquella herida no afeaba en absoluto a Johanna, la hacía todavía más hermosa.
Desde el suelo, con la cara llena de golpes, el fotógrafo sufrió un colapso creativo y exigió una cámara, necesitaba capturar aquel momento para la posteridad. Nadie le hizo caso, pero Rodrigo aprovechó para descargar el puño contra su nariz y dejarlo inconsciente. Como un toro embravecido y a punto de embestir se puso en pie y corrió hacia Johanna, a la que abrazó con tanta fuerza que a punto estuvo de romperle alguna costilla.
—¿Qué haces aquí, Rodrigo? —sollozó ella. Tenía las manos heladas, la cara helada, el cuerpo helado y el alma rota.
—He venido a por ti —dijo. Se desabrochó la chaqueta y abrazó a Johanna para meterla con él dentro de la misma prenda. Frotó su cuerpo y sus brazos para hacerla entrar en la calor, dándole besos en la frente y ella empezó a llorar—. No llores, por favor... —pidió con suavidad, limpiándole las lágrimas con la misma mano con la que había golpeado al fotógrafo. Los dos estaban en mitad de la acera, cubiertos de agua.
Cogió a Joanna por la cintura y la llevó en volandas fuera del plató. Ninguno de los ayudantes dijo nada, incluso les dejaron pasar hasta el coche que Rodrigo había dejado en marcha al final de la calle. Con fría calma, el hombre depositó el cuerpo desnudo de Johanna en el asiento del copiloto y la cubrió con una manta mientras le ponía el cinturón. Uno de los ayudantes se acercó vacilante al coche y le tendió una bolsa con la ropa de ella. De inmediato retrocedió al ver la cara desfigurada por la rabia del hombre. Entró en el coche, pulsó todos los botones del panel frontal para poner la calefacción al tope y arrancó con un brusco acelerón. Los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad, apartando el agua de lluvia que enturbiaba la visión del conductor. Ella, acostumbrada a los arrebatos de los hombres y en especial a los de Rodrigo, supo que era mejor callar, especialmente al ver como sus nudillos, despellejados y rojos por la sangre, se habían puesto blancos por la fuerza con la que sujetaba el volante. Se acurrucó bajo la cálida manta.
—Estoy mojando las alfombrillas —murmuró asustada. Él apretó los puños y la mandíbula.
—¿Crees que eso me importa ahora? —le espetó. Ella se encogió de miedo en el asiento y no pudo evitar un estornudo—. ¡Joder!
Llegaron a casa. Sin decir una sola palabra, Rodrigo salió del coche. Llovía a mares, pero rodeó el coche por delante y abrió la puerta de Johanna. Le quitó el cinturón, la cogió el brazos y entró corriendo en su casa. Ni siquiera se molestó en cerrar el coche, estaba más pendiente de la mujer que tenía en brazos que de otros detalles sin importancia, como dejar el vehículo parado en mitad de la calle.
—Me estás asustando... —murmuró ella.
—Lo siento, nena —contestó él con la voz estrangulada.
Subió los escalones de dos en dos hasta el tercer piso para llegar al pequeño apartamento en el que vivían. Sentó a Johanna en el sofá del salón y se metió en el baño para abrir los grifos de la bañera. Ella se limpió las lágrimas y con lo que tenía a mano, una servilleta de papel de color verde, se sonó la nariz y ahogó un estornudo para que él no lo escuchara. Pero lo oyó.
—¡Joder! ¡Lo voy a matar! —masculló Rodrigo entrando como un toro en el salón.
