Para el Juego de Verano. En breve, recopilatorio.
Reflexión
Molly no podía creer lo que estaba viendo, lo que se había desencadenado en su majestuosa habitación. Hacía tan solo unos minutos estaba durmiendo plácidamente entre suaves y limpias sábanas con aroma a sol y lavanda, y ahora estaba encogida de miedo en una esquina de la cama, con la sensación de que las sábanas no la escudarían ni la protegerían de posibles daños. Todo había comenzado con un extraño ruido que la había despertado de golpe, seguido por un destello y un olor a madera carbonizada. Miró en todas direcciones para encontrar la fuente de aquel extraño suceso y observó unas volutas de humo negro serpentear hasta el techo desde el centro de su habitación, iluminadas por la luz de la luna que entraba por la ventana. Una ventana que estaba abierta y cuyos cortinajes se mecían con la brisa nocturna creando fantasmagóricas ondulaciones. Aquello la estremeció de los pies a la cabeza, desde siempre había tenido miedo a las ventanas abiertas durante la noche; se sobrecogía al comprobar cuán oscuro, infinito e insondable podía ser el universo durante las horas nocturnas, provocándole una angustiosa inquietud que no lograba explicar. Era como un recordatorio de lo efímero de la vida y a Molly no le gustaba que le recordaran que tenía fecha de caducidad.
Pero se olvidó de la ventana y del universo que se extendía al otro lado cuando se asomó hacia los pies de la cama para ver qué era lo que humeaba allí. Por un momento pensó que debía llamar a Steven, su marido, para que la socorriera, pero luego se preguntó de qué tenía que socorrerla si por el momento allí no ocurría nada salvo que algo parecía haber entrado por la ventana y había aterrizado en su habitación. Aunque esto era una suposición demasiado marciana como para tomarla en serio, pero Molly era una muchacha con una imaginación desbordante. Aun así, lo que encontró en el suelo, ovillado, encogido y desnudo, la sorprendió más de lo que esperaba: allí había aparecido un hombre.
El corazón se le aceleró y la respiración se le agitó. La posición en la que estaba se asemejaba a la de un animal herido por la forma en que estaba retorcido sobre si mismo, con la cabeza entre los brazos y las piernas a la altura del pecho. Por la escasa luz de luna que entraba por la ventana abierta, Molly contempló su perfecta silueta dibujada contra el suelo, perfilando músculos y tendones que no había visto nunca en un hombre. A decir verdad, nunca había visto a un hombre desnudo, ni siquiera a su marido Steven, por lo que aquella majestuosa belleza en un cuerpo se le antojó la de un animal exótico.
Poco duró aquel embeleso, aquella fascinación por la curva de sus hombros y las dunas de sus costillas cuando el hombre empezó a moverse. Molly se cubrió con la sábana a modo de escudo, con un grito de alarma atascado en la garganta, observando como el desconocido se retorcía, como contraído por el dolor y, lentamente, como si le pesara el cuerpo, empezó a arrastrar las manos por el suelo, palpando su superficie. Molly observó entonces su ancha espalda, el surco de su columna vertebral, los músculos tensos y brillantes y como los brazos se le hinchaban al imponer una fuerza contraría a su propio peso para levantarse. Arqueó la espalda, como una bestia agazapada a punto de atacar, colocándose en una postura que permitió a la muchacha ver sus poderosas piernas y sus firmes nalgas. Con los dos pies afianzados y ligeramente separados, el hombre empezó a ponerse en pie, alzándose majestuosamente como una montaña, irguiéndose cuan largo era. Molly se mordió los labios para no dejar escapar un gemido de horror, pues el aspecto de aquel hombre, aunque absolutamente hechizante, también poseía un componente peligrosamente inquietante, pues era el hombre más alto, más robusto y más grande que había visto nunca. Y estaba desnudo. Le recordó vagamente a un atleta de los tiempos de los griegos, dónde especímenes absolutamente perfectos, semidioses entre mortales, realizaban todo tipo de proezas físicas. Los únicos hombres que Molly había visto como el que tenía delante eran los del equipo provincial de Rugby, una tarde que logró convencer a Steven de que la llevara con él. Y si bien el juego la había aburrido, se descubrió mirando a aquellos hombres más de lo que una damita como ella tenía permitido. No encontró violento el juego, aunque lo fuese, pero sí sumamente incómodo y perturbador, pues ella sólo había conocido hombres normales, personas elegantes de refinados modales que no soportaban mancharse las manos de barro o acabar enzarzando con otros cuerpos en un abrazo de oso con intención de inmovilizar al contrario.
