Conductas
Como cada jornada, sobre las nueve, Ámber regresaba a casa. Utilizaba la línea de metro número 3, cuya duración era de veinticinco minutos y que siempre pasaba por la estación a las nueve y diecisiete. Eso le daba tiempo a comprarse algo de comer en la tienda de la esquina, normalmente un croissant, que mordisqueaba con calma mientras paseaba hacia el andén. Aquella noche llevaba un libro bajo el brazo, una nueva lectura que empezaría en cuanto se diese una ducha, se pusiera el pijama y se metiera en la cama. Pensando en si estaría demasiado cansada para leer diez páginas o un capítulo entero, subió al metro, que siempre estaba lleno a esas horas, y buscó un lugar dónde sentarse; casi nunca había un asiento libre, pero no perdía nada por comprobarlo.
De pronto, le vio entre la gente. Se sobresaltó cuando sus miradas se encontraron y bajó la vista al suelo. Él estaba allí, como cada noche, en el vagón de metro de las nueve y diecisiete de la línea número 3...
Vestía ropa deportiva, lo que significaba que, del mismo modo que Ámber regresaba a casa del trabajo, él volvía de su entrenamiento diario. Esa noche se había calado la capucha de su sudadera hasta la frente y entre sus pies, en el suelo del vagón, descansaba una bolsa de deporte, protegida por dos piernas robustas y firmes. Con la mano derecha se sujetaba a la barra de seguridad del vagón, manteniéndose completamente rígido a pesar del traqueteo, inamovible como una estatua; la otra mano descansaba dentro del bolsillo del holgado pantalón. Ahora no se le veía el pelo, pero Ámber sabía que lo tenía rapado y ayer ya le había crecido un poco; tenía casi medio centímetro de longitud, pudiendo apreciarse el color, castaño oscuro, un matiz que a Ámber le recordaba al color de su propio nombre.
Con un suspiro, clavó la mirada en sus zapatos, unas incómodas bailarinas con un estampado floral vintage en negro y rosa. Lo que no era capaz de entender era cómo lograba estar en el mismo vagón que ella, era imposible coincidir tantas veces, noche tras noche, en el mismo sitio, a la misma hora, al mismo tiempo. Las casualidades no existían. Por eso creía que él la seguía y la acosaba porque quería abusar de ella. Estaba segura. No tenía nada que ver que él viviera en su misma calle y tuviera que utilizar la línea 3; no había otra explicación posible al comportamiento de ese tipo, esa conducta tan impropia de una persona normal y corriente. Ese hombre estaba enfermo, tenía un problema. No había otra explicación a lo que había hecho delante de su ventana. A lo que hacía todos los días delante de la ventana, exponiéndose de esa forma tan descarada y sucia. Lo peor es que había sido la propia Ámber quién le había dado pie a hacerlo, sonriéndole como si de verdad le interesase, como si quisiera algún tipo de rollo con él, con una sonrisa tonta que podía interpretarse como “fóllame esta noche y olvídame por la mañana” y unas miradas de hambre que ni ella misma se creía capaz de poner. Y no debería estar mirándole ahora, debería mirarse los zapatos y contar las flores que había en ellos; no debía caer en la tentación de desviar los ojos y recrearse en su fornido cuerpo de atleta. Ya debería haberse acostumbrado a verle y, por tanto, olvidarse de que existía; para ella, él sólo debería ser un mueble más, formar parte del decorado del metro, un ser completamente invisible. Pero con ese tamaño, esa envergadura, esos músculos tan grandes y fornidos que parecían estar esculpidos en un pilar de mármol resultaba imposible que pasara desapercibido incluso vestido y era difícil no fijarse en él. Y él sabía que llamaba la atención, y le gustaba exhibirse. Le gustaba mostrarse ante ella y le gustaba ella lo mirase. Por eso siempre dejaba las ventanas abiertas y se paseaba desnudo por la casa, mostrándole su cuerpo, tentándola. Ámber apretó los labios sin dejar de mirarse los pies y cerró los ojos. Al instante apareció aquella imagen, la de ese hombre, ese gigante de pelo ambarino con los músculos tensos y gruesos, los tendones marcándose sobre una piel brillante por el sudor del esfuerzo.