Estaba mojado de pies a cabeza, con toda la ropa empapada por la lluvia y trataba de calmar la furia que sentía. Observó a Johanna con la respiración nerviosa, en silencio. No estaba enfadado con ella, no podía estarlo, pero estaba muy cabreado. Ella le miró con esos ojos de gatito indefenso y las ganas de estrangular a alguien se hicieron más fuertes. Empezó a quitarse la ropa ante la atónita mirada de Johanna, arrancándose la camisa del pecho y lanzando los zapatos por los aires. Cuando se quitó los pantalones, Johanna abrió los ojos como platos al contemplar como todo su furioso y magnífico cuerpo estaba en tensión y cómo su rabia se concentraba en una parte concreta de su cuerpo. Su miembro estaba duro como una roca y se alzaba como una espada entre sus musculosas piernas. Se lanzó de rodillas ante ella, le separó las piernas piernas y metió la cara entre sus muslos. Johanna se envaró, sorprendida, asustada y excitada por la vehemencia de Rodrigo cuando comenzó a besar su sexo con apasionada lujuria. Ella estaba helada pero la lengua de él estaba caliente y de inmediato el calor comenzó a envolverla, el frío que sentía en los huesos fue caldeándose y su sangre se encargó de avivar cada uno de sus miembros entumecidos por la helada.
—¿Rodrigo? —jadeó ella.
—No digas nada, nena... no digas nada...
Hundió la nariz en su sexo y comenzó a acariciarla con la lengua. Johanna se retorció en el sofá, lo cogió por el pelo y trató de apartarlo, pero Rodrigo envolvió sus piernas con los brazos y separó sus muslos para acceder con mayor facilidad a su sexo, que comenzaba a destilar la suave miel de su excitación. Cubrió su liso pubis con la boca y comenzó a lamer el nacimiento de su sexo, rozando suavemente pero con determinación su sexo hasta que ella empezó a lanzar suaves gemidos y se balanceó para buscar el roce perfecto que elevara su placer. Entonces hizo lo que a ella más le gustaba, atrapó su clítoris con los labios y comenzó a succionar suavemente. Ella se dobló de placer y de sus labios surgieron esos dulces lamentos que a él lo volvían loco. Sin apartar la boca de su sexo, retiró la manta en la que estaba envuelta y acarició su cuerpo frío para avivar su circulación. Recorrió su cintura, su vientre y cubrió sus pechos con las manos. La piel pálida comenzó a enrojecerse y Johanna protestó cuando las caricias abrasaron su cuerpo. Rodrigo la arrastró hasta el borde del sofá y separó sus piernas para degustarla a placer, despacio pero con una determinación arrolladora, necesitaba demostrarle lo mucho que la amaba. Ella le acarició los hombros, los brazos, suspirando por sus atenciones y cuando él metió una mano entre sus piernas para penetrar su sexo con un dedo, Johanna le acarició con cariño los nudillos ensangrentados.
—Te quiero, nena... —susurró Rodrigo mirándola con dolor—. He visto esas fotos.
Ella se puso rígida de repente y trató de apartarse de Rodrigo, pero él la agarró con fuerza de la cintura y siguió penetrándola con ardor, sin dejar de mirarla. Johanna se tapó la cara con las manos.
—No me odies... —sollozó. Rodrigo le apartó las manos y comenzó a besarle la cara, deslizando la mano en suaves caricias por toda la hendidura de su sexo. Penetró su sexo una vez más y con el pulgar, trazó suaves caricias alrededor de su sensible brote hasta que ella gimió de placer.
—No te odio. No puedo odiarte —la tranquilizó suavemente, sin dejar de estimularla, pintando con su cremosa savia cada trozo de piel alrededor de su sexo—. Pero no vas a volver a trabajar con ese cabrón nunca más. No va a seguir explotándote, ni va a seguir jodiéndonos, ni va a ponerte otra vez las manos encima...
El hombre atrajo el cuerpo de Johanna y la fundió a su pecho, sin dejar de masturbarla con todo el amor que era capaz de ofrecer. Ella, aturdida, avergonzada y excitada, le miró agradecida mientras rodeaba sus caderas con las piernas. Rodrigo beso sus labios, su boca, hundiéndose entre sus dientes con la misma pasión con la que hundía los dedos entre sus piernas. Johanna le cubrió la cara con las manos, besándole, deleitándose con su lengua, gimiendo y llorando y cuando sintió el miembro de Rodrigo frotarse entre sus muslos, dejó salir un largo sollozo. Con una languidez impropia en él, Rodrigo se hundió dentro de ella sin detenerse, sin ceremonias, con decisión. Johanna se convulsionó, el dolor que provocó su entrada no fue nada comparable al placer de sentirle sobre ella, cubriéndola con su cuerpo y colmándola con su miembro vigoroso. Sin moverse, permitiendo a Johanna sentir su fuerza y la majestuosidad de su pene, le acarició la espalda, la cintura, las caderas, todo su cuerpo. Estimuló sus pechos y frotó su clítoris con suavidad y cuando ella se agitó ansiosa, empezó a moverse dentro y fuera de ella con forzada parsimonia.