En esas cosas estaba pensando cuando el hombre giró la cabeza para mirar a un lado y a otro, sin perder la postura tensa, las piernas separadas, los brazos a los lados del cuerpo con los puños cerrados y la espalda ligeramente encorvada. Los ojos de Molly ya se habían acostumbrado a la oscuridad y la luna ofrecía una fuente de luz francamente eficaz, pues la muchacha tuvo tiempo más que suficiente para contemplar aquella magnificencia hecha de huesos y músculos. La osamenta de aquel hombre, de aquel intruso, era tan rotunda y categórica que daba escalofríos. Sus manazas serían capaces de desmenuzarla sin problemas como si ella fuese un pequeño trozo de pan sin corteza. Y sus piernas, largas, esbeltas, como dos troncos de roble. Al contemplar la anchura de sus hombros y el robusto cuello, observó algo extraño en la cabeza. No pudo evitar que un gemido de pavor le brotara de entre los labios, llamando así la atención del intruso, que se giró lentamente hacia ella.
Molly no estaba preparada para eso. El desconocido le dirigió una mirada oscura por encima del hombro y lo que ella había visto de raro en las sienes del hombre, ahora pudo verlo dibujado con los trazos plateados de la luna: cuernos. Aquel hombre tenía dos cuernos que le brotaban de la frente y se retorcían hacia atrás, enroscándose cómo los cuernos de un carnero. Eran gruesos, rugosos y grandes. Molly quiso gritar, pero la mirada que el hombre le dirigió de perfil le trabó la lengua y le cerró la garganta. Cómo un animalillo asustado, la muchacha empezó a temblar, a tiritar como una hoja precariamente aferrada a una rama y mecida por el viento de otoño. Despacio, con todo el tiempo por delante, el hombre empezó a girar el resto de su cuerpo, sin dejar de vigilarla con la mirada, provocando así que el terror de Molly empapara las sábanas con su transpiración.
Su rostro no era de este mundo. A decir verdad, era un rostro humano, semejante al de una estatua de un dios clásico, pero a la vez no se parecía en nada a una cara que ella hubiera visto antes. Los rostros a los que ella estaba acostumbrada eran los que veía en sus paseos por el parque o las tardes de té, rostros delicados y señoriales, casi afeminados. Steven tenía un rostro hermoso, masculino, atractivo. Y este hombre de los cuernos también, pero también transmitía ferocidad, bravura, desenfreno, lujuria... un montón de cosas que Molly no había experimentado nunca.
El hombre dio un paso hacia a la cama y ella recuperó entonces la movilidad en las piernas. Saltó del colchón sin pensar, enredándose con las sábanas en las piernas, con el corazón desbocado por el terror. Con la torpeza que concede el pánico y la desesperación, Molly cayó al suelo temblando, aterrizando contra el frío suelo de piedra, para luego levantarse a trompicones para emprender la huida. Apenas hubo recorrido un metro cuando una de las enormes manos del hombre de los cuernos la agarró del brazo con firmeza, pero con una suavidad exageradamente antinatural que le impidió seguir corriendo, no por la fuerza que él ejercía, que no era mucha, sino por la descarga que le recorrió el cuerpo cuando la aspereza de la yema de sus dedos le acarició el brazo. En contraste con su delicado brazo fino y pálido, la mano era oscura, tosca y fuerte, con que apretase ligeramente, Molly supo que le fracturaría los huesos del brazo. Un sudor frío e incómodo le bajó por las sienes, por la nuca y el cuello y jadeó presa del terror. El desconocido tiró delicadamente de su cuerpo para atraerla hacia él. Molly agachó la cabeza, con las rodillas a punto de doblarse por el peso del miedo y gimió horrorizada, en un amago de súplica que ni siquiera fue capaz de expresar en voz alta. El hombre de los cuernos le levantó el rostro para que le mirase a los ojos, obligándola a perderse en ellos y le sonrió con gratitud.