Antes de generar ninguna fantasía, en su mente cerró la puerta que él quería abrir a empujones y se forzó a pensar en números, en matemáticas, en algún principio físico de teoría de cuerdas. Se puso de cara a las puertas de entrada al vagón para darle la espalda creando una barrera entre ellos, así no caería en la tentación de mirar entre sus piernas lo que una vez había visto y ya no podía olvidar. El pantalón de su chándal gritaba, la llamaba, reclamaba su atención; podía adivinar perfectamente la curva de su grandeza que incluso en reposo la abrumaba. La holgada tela parecía marcar con claridad lo que escondía bajo ella y Ámber sabía, por haberse quedado mirándolo en más de una vez, que no llevaba nada debajo. Había mucha libertad de movimiento cuando cambiaba el peso de una pierna a otra, cuando se balanceaba con el traqueteo del tren o cuando afianzaba las piernas para proteger su bolsa de deporte. Podía intuirlo como si fuera desnudo. Se mordió el labio y apretó el libro contra su pecho, cerrando los ojos con más fuerza.
Sintió que le ardía la nuca. Él la estaba mirando, la vigilaba, se había dado cuenta de que ella lo había estado observando. Otra vez. Ámber tragó costosamente y se agitó nerviosa, tratando de acelerar el tiempo o la velocidad del metro para llegar antes a casa y esconderse de él. Se sentía desnuda en su pequeño rincón, observada. Seguro que la estaba mirando. Ella hacía exactamente lo mismo, pero a diferencia de él, ella no caminaba desnuda por la casa con las ventanas abiertas. Se había jurado a si misma que no volvería a recrearse en aquel recuerdo y mucho menos teniendo al protagonista tan cerca. Respiró hondo y se dispuso, como cada a noche, a soportar los veinticinco minutos de viaje notando la mirada del gigante de pelo rubio clavada en la nuca. Aunque en realidad no le estaría mirando la nunca, sino el trasero, disfrutando de las cosas que deseaba hacerle a sus nalgas. Saberlo, saber que él estaría fantaseando con su culo, por alguna razón inexplicable, provocaba convulsiones entre sus muslos y un humillante hormigueo en su parte trasera, a la altura de los riñones. Volvió a respirar muy hondo y dejó salir el aire por la nariz, muy despacio, lentamente, concentrándose en su propia respiración. Repitió la operación una vez, dos veces, escuchando el traqueteo del vagón sobre las vías, el ruido del viento cortándose dentro del túnel, el chirrido metálico de los raíles. Se estremeció, aquella mezcla de sonidos era escalofriante. Abrió los ojos. Contuvo el aliento. Él estaba detrás de ella.
No necesito darse la vuelta, podía verlo por el reflejo de las ventanas del vagón. Se había quitado la capucha de la sudadera y ahora podía verle la cara, aunque los ojos permanecían en sombras. Aquel era el primer acercamiento después de un mes de acoso, ¿cómo debía reaccionar? Tenía que gritar y apartarse de él, tenía que alejarse, evitar que la tocara, que le metiera mano; pero en lugar de hacer todo eso, se aferró a la barra de seguridad con más fuerza para evitar caerse redonda al suelo de la impresión. Podía notar su calor en la espalda, en toda la espalda y en el trasero y pensar en que estaba tan cerca de sus nalgas le provocó una incontrolable fiebre, un espasmo de lujuria de tal magnitud que le resultó humillante. Se mordió los labios y el pinchazo de sus dientes derribó su defensa mental, provocando que la puerta que ella quería mantener cerrada en su mente se abriera de par en par y el recuerdo entrase como una tromba. Deseaba lo que había a poca distancia de sus nalgas porque lo había visto, duro e hinchado, en las manos de su dueño cuando él se masturbó delante de la ventana y desde entonces lo había deseado con locura.