—Por favor... Rodrigo... —susurró ella. Rodrigo la tumbó encima de la alfombra y apoyó los brazos a cada lado de su cabeza, sin dejar de besarla. Ella se agarró a su cuerpo con brazos y piernas cuando comenzó a embestirla con fuerza, aplastándola con su peso, algo que a ella le encantaba—. Por favor...
—¿Te gusta así? Dime cómo te gusta, dímelo por favor... te daré lo que quieras... —gimió él en su boca, cegado por la ansiedad de complacerla. Se alzó poderoso sobre ella y cogiéndola por las caderas, empezó a moverse como un loco. Le clavó los dedos en la piel tibia y ruborizada, dejándole marcas en su tierna carne y ella se agarró a la alfombra doblándose de placer y gimiendo sin control—. Eres preciosa, ¿me oyes? Preciosa, eres preciosa... —y siguió repitiéndolo sin parar, igual que su arrítmico movimiento de caderas, igual que sus embestidas, hasta que ella empezó a temblar sacudida por un orgasmo. Rodrigo aulló empujando contra ella tan fuerte que movió a Joahanna del sitio, sintiendo el clímax de la mujer estrangular su miembro como un puño. Observó su orgasmo con mucha atención, el brillo de su cuerpo, la magia que la envolvía cuando se liberaba con un delicioso grito y la forma en que movía las caderas para sentir como la llenaba por completo. Le ofreció su semilla, derramando su semen caliente en abundancia hasta que no hubo cabida para nada más y la crema se desbordó fuera de ella.
Al instante se desplomó sobre su pequeño cuerpo, con la piel ardiendo y la respiración entrecortada. Rodrigo era demasiado grande para Johanna y siempre que la penetraba le hacía daño. A ella, sin embargo, le gustaba ese dolor y por muy mal que él se sintiera, podía más su deseo por complacerla. Sabía que había sido brusco, estaba furioso y no había podido controlarse. Así que avergonzado por su arrebato, la abrazó con ternura tumbándose a su lado. Ella, sin embargo, le rodeó la cadera con las piernas y entrelazó los pies a su espalda, negándose a separarse de él.
—No te vayas otra vez... —suplicó lamiendo su cuello con un animalillo sediento.
—No, no me voy —le aseguró él—. No me voy a ir nunca más, te lo prometo.
Johanna se movió sobre el cuerpo de su amante y acabó poniéndose encima. Rodrigo se removió inquieto, notando el fuego que desprendía la piel de Johanna. Ya no estaba pálida ni fría, ahora estaba caliente y ruborizada. Su cuerpo era tan hermoso que era incapaz de mirarla durante mucho tiempo sin sentirse cegado por la lujuria. Ella se acomodó encima de él y empezó a balancearse sobre su miembro.
—Me gusta tanto esto... —murmuró ella poseída por una carnal sensualidad—. Dime que no me odias, por favor...
—No te odio —respondió él de inmediato, tenso y expectante—. No me importan esas fotos.
Ella se detuvo y le miró fijamente. Por fin, esbozó una sonrisa. Él la abrazó y sin dificultad, se puso en pie. Enterrado en ella hasta el fondo, caminó despacio hasta el baño y cerró el grifo de la bañera que se había desbordado. Después, con mucho cuidado, entró en la bañera y se sumergieron juntos.
Un océano de niebla de Elizabeth Bowman - Narrado por Arancha Del Toro
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Sinopsis:
El mundo se ha terminado para Gillian ahora que él la ha abandonado. Es
cierto que una niña ha nacido de los dos. Pese a eso, ella no puede co...
Hace 22 horas
Me has emocionado. Que trocito de historia más bonito y sentido. Encierra tanto amor que una sueña con cosas así, con arrebatos así.
ResponderEliminarGenial, felicidades Paty.