—Gracias, Molly, por liberarme de mi largo encierro —dijo. Su voz era grave, era como agua caliente en invierno, como el rugido de una bestia. A Molly le retumbó en el estómago, como un cañonazo, estremeciéndola con mayor violencia. Tardó unos segundos en entender sus palabras y le llevó casi un minuto asimilar que aquel hombre con cuernos la había llamado por su nombre.
—¿Cómo sabes mi nombre? —acertó a decir, sorprendida de poder hilar una palabra con otra y no balbucear como si se hubiera olvidado de hablar.
—Lo sé —fue su respuesta, arrogante, soberbia, sugestiva.
El silencio que siguió tensó los nervios de Molly como cuerdas de piano. Paralizada por el miedo y por la mano del hombre, empezó a ser consciente de su fisicidad, del espacio que ocupaba no solo en la habitación sino del que ocupaba cerca de ella, de la forma en que el aura que desprendía comenzaba a invadir su propio espacio vital y sobre todo, fue consciente del calor que entumecía sus miembros, irradiando desde los puntos dónde sus pieles se tocaban. El hombre presionó entonces los dedos bajo su barbilla, alzándole todavía más el rostro para poder inclinarse sobre él, pues su altura era muy superior a la de ella. Molly contuvo el aliento a medida que él se aproximaba, a medida que los labios descendían al lento encuentro delos suyos para cubrirlos. Aquella proximidad hizo que el cuerpo de Molly tuviera que acercarse aún más al cuerpo del hombre de los cuernos hasta que la tela del camisón acarició la piel de él. En ese momento Molly se dio cuenta de su propio cuerpo, de que estaba exaltado, a flor de piel, tembloroso y al acercarse tanto sus pechos, siempre ocultos bajo tres o cuatro piezas de ropa y un corsé, se apretaron contra el muro que era el tórax del hombre. Aquello la sobresaltó y emitió un jadeo de asombro, suspiro que el intruso inhaló justo antes de besarla con suavidad. Tan solo fue una ligera presión de labios, una transmisión de calor mediante contacto, pero para Molly fue el beso más ardiente que nadie le hubiera dado.
Cuando apartó los labios de su boca, el hombre posó las manos sobre sus hombros para deslizarle el conjunto que usaba para dormir. De pronto Molly, que del mismo modo que no había visto nunca a un hombre desnudo tampoco se había desnudado para nadie, sufrió un ataque de pudor y se cubrió el cuerpo con los brazos, alejándose un paso del hombre de los cuernos. Él se quedó dónde estaba, con una sonrisa prendida en los labios.
—¿Vergüenza a estas alturas? —preguntó—. Ya he visto tu cuerpo desnudo, permíteme verlo de nuevo sin ningún velo de por medio.
—¿D—desnuda? ¿C—cómo dices? ¿D—desnuda yo?
Sus torpes preguntas la avergonzaron incluso a ella. Se aferró con mayor fuerza a sus ropas, ocultándose aún más ante el hombre a pesar de llevar un grueso camisón largo hasta los pies y un batín para combatir el frío. También lo hizo para aliviar el hormigueo que sentía en los pechos, los sentía tirantes, estremecidos. Los apretó contra sus brazos para que dejaran de dolerle.
—Tu rubor resulta encantador, Molly. ¿No recuerdas que anoche te acariciaste delante del espejo del baño? Así es cómo me liberaste, masturbándote desnuda frente al espejo dónde yo estaba preso.
Molly sintió una oleada de vergüenza tan física que se le enrojeció todo el cuerpo. Ella era una buena chica, siempre había sido una buena chica, siempre había sido correcta y decente y nunca había tenido pensamientos impuros porque eso era pecado. Pero anoche había hecho algo terrible y, por lo visto, había liberado a un monstruo. A un monstruo lujurioso que ahora quería desnudarla y hacerle a saber qué cosas.
—Fue una visión celestial, la forma en que estabas arrodillada, con las piernas abiertas, mirándote, explorándote en el reflejo del espejo. Y tu mirada curiosa paseando por tu propio cuerpo desnudo, fascinada por la forma en que tus dedos se humedecían cuanto más te acariciabas, descubriendo esas partes dónde un roce te provoca escalofríos...
—¡Cállate!