Hacía semanas que había reconocido al chico del vagón como el muchacho que vivía en el edificio que había al otro lado de la calle -un estrecho callejón oscuro- y al mismo tiempo él la había reconocido a ella como la chica del vagón que vivía en la casa de enfrente. Fue un reconocimiento mutuo. Ámber lo vigilaba a escondidas desde el mismo momento en que él entró a vivir allí y miraba por la ventana para poder verle cuando entrenaba en el salón con el saco; la potencia con que golpeaba se transmitía a su estómago, cada puñetazo que él daba ella lo sentía entre las piernas. Luego dejaba de entrenar, con el cuerpo sudoroso y tenso y se daba una ducha, para después salir envuelto en una toalla cubierto por unas gotas de agua que ella deseaba lamer y chupar. No solo deseaba lamer su piel, saborear esas saborear esas saladas y aromáticas gotas, deseaba chuparlo, chuparlo todo, quitarle esa toalla y lamer lo que había debajo. Nunca pensó que le gustasen ese tipo de cosas, pero reconoció que sí le gustaría hacérselas a él. Hacerle muchas cosas y que él hiciera otras tantas, sucias, indecorosas, inclasificables. En realidad no era un modelo perfecto, todo músculo perfilado, como esos que salen en las revistas; tenía cuerpo de atleta, la espalda grande, los brazos delgados, la cadera estrecha y el torso plano. Su cuerpo estaba definido, pero sin llegar a marcarse del todo. Simplemente, era de complexión rotunda y su rostro no destacaba por ser hermoso. Pero era atractivo a ojos de Ámber y eso bastaba.
No utilizaba cortinas, dejaba las ventanas abiertas para que entrara el aire y ella podía observarlo todo a escondidas. Vivían en pisos distintos, pero las ventanas estaban a la misma altura. Por las mañanas lo observaba, un dios semidesnudo, y fantaseaba con él para después morirse de vergüenza cada vez que lo veía en el metro. Cuando llegaba a casa por las noches, se acercaba a la ventana y le observaba entrar, desnudarse y ponerse algo cómodo para dormir. Cuando él apagaba la luz, ella se daba una ducha y se acariciaba pensando en él hasta que, de puro horror, reprimía su propio orgasmo y se iba a la cama, frustrada, para seguir frotándose contra las sábanas sin conseguir el deseado alivio. Era una rutina tan excitante como martirizante. Anhelaba su cuerpo, su sexo, tenerle encima sintiendo todo el peso de su cuerpo. Y todo eso cambió el día en que la pilló espiándole. En verdad Ámber no sabía quién había estado vigilando a quién, pero aquel día supo que él había estado exhibiéndose a propósito y que ella se había rendido a sus encantos. Miró por la ventana a las cuatro y doce minutos de la tarde, como todos los días, unos instantes antes de salir de su apartamento para ir a trabajar; y él estaba allí, con la ventana abierta, desnudo, mirando justo dónde estaba ella. Ámber se quedó paralizada por la impresión, pero fue incapaz de apartar la mirada de los ojos de él, que la taladraban mientras con la mano derecha se acariciaba una gruesa y dolorosa erección. Tenía los músculos del cuerpo en tensión, el rostro endurecido en una mueca de lujuria y desesperación y su mano, grande y tosca, rodeaba un pene duro y rojo. Ámber no había visto nunca a un hombre hacer precisamente eso, nunca lo había encontrado erótico, pero era algo tan extraordinario que se quedó sin respiración; en lugar de apartar la mirada, desvió los ojos hacia su miembro y se humedeció los labios, deseando absurdamente metérselo en la boca. Sentirlo en los labios, en la garganta, llenándole las mejillas, colmándole la boca. Él aceleró las caricias, sosteniéndose en el marco de la ventana y tensando todavía las los músculos. Ámber, con los ojos como platos, observó detalles que normalmente no habría observado en un miembro masculino porque, para ser sinceros, un hombre desnudo con el miembro en alto le parecía una imagen un tanto ridícula; pero se fijó, por ejemplo, que su corona era de color púrpura, que pequeñas gotas caían de su punta roma, como lágrimas, derramándose entre los dedos que subían y bajaban. Era fascinante que él le estuviera dedicando aquel solo. Era jodidamente fascinante. De repente él gritó liberando su orgasmo, Ámber dio un respingo cuando su semilla se derramó sobre el alféizar de la ventana y la realidad le cayó como un jarro de agua fría, despertándola de su fantasía. Jadeando de ansiedad, salió corriendo de su casa y entró a trabajar para olvidarse de aquello. Saber las razones por las que había llegado diez minutos tarde aquella jornada empeoró mucho su concentración. Y toparse con él en el metro a las nueve y diecisiete de la línea número 3 fue la pero situación de su vida. Desde entonces, él había mantenido las distancias y se había limitado a observarla, acusándola en silencio de ser una mirona pero al mismo tiempo provocándola con sutiles insinuaciones.