—...Y encontrando esa cavidad dónde debe reposar un hombre.
—Por amor de Dios, ¡no sigas!
—...Y cómo introdujiste tus dedos, palpando las paredes resbaladizas de tu sexo, temblando de gozo al sentir el placer que eso te producía.
Molly se cubrió los oídos con las dos manos y sacudió la cabeza, negándose a escuchar en voz alta la descripción de sus propios actos. Sí, lo había hecho, pero se negaba a admitirlo. Justo después del orgasmo que la había atravesado se había sentido tan culpable y tan irritada que le había gritado a Steven cuando él regresó a casa, dejándolo estupefacto en la mesa del salón dónde cenaban y luego subió a su habitación a llorar con tal desconsuelo que incluso llegó a asustar a su marido, que se acercó para consolarla. Pero Molly lo echó con cajas destempladas y Steven se marchó derrotado sin saber qué estaba ocurriendo.
—Fue tu placentero gesto lo que rompió las cadenas de mi encierro —acabó el hombre de los cuernos, agarrándola delicadamente por las muñecas para que apartara las manos de los oídos. Molly frunció los labios y cerró los ojos, negándose a escuchar la voz del intruso, deseando poder gritar para que Steven viniera a rescatarla—. Así que te doy las gracias, Molly, y cumpliré con lo prometido.
Cubrió su rostro con las dos manos y la besó, invadiendo su boca como el disparo de una flecha. Molly gimió por la impresión cuando sintió la lengua intrusa acariciar la suya propia, humedecerle los labios, rozarle los dientes y llenarla de gozo. Una llamarada surgió de la boca besada para descender por el resto de su cuerpo, inflamándole los sentidos y las entrañas, provocando que toda su piel se erizara. Se aferró a los brazos del hombre con la intención de apartarlo de ella, pero a medida que su beso tomaba posesión de su boca, hundiéndose más y más, hasta lo imposible, Molly se quedó sin aire para respirar. Resopló por la nariz al verse privada de oxígeno y su estado de nervios fue en aumento, porque no conseguía alejarse del cuerpo y de la boca del intruso, que acariciaba toda su cavidad regalándole caricias lujuriosas y oscuras promesas. Sintió sus manos recorrerle el cuerpo, una subiendo por la espalda para agarrarla de la nuca, enredando los dedos a su cabellera para afianzarla más a su boca y la otra recorrer la curva de su cintura y su cadera, subiendo lentamente la falda de su camisón para acariciar su piel. Molly gimió con más insistencia, una suerte de protesta que no hizo cambiar de opinión al hombre de los cuernos, que finalmente logró que su mano tocara la piel desnuda de su muslo. El fuego que sintió Molly en la pierna le entumeció todo el lado del cuerpo y el corazón saltó del pecho hasta golpearse contra las costillas. Clavó los dedos en los fuertes brazos del hombre, incluso las uñas, en un intento por apartarlo de ella, pero no cedía y la mano intrusa debajo de su ropa trazó suaves caricias a sus nalgas, su cintura y, subiendo poco a poco, delineando sus costillas, rozó el contorno de su pecho.
Solo entonces el hombre se separó de sus labios. Molly expulsó el aire contenido y jadeó para recuperar aliento, con el corazón desbocado y la desesperación a punto de saltarle del pecho. Un dolor indescriptible se había instalado entre sus muslos, un dolor que había sentido muy pocas veces y que anunciaba el crecimiento de la excitación. Fue consciente de la humedad que resbaló entre sus muslos desnudos y la vergüenza quiso plantar batalla al deseo que crepitaba en sus entrañas. Este extraño hombre con cuernos desprendía un calor abrasador y sus manos, ásperas y duras, le regalaban caricias indecentes. La mezcla de terror y frustración amenazaba con desbordarse, con arrasar todas sus defensas y sus intentos por evitar que cualquier emoción inapropiada brotara salvajemente. Observándola en la oscuridad, el hombre le regaló una caricia en la mejilla, que aunque suave, para Molly fue ardiente y salvaje. Gimió con mayor escándalo cuando la mano bajo su camisón le cubrió un pecho por entero, presionando para prodigarle ligeros apretones con estimulantes resultados, arrancándole un ahogado lamento cuando toqueteó su dolorida cima.