Hasta ahora.
Ámber sintió que el corazón le golpeaba las costillas al tenerle, por primera vez, tan cerca. Realizó un sobreesfuerzo por controlar la respiración, estaba hiperventilando y podría gemir en cualquier momento. Él tenía el ceño arrugado, podía ver las líneas de su furia reflejadas en el cristal, sus ojos negros por la oscuridad le daban un aspecto aterrador. ¿Estaría enfadado por saberse espiado? ¿La denunciaría por invasión de la intimidad? ¿Le pegaría una bronca y la humillaría? ¿Y de quién era la culpa cuando él era un maldito exhibicionista, un pervertido sexual? Tendría que ser ella la lo denunciara por conducta escandalosa. De pronto sintió su mano en la cintura y Ámber emitió un gritito agudo antes de que la voz se le quedara atascada en la garganta. Un torrente de calor estalló en su piel y se expandió por todo su cuerpo, impactando en su vientre y descendiendo abruptamente hacia su sexo. Sin decir una sola palabra, la mano fue bajando por la cadera, por el muslo, hasta alcanzar el borde la falda. Ámber pensó que había elegido mal su vestuario para hoy, un vestido de verano de algodón, blanco con floreado a juego con sus bailarinas, con una ristra de botones en la parte delantera de arriba abajo; el borde le llegaba un palmo por encima de las rodillas. Pero también pensó que era el vestido perfecto para que él se lo arrancara de un tirón y la follara en condiciones extremas. En mitad de la calle. Delante de la ventana. Ante todo el mundo. A él no le llevó demasiado tiempo tocar su piel desnuda con la yema de los dedos y aquel contacto, aquella eléctrica caricia le nubló el juicio. Fue subiendo la mano por debajo de la falda hasta posarse sobre su cadera desnuda. Ámber apoyó la cabeza en la barra de seguridad, mareada al notar tanto calor y avergonzada por las reacciones de su cuerpo. Su mente trabajaba en una sola dirección y generaba oscuras fantasías, a cada cual más escandalosa y, a todas luces, ilegal. Él emitió un gruñido en su oído y ella supo las razones. Hacía días, semanas, que Ámber, en su locura personal, había decidido no usar ropa interior de ningún tipo. Él acababa de descubrirlo. Contuvo el aire en los pulmones y entonces él se arrimó un poco más hacia ella, hasta el punto de insinuarle lo excitado que estaba ante la revelación.
–Quiero follarte –declaró él en un quedo murmullo cerca de su oreja. Ámber se derritió y se aferró con mayor fuerza a la barra de seguridad, sintiendo la humedad resbalarle entre las piernas. Era uno de los inconvenientes de no llevar bragas, pero también una ventaja, porque no las empaparía. Lavar unas bragas y recordar porque las habías mojado era vergonzoso y humillante. Percibió que él también se había agarrado a la misma barra, con el puño debajo del de ella, con tanta fuerza que podría arrancarlo de su sitio. Con suavidad, le acarició la piel de su cadera con el pulgar, mientras le hablaba en voz muy baja, para que sólo ella pudiera escuchar lo que tenía que decirle. –Quiero follarte muy duro, tan duro que luego no puedas caminar derecha durante días. Quiero follarte despacio, tan despacio que desearás que me detenga y al mismo tiempo que no pare nunca. Quiero follarte por detrás y por delante; hundirme en tu culo, en tu sexo y en tu boca, todas las veces que sea posible. Quiero follarte por completo y oír como gritas mi nombre cuando te corres… Te quiero debajo de mí, mojada y temblorosa; cabalgando sobre mí, caliente y salvaje, retorciéndote… –hizo una pausa, su tono de voz era oscuro y ronco, le costaba seguir hablando. Algo en su forma de revelarle aquellas cosas la indujo a pensar que las había pensado mucho y puede que las hubiera escrito para después aprenderlo de memoria y soltárselo así. Ámber tragó con dificultad, ardiendo por dentro y por fuera, mirando fijamente el reflejo del desconocido en el vidrio. No podía adivinar la expresión de su cara, se moría de ganas de verlo, pero al mismo tiempo era incapaz de moverse de dónde estaba–. Quiero follarte de todas las formas que existen y luego inventarme otras para seguir follándote… Ahora... –gruñó frustrado, incapaz de hablar.