Molly se preguntó qué estaba ocurriendo, por qué no podía apartar las manos de ese hombre, por qué su cuerpo desnudo la atraía como no debería atraerla. Era un extraño, era un ser extraño, ¡tenía cuernos, por amor del Cielo! Estaba asustada, estaba horrorizada, pero la adrenalina que recorría su cuerpo era el combustible perfecto para un anhelo siempre reprimido. Perdida en un razonamiento sin sentido, la caricia sobre su pecho hinchado llenó su vientre de deseo y sus muslos de humedad. Apartó la mirada de la bestia cornuda con forma de hombre, deshaciéndose lentamente con aquella caricia tan simple, pero tan íntima y pensó en Steven, en lo mucho que a él le gustaría hacerle aquello mismo, en lo mucho que le gustaría verla desnuda. Pero Molly nunca había accedido a dejarse llevar por el pecaminoso camino de la sexualidad, en sus labores como esposa no tenían lugar aquellas cosas y en el fondo se sentía culpable por no complacer a Steven, el cual la adoraba y le concedía el espacio que necesitaba. Y anoche, ella, la recatada y pura Molly, que apenas había tenido contacto con su marido salvo en las ocasiones en las que la situación era insostenible, se había dado placer a si misma para aliviar un tenso dolor entre sus piernas, un dolor que no deseaba mostrar a Steven por vergüenza, para que él no pensara que ella era una mujer indecente. Y ahora estaba siendo tocada por un demonio, por un hombre desconocido que la tocaba como la tocaba Steven, que la excitaba como Steven, que quería lo mismo que Steven. Y no parecía tener fuerzas para resistir el placer que sentía, no podía seguir reprimiendo el deseo, ese deseo que se derramaba entre sus piernas y resbalaba muslos abajo, hasta las rodillas.
El intruso la besó de nuevo, acariciando su pecho con reverencia y dedicación y Molly sintió que ardía, que el pecho se le quemaba. Un duro apretón sobre su cima envió un calambre a su sexo, a un punto de su sexo que latió como un corazón, aturdiéndola y doblándole las rodillas. El hombre la sostuvo por la nuca, abandonó las caricias a su pecho para rodearla con un fuerte y musculoso brazo alrededor de la delicada curvatura de la cintura, haciendo que la piel de su torso entrase en contacto con la piel del cuerpecito de Molly. Ella sintió en el estómago, sobre su monte de Venus, lo que nunca había visto antes: el miembro masculino, duro y caliente, del hombre que la estaba tocando. Sabía que eso acabaría tarde o temprano metido en la cavidad de su entrepierna y que al principio le haría daño, luego resbalaría y finalmente le provocaría una oleada de éxtasis que culminaría con un estallido de ardiente líquido dentro de ella. Eso que Steven había hecho tantas veces para hacerla gozar pero que ella se había cuidado de disimular por miedo. Ahora lo deseó, deseó a Steven, deseó que ese miembro que sentía entre su cuerpo y el del hombre fuese de Steven; deseó, incluso, verlo con sus propios ojos y tocarlo con sus propias manos.
Sintió una caricia entre sus nalgas que la hizo gemir y al instante todas sus defensas se vinieron abajo. ¿A quién quería engañar? Llevaba años negándose el placer, horrorizada por las consecuencias que eso pudiera tener, por temor a que alguien la juzgara impura, pecaminosa, lujuriosa. Sí, era lujuriosa, le gustaban los hombres, le gustaba soñar con ellos, le gustaba hacer el amor con Steven aunque fingiese lo contrario y ahora deseaba poner su cuerpo a disposición de Steven para que él hiciese lo que quisiera. Quería ser su esposa y su amante... se sentía profundamente arrepentida por todo el tiempo perdido y, sobre todo, por el dolor que le había causado al acusarle de un montón de cosas horribles.