Movió la mano hacia abajo y Ámber se agarró a la barra de seguridad. El tiempo se detuvo para ella, avanzó lento, espeso como gotas de miel; sintió en cada centímetro de piel como las puntas de sus dedos, redondas y gruesas, acariciaban su monte de Venus y acariciaban justo esa zona de su sexo que se dividía en dos; avanzó hasta rozar su íntima semilla, la cogió con tres dedos y apretó y ella se mordió los labios para no gritar.
- Joder –maldijo sorprendido y con voz estrangulada. Ella tampoco esperaba que él le metiera la mano bajo la falda y descubriera su pequeño secreto. Se sonrojó, humillada. No solo no llevaba ropa interior, desde hacía días mantenía su sexo perfectamente rasurado. Por si ocurría precisamente lo que estaba ocurriendo ahora. No era tonta, albergaba esperanzas, alimentaba su fantasía y sentir el frescor entre las piernas y el roce de sus labios desnudos entre los muslos era tan excitante como mortificante, máxime cuando lo veía en aquel vagón y se frotaba las piernas para excitarse, imaginando, pensando, deseando que él le metiera la mano bajo la falda y la tocara. Ella también se daba placer, pero era más discreta.
Con un gruñido, el chico del vagón hundió la cara en su pelo y profundizó la caricia, agarrándola con tanta fuerza de la entrepierna que la hizo ponerse de puntillas. La apretó a su cuerpo desde la entrepierna, para que notara cuán duro se había puesto y el ramalazo de dolor por la presión ejercida le envió una onda de calor. Ámber había olvidado que estaban en un vagón repleto de gente, no le importaba nada, solo aquella mano abrasándola y separándole los labios para acariciar lo que anhelaba. Separó un poco las piernas y él, silenciosamente, la recompensó con unas caricias circulares alrededor de su clítoris que se inflamó hasta los límites del dolor. Ella ahogó un grito, casi un rugido, deseando con toda su alma correrse sobre su mano. Si él se pidiese, lo haría sin dudar; estaba al borde del colapso.
–Me vuelves loco –masculló el desconocido apretando los dientes–. No sé como todavía me funciona el brazo derecho…
Al instante, ella notó todo su brazo derecho alrededor de su cintura, un brazo que terminaba en una mano que no dejaba de empaparse, que resbalaba entre sus pliegues y que se movía frenéticamente silenciosa rozando su húmeda hendidura. Ámber no era capaz de hablar, solo de sentir. El vagón dio un fuerte bandazo y los movió a los dos del sitio; Ámber se agarró con las dos manos a la barra de seguridad, dejando caer el libro sobre la mochila del muchacho. Él apartó la mano con la que se sujetaba a la barra y la llevó a uno de sus pechos, que tocó por encima de la fina tela del vestido y cuando encontró su pezón, duro a causa de la lujuria que la recorría en oleadas, lo apretó con fuerza. Ámber recuperó la voz y chilló, pero rápidamente recordó dónde estaba y se tragó el grito. Aquella caricia no duró demasiado, sin dejar de masajear su convulso sexo, levantó la parte trasera de su falda por encima de los riñones. Ámber pudo sentir su caliente erección presionar entre sus nalgas, para después deslizarse hacia abajo con dificultad, pasando entre sus muslos hasta que la punta de su miembro le tocó el clítoris que él acariciaba con los dedos. Se escandalizó y se excitó a partes iguales, mientras puntitos blancos se formaban delante de sus ojos. Él abandonó las caricias y rodeó su estrecho cuerpo con los brazos, apretándose a ella lo más posible, sin moverse, respirando en su cuello. Ámber abrió y cerró la boca, queriendo decir algo, pero las palabras no le salían, porque lo único que podía sentir era como su sexo se mojaba y mojaba el sexo de él. Era como estar sobre una barra de hierro caliente. ¡Joder!. Se le entumecieron las piernas por la fuerza con la que trataba de permanecer quieta, moviéndose únicamente al ritmo del traqueteo del vagón, con la respiración agitada. Aquella caricia tan caliente dolía, dolía muchísimo. Al borde de la locura, Ámber reprimió la terrible necesidad de frotarse contra él para obtener alivio, del mismo modo que él se mantenía quieto. Pero podía notar que temblaba, que latía entre sus labios, al límite de su cordura; y ella también temblaba y estaba al borde de perder la compostura y empezar a retozar salvajemente en medio de toda aquella gente. ¿Nadie se daba cuenta? Ojala se dieran cuenta del deseo que los envolvía, se morirían de envidia si pudieran ver el deseo que sentían el uno por el otro, tan puro, tan sincero.
El vagón empezó a frenar. De pronto se detuvo y Ámber abrió los ojos cuando las puertas se abrieron. La gente empezó a salir y entrar y arrastrados por la marea, se separaron y sus sexos dejaron de estar en contacto. Aquello fue como romper el cable maestro que sostiene el puente, Ámber comprendió con horror lo que había ocurrido y el pánico se apoderó de ella. Había pasado lo mismo que cuando se lo quedó mirando mientras se acariciaba, se había comportado de forma indecente. Saltó al andén y empezó a correr hacia la salida, con la falda ondeando tras ella. No le importaba en absoluto si se levantaba con el viento y todo el mundo pudiera verle el trasero, lo único que quería era llegar a casa y encerrarse en el armario bajo llave. Perdió un zapato mientras subía las escaleras mecánicas de dos en dos, corriendo como alma que lleva al diablo, notando rápidamente el esfuerzo en el pecho, unos dolorosos pinchazos en el corazón y fuego en los pulmones. Salió a la calle oscura y mal iluminada, cruzó sin mirar la carretera y vislumbró el portal de su casa a un par de manzanas de allí.
Apenas podía respirar, faltaban unos metros, pero no fue capaz de llegar a casa y se desplomó. Unas manos impidieron que cayese al suelo y, mientras resollaba, sintió como las manos la arrastraban hacia el estrecho callejón que separaba los dos edificios.
–Respira –le dijo el desconocido envolviendo su rostro con sus grandes manazas. Ámber inspiro convulsamente y jadeó, con el corazón desbocado, sintiendo una fuerte opresión en el pecho. Dolor físico y emocional. No estaba muy acostumbrada al ejercicio físico y se había pegado la carrera más dura de su vida por alejarse de la locura. Sabía que tenía un problema de conducta, todo el mundo se lo había dicho, los médicos se lo habían dicho. Era propensa al mal comportamiento y estaba loca. –Respira hondo –insistió él, mirándola a los ojos, anclándola a la realidad, devolviéndole parte de cordura perdida. Él también se comportaba mal. Ámber se fijó en que el desconocido tenía los ojos como el color de su pelo: ámbar. Oro líquido. Él le gustaba. Le gustaba mucho. Quería besarle, tocarle, sentir su piel caliente abrasándole el cuerpo. Y él la correspondía, la miraba con deseo, con lujuria, con locura. Dos locos juntos. Ni siquiera sabía su nombre, pero, ¿acaso importaba cuando el deseo era tan inocente?
Su respiración se fue relajando, él también jadeaba por el esfuerzo, pero era una respiración controlada. Tenía la boca abierta para dejar pasar el aire y Ámber perdió la razón. Se lanzó hacia sus labios y lo besó con desenfreno, hundiéndole la lengua entre los dientes hasta rozar la suya. Él correspondió aquel beso de inmediato y luchó por el espacio que le pertenecía, imitando el salvaje arrebato de Ámber introduciendo también su lengua en la dulce boca de ella. Enredó las manos en sus cabellos, ella se aferró al poco pelo de punta que él tenía, gimiendo frustrada y se frotó a su cuerpo con desesperación. Él agarró el vestido y lo levantó con brusquedad hasta el cuello, exponiendo sus pechos a la fría noche. Agarrándola por la cintura y doblándola casi por la mitad, abandonó los tiernos labios de Ámber para abarcar su pezón, que lamió y araño con los dientes, tratando de llenarse la boca con la trémula carne de sus pechos. La lengua humedeció sus senos, su vientre, sus caderas; el desconocido cayó de rodillas ante ella para hundir la cara entre sus muslos y seguir lamiendo. Ya no había lugar para el decoro o la represión, Ámber emitió un gemido que cortó el silencio de la noche cuando el hombre pasó la lengua por su sexo y se aferró a su cabeza para apretarlo más. Las manos del desconocido le separaron los muslos, con un gruñido de satisfacción saboreó su sexo de arriba abajo antes de penetrarla inesperadamente con dos dedos. Ámber se convulsionó de inmediato, pegando tal brinco que de no haber tenido una pared detrás se habría caído y no reconoció que aquello que la recorría era un devastador orgasmo hasta que se dio cuenta que las caricias y los besos prolongaban la sensación hasta el infinito, transformando el placer en un tormento doloroso. Semanas, meses de reprimir el deseo que sentía y ahora él podía bebérselo, tragárselo, sentirlo en la boca. Era mejor de lo que había soñado.