Molly aflojó los dedos alrededor de los brazos del intruso y se entregó a su beso y a sus caricias, deslizando las manos por sus brazos, deleitándose con el tacto, excitándose con el contorno de sus duros músculos, sintiendo la tensión de sus hombros. Pero sobre todo se sentía excitada por sus cuernos, por esas protuberancias sobrenaturales que le provocaban un morbo indescriptible. Le acarició las mejillas y subió las manos hasta su frente, agarrándose a los cuernos con firmeza y sintiendo una oleada de placer tan intensa que se convulsionó, frotando de forma inconsciente su estómago sobre el miembro del hombre. Escuchó un gruñido ronco que surgió del pecho masculino y reverberó en su propia boca y aquello la volvió loca. Oh, Steven, cuánto desearía tener a Steven allí, viéndola desnuda y deseosa. El hombre de los cuernos dio un paso hacia delante, sosteniendo su cuerpo para hacerla caminar de espaldas y la levantó sin esfuerzo para depositarla en un extremo de la cama. Molly se aferró a su cuerpo incapaz de separarse, deseosa de seguir sintiendo aquel contacto abrasador, sujetándolo por los cuernos, un con cada mano, para besarle con avidez y deseo, con desmedida necesidad. La postura sobre la cama permitió a Molly rodearle las caderas con los muslos y apretar contra ellas, gimiendo de desesperación. El hombre acarició sus piernas y, del mismo modo que ella le sujetaba los cuernos, él la sujetó por los tobillos.
La obligó a doblar las rodillas y mantener las piernas separadas, un gesto brusco para una postura indigna, indecente, escandalosa. El deseo alcanzó su punto más alto cuando el miembro le acarició los hinchados labios, buscando su entrada. Molly fue penetrada con un único y lento movimiento, tan inesperado que la hizo gritar, descompuesta por la magnitud de lo que invadía su cuerpo. Steven no era tan grande, no era tan voluminoso, según ella recordaba. Sintió dolor, un dolor lacerante que a su vez se transformó en gozo absoluto, en dulce calvario, éxtasis pleno por verse invadida con lenta violencia, pues sintió cada centímetro de intrusión abriéndola sin misericordia, haciendo que su pequeño cuerpo albergara un monstruoso miembro que acabaría por romperla. Él era grande en todos los sentidos, su cuerpo, sus manos, su pecho, su pene... y cuando ella pensó que ya no podía seguir conteniendo su dura erección, realizó el camino inverso para desenvainarse y penetrarla de nuevo, más rápido y con mayor contundencia. Molly gritó de éxtasis, aferrándose a los cuernos y con todo el cuerpo tenso de deseo.
El hombre realizó el mismo movimiento, penetrándola con mayor profundidad, hundiéndola en la cama y en las mieles de la satisfacción absoluta. Y por tercera vez salió y entró, y Molly gimió absolutamente agradecida y complacida, buscando aire para llenarse los pulmones de placer, aspirando el aroma que él desprendía, a la vez que acariciaba los cuernos estriados, porque la sensación en los dedos aumentaba su propio deleite. Fue entonces cuando supo que no había forma de parar el torbellino de emociones, con metódico vaivén, el intruso penetró su cuerpo una y otra vez, llenándola con su tamaño hasta dejarla con una sensación de plenitud absoluta. Sentía su dureza, su calor, cada centímetro de firmeza rozando la íntima cavidad, hasta que de pronto su corona tocó un punto dentro de ella que la catapultó a las estrellas. Y entonces el hombre se centró en volver a tocar ese punto cada vez que se hundía entre sus piernas, presionándola sin compasión, empujándola hacia el precipicio del orgasmo. Molly no se resistió esta vez, no podía, se retorcía bajo el enorme cuerpo y movía las caderas para ir a su encuentro, gemía lastimeramente para aliviar el placer y acariciaba sus cuernos de manera febril, excitándose aún más con el roce de sus irregulares formas. El sudor empañaba su piel y resbalaba por su vientre, los muslos empezaban a desollársele por el roce y su sexo palpitaba de impaciencia, llevándola a un estado de salvaje frenesí, hasta que fue consciente de que llegaba al final.