Él apartó por fin la boca de su sexo y sacó los dedos. Con gestos bruscos, la hizo girar para ponerla contra la sucia pared de ladrillos y la agarró de las caderas. Ella todavía temblaba, pero gimió de gozo al notar como él la penetraba lentamente, de principio a fin, zambulléndose en su interior, llenándola con su calor y su grandeza. Era tan grandioso, tan maravilloso… Se movió hacia él y él no tardó en corresponderla con unas firmes acometidas que casi la levantaban del suelo, hasta el punto de tener que sostenerse sobre la pared con las manos, notando como elevaba los pies con cada embestida. Una y otra vez. ¡Más! Deseaba más de aquello. Podía escuchar sus gruñidos salvajes mientras hacía exactamente lo que había prometido, follarla tan fuerte, matarla de placer, que cuando terminase se habrían desollado mutuamente de tanto rozarse. Ámber nunca se había considerado una mujer ardiente, nunca había tenido inclinación por el sexo descontrolado, salvaje o apasionado, pero ahora estaba siendo sucia y escandalosa y lo estaba siendo de corazón, con tanta pasión que asustaba. Aquellas manos firmes la sujetaban de la cintura, el robusto cuerpo del desconocido chocaba contra el suyo, la colmaba de placer y se lo entregaba todo, empujando contra ella con fiereza y determinación, alcanzando lugares que nunca otro hombre iba a alcanzar jamás; recónditos rincones de su cuerpo y de su alma. Y ella así lo deseaba, del modo en que él se lo daba. Era perfecto. Jodidamente perfecto.
Perdió la noción de la realidad otra vez cuando él aceleró y ella se corrió sin control una y otra vez, mientras él empujaba hasta el fondo y se tensaba, crecía y estallaba como un volcán en erupción, abrasándole las entrañas y envolviendo su corazón con fuego. Y aún estaba temblando, aún seguía penetrándola después de haber alcanzado el orgasmo, obligándola a tener otro antes de detenerse por fin y derrumbarse encima de ella. Ámber se deslizó por la pared, con el cuerpo desnudo, sudoroso y agarrotado, arrastrando con ella a su salvaje amante, que no quiso abandonar la calidez de su sexo y se desplomó con ella hasta quedar los dos arrodillados sobre el mugriento suelo. Estaba abrazado a ella, con sus fuertes brazos alrededor de su cuerpo y le acariciaba el vientre y los pechos, recuperando el resuello. Respiraban rápido, respiraban juntos, se calmaban juntos. Ella no podía hablar, no tenía ni idea de lo qué se decía en una situación así, porque nunca había hecho algo así. Sabía que tenía que marcharse, salir de ese callejón; pero estaba muy bien allí, caliente y satisfecha. Si se marchaba, el momento se rompería y la burbuja de felicidad estallaría. Porque, ¿qué iba a pasar después de esto? Esta maravilla no se volvería a repetir y de repente la invadió la tristeza.