Molly estalló de pasión y sufrió un violento espasmo que la dejó paralizada durante interminables segundos. Se agarró a los cuernos como si estos fuesen su medio de salvación, pero no logró sentirse a salvo cuando empezó a temblar sin control, atravesada por relámpago de un orgasmo furioso y descarnado, siendo plenamente consciente de las contracciones de su sexo apretándose al miembro duro como el acero que continuaba golpeándola sin descanso, con un ímpetu arrollador. Molly gritó una y otra vez, con los ojos llenos de lágrimas, el cuerpo tembloroso y enardecido, asustada de que aquello no tuviera fin cuando se prolongó hasta lo indecible. Suplicó sin poder enhebrar palabras coherentes, pero no sabía qué deseaba, si que aquello no cesara nunca o que terminara por fin para sentir alivio. El hombre de los cuernos entró en ella con una poderosa embestida y un calor abrasador caldeó sus entrañas, y supo entonces que él también había alcanzado el clímax por la forma en que se hinchó dentro de ella para después derramar en abundancia su preciada carga.
Molly estaba ciega, sorda y apenas sentía otra cosa que el cuerpo del hombre sobre el suyo y los cuernos en sus manos. No se sintió culpable por lo que acababa de hacer, no tenía sentido, porque seguramente aquello era producto de un sueño de su mente enferma de sexo. Ni siquiera aceptó que la sensación de vacío que experimentó cuando su amante abandonó su cavidad fuese real, porque era un hombre con cuernos el que acababa de fornicar con ella; y tampoco le dio importancia a la humedad que resbaló por sus muslos y manchó las sábanas, como tampoco quiso hacer caso al hecho de tener el camisón subido por encima de los pechos. Lo siguiente que Molly recordaría, por tanto, fue despertar sola en su habitación, sacudida por unos incontrolables espasmos, producto de un orgasmo soñado con un hombre con la complexión de un dios y cuernos de demonio, en el mismo lugar de la cama dónde había pecado con él.
Bajó del colchón con las piernas temblando, un agudo dolor entre los muslos que le resultaba terriblemente placentero, igual que el hormigueo en sus entrañas la hacía gemir de entusiasmo. Se recolocó el camisón y caminó descalza por la habitación, abandonándola sumida en un letargo de placer que parecía hacerla gravitar a varios centímetros por encima del suelo.
Steven se encontraba en el salón, hundido en su sillón de siempre, contemplando las llamas de la chimenea, sosteniendo una copa de brandy junto a su cabeza. Tenía el rostro demacrado por la desesperación, la expresión del que ya no sabe qué más puede hacer para poner solución a un problema y con cada trago de alcohol que daba, su estado de ánimo se sumergía en un mar de impotencia. Sabía que su esposa, Molly, fingía no disfrutar con él para evitar que la juzgara impía y Steven había sido incapaz de ofrecerle no solo consuelo en los momentos oportunos, sino las palabras necesarias para liberarla de sus fuertes convicciones morales Debió haber hablado cuando su relación aún estaba fresca, antes de empezara a germinar la frustración en el alma de Molly. Era una chica encantadora, sensible y dulce, pero había crecido con una madre neurótica y unas hermanas mayores igual de insoportables, que no la dejaban hacer nada fuera de lo establecido, que siempre la estaban vigilando, controlando, menospreciándola. Y Steven pensó que la salvaría de aquel infierno si conseguía cortejarla y ganarse el favor de su madre para casarse con ella y sacarla de allí. Pero una vez la tuvo en casa, en su cama, descubrió que no iba a ser tan fácil que se dejara llevar por sus deseos, pues el veneno que su familia había vertido en sus jóvenes e ingenuos oídos había arraigado como una mala hierba en su sensible corazón.
Tomó un nuevo trago de brandy, pensando qué quizá lo mejor sería pedir ayuda. Lo que había ocurrido la noche anterior había sido horrible. Le había regalado un espejo, una preciosa pieza ovalada con un marco dorado para que se sintiera hermosa cuando se mirase en él. Molly se había mostrado contenta por el regalo y lo había instalado en su habitación, dónde se había pasado horas mirándose y admirando a su vez al espejo. Steven la dejó feliz con su regalo y cuando regresó de trabajar, se topó con una Molly cambiada: irritada, enfadada y con un rubor en las mejillas que no supo interpretar. Y ahora él estaba allí, con una copa en la mano, reflexionado sobre si prefería masturbarse pensando en Molly o beberse la botella entera hasta lograr perder el conocimiento. Amaba a su esposa, deseaba poder acariciarla, besarla, desnudarla y tocarla por todas partes, pero ella no se dejaba. Ni siquiera se quitaba la ropa cuando hacían el amor y luego se apartaba de él como si la hubiese ultrajado. Y eso le dolía en el alma.