No supo cuanto tiempo transcurrió hasta que él se removió. Le besó los hombros, el cuello, lamió su clavícula, su oreja y tiró de su pelo para obligarla a doblar la cabeza y acceder a su boca, que besó con lujuria. La tristeza se desvaneció cuando ahogó los lamentos entre sus labios. Después, la cogió por la muñeca y se levantó; cuando abandonó su sexo, ella tuvo ganas de llorar por el vacío que dejó. Sin decir una sola palabra, el desconocido se inclinó, apoyó el hombro en el vientre de Ámber y se la cargó a la espalda, como un troglodita con su pieza recién cazada. Aquel comportamiento cavernícola despertó emociones en Ámber, que gimió complacida y emocionada. La agarró de las piernas para evitar que cayese y con la otra mano agarró su bolsa de deporte, para finalmente salir del callejón y dirigirse en dirección contraria a dónde vivía a Ámber; se dirigía a su casa. A su caverna, su cúbil, su guarida, pensó Ámber. Era su trofeo. No comprendía porque aquel pensamiento tan primario la alegraba tanto.
–¿Cómo te llamas? –preguntó ella, con la voz ronca, seguramente de tanto gritar.
–George –respondió él, abriendo el portal de su casa.
–George –susurró ella. Era un bonito nombre. Estaba deseando gritárselo al oído mientras él la llevaba otra vez al orgasmo. –Yo soy Ámber.
Por toda respuesta, George emitió un gruñido.
Como ya te comenté me ha encantado el relato del juego de primavera. Saludos
ResponderEliminarUf!, k intensidad desprende este relato chikillaaaa!, es fabuloso!, ardiente... Sensual... Brutal... Me ha encantado!. Ya tenía ganas d leerte d nuevo y la espera ha valido la pena!, jejeje.
ResponderEliminarUn beso guapa y asias x escribir relatos tan sublimes y compartirlos!, muak!!!
Hola de nuevo!, vengo para notificarte que no puedes perderte esta entrada!:
ResponderEliminarhttp://elclubdelasescritoras.blogspot.com.es/2012/06/quedada-en-murcia.html
Ojalá puedas venir! >.<
Saludos y besos, muak!
Amiga, que talento, me dejaste un poco acalorada con ese relato, jajajaja
ResponderEliminarEspero leerte nuevamente muy pronto.
Un abrazo
Ahora mismo voy en modo flecha por todos lados, en cuanto tenga un momento lo leo y te digo algo ^^
ResponderEliminarBesos
Impresionante Paty, vaya encuentrazo, después de esperarlo durante tanto tiempo, y esa forma desbordante que tienes de narrarlo. El final pone un punto de humor muy agradable, me ha encantado eso de que se la cargue al hombro siguiendo sus instintos primarios. Y la narración muy buena. Besikos guapa
ResponderEliminarQue puedo decirte Paty... solo que espero que algún día pueda yo transmitir una décima parte de lo que lo hace la maestra... eres fantástica... muy buena y con diferencia...me arrodillo ante ti amiga.
ResponderEliminarAhora sí...
ResponderEliminarPatty, como siempre, la tensión sensual y esa manera que tienes de presentar la pasión de los personajes se rinde a tus manos.
Ha sido muy intenso, magníficamente narrado... chica, a tí en este género no hay quien te supere.
Enhorabuena
Aunque tarde, aqui estoy con mi aportación al Juego de Primavera... te dejo el enlace y espero que os guste
ResponderEliminarhttp://siempre-alter.blogspot.com.es/2012/06/adagio-en-el-recibidor.html
Besos.
Alter
Paty, terminado!!
ResponderEliminarBueno, tengo que decirte que, después de ese principio un poco 'lento', menuda carrerilla! Cómo fluye ya la cosa hasta el desenlace. Muy bien encadenado y expresado. Me encantan las dos imágenes que has escogido y lo bien que las has insertado en la narración. Los diálogos también me han gustado (ya sabes, tacos tacos! xD).
Te ha quedado genial y, como dicen por ahí arriba, cuando mi corazoncito se estaba deshinchando atisbando el final... ese 'cargamiento al hombro' me ha hecho reconciliarme con él, jeje.
Un besote!
Hola, la verdad me dejaste impactada y debo decir que te respeto mucho por que hacer relatos como los tuyos es muy difícil (creeme lo he intentado) y deja decir que este relato es por mucho uno de mis favoritos.
ResponderEliminarXOXO
Muy bueno, Paty!! Me encantó y creo que cumples con las expectativas, jaja.
ResponderEliminarEso sí... ¿¿cómo que George?? Michael en todos lados, o en su defecto, Brandon ;-)
Besos!!