—Steven...
La voz de Molly lo arrancó bruscamente de sus reflexiones. Se levantó de un salto, sorprendido de verla allí a horas tan intempestivas. Fue una mala idea, inmediatamente sintió el efecto de la bebida en su cabeza y todo le dio vueltas.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó una vez emergió de las brumas de la embriaguez.
—Quiero que me hagas el amor.
Steven pensó que había bebido más de la cuenta y que no la había escuchado bien. Sacudió la cabeza para acabar con el aturdimiento y se esforzó por concentrarse en Molly. Llevaba su camisón blanco largo hasta los pies, cerrado al cuello, con las mangas hasta las muñecas como exigían las normas de etiqueta. Tenía el pelo alborotado, la trenza que se hacía para dormir deshecha y un rubor intenso le iluminaba las mejillas. Un aspecto completamente diferente al que él había visto cuando discutieron.
—¿Qué has dicho?
Ella vaciló y Steven supo que había metido la pata una vez más. Tenía que actuar antes de que ella se apartase de él y se encerrase en si misma, así que dio unos pasos hacia Molly, enfocándola con la mirada enturbiada. Deseó estar sereno para atenderla como ella merecía, pero para eso tendría que esperar unas horas y eso no podía ser, porque ella quería hablar ahora y él debía afrontar lo que ella quisiera.
—Quiero... que me hagas el amor, Steven —repitió con sensual lentitud.
Sí, había escuchado bien y saberlo provocó un efecto físico en él tan inmediato que tuvo que sostenerse en el sillón para no caerse redondo al suelo. Sintió la cercanía de Molly y sus delicadas manos sobre sus brazos, transmitiéndole un calor abrasador. Luego sintió que caía sobre el sofá y sin ser del todo consciente de lo que sucedía, sintió a Molly subir encima de él, cogiéndose los bajos del camisón. Se despejó al instante y se quedó mirando a su esposa, confuso, aturdido y demasiado bebido para llevar las riendas de una situación tan insólita como aquella. ¿Era todo esto producto de su imaginación? ¿Acaso era la fantasía que había elaborado para masturbarse y ahora todo parecía real por culpa del alcohol? Pero los labios calientes y blandos de Molly eran muy reales, igual que su sabor, igual que la humedad de su boca y la timidez de su lengua cuando la introdujo entre sus dientes. Steven se agarró a los brazos del sillón, consciente de que si se dejaba llevar podría volver a herirla.
—Molly... mi amor —susurró tratando de luchar contra el brandy que empezaba a hacerle efecto en la sangre—, estoy borracho.
Ella emitió una risa, tan hermosa que envió un calambrazo de placer justo a su entrepierna y el dolor que sintió fue abrumador.
—Sí, sabes a brandy... tu boca sabe a azúcar, Steven —gorjeó ella. Steven se desmoronó y la agarró de los brazos con fuerza.
—No quiero hacerte daño... no ahora. Por favor, Molly, no sé si podré controlarme.
—Házmelo —pidió Molly—. Hazme daño, no te controles, quiero sentirte dentro de mi, quiero sentir como me llenas. Steven...
Pero Steven ya no pudo controlarse.
Me que quedado blanca con el final, muy bueno paty ;)
ResponderEliminarme ha encantadoooo*-* he leido varios y aa fascinada *-*
ResponderEliminarsaludos
¡Buf! ¿y cuándo dices que me ibas a regalar ese espejo? XD
ResponderEliminarMuy requetebueno
ResponderEliminarBesos
Genial, Paty! La verdad que me gusta mucho cómo escribes y lo bien que describes y desarrollas las escenas. Como si estuviéramos ahí...
ResponderEliminarUn besote!
Genial Paty, eres una Ama de la escritura erótica. Me ha encantado y espero pronto leer un encuentro a tres bandas...tienes una forma sublime para describir las escenas y para reflejar los sentimientos ... Besos.
ResponderEliminarHola Paty, me ha gustado mucho el relato, sobre todo el final, no me lo esperaba. Me he quedado con ganas de saber que hacía Steven ahora que no se controlaba jajaja.
ResponderEliminarPor cierto, soy Jessi, nos conocimos en el RA de Santa Pola. Un besote y no pares ;-)