El marido de la señorita Moon.
Autor: Paty C. Marín
Formato: Versión Kindle
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Idioma: Español
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Blanche ha sucumbido a la desenfrenada pasión del señor Wolf y ahora debe enfrentarse a la realidad: contarle a Robert lo que ha ocurrido.
Robert Douglas es un marido entregado que ha cuidado siempre de su esposa. Su único objetivo ha sido hacerla feliz, por eso no está dispuesto a permitir que un simple lobo se lleve a la mujer que ama.
Blanche se encuentra atrapada en mitad de una confrontación entre dos hombres. Ambos aportan a su vida cosas necesarias: uno es aventura y pasión, y el otro, amor y seguridad. Debe elegir entre abandonar a Robert o abandonar a Wolf, pero ninguno está dispuesto a dejarla marchar.
Un hombre en casa de Blanche
~XII~
Había actuado como una zorra ingrata y lo sabía. En los ojos del señor Wolf atisbó su desesperación, su dolor, cuando dijo que tenía que marcharse. Se había puesto rabioso, lo había herido, y podía culparlo por su forma de tratarla. Lo merecía, por romper su promesa. Por apartarse de su lado cuando él le había pedido que no lo hiciera. Por abandonarlo de aquella forma, sin una explicación, huyendo sin mirar atrás.
Pero… él había intentado retenerla haciendo uso de la atracción sexual que ambos sentían. Una atracción que Blanche no podía controlar, que la volvía loca de deseo para después, provocarle una profunda ansiedad.
Debía volver a su casa. No podía hacer otra cosa, debía regresar con su marido, Robert, para explicarle lo que acababa de pasar. Blanche se respetaba a sí misma lo suficiente como para admitir que el sexo con Wolf había sido fabuloso. Más que fabuloso, esa única noche había sido suficiente para que ella lo deseara como no había deseado nunca a un hombre. Para que anhelara sus caricias, sus besos, sus manos y su sexo. Todo su cuerpo protestaba al sentirse separado de él.
Con una noche Wolf había puesto todo su mundo patas arriba, toda su existencia, todo contra lo que ella había luchado tantos años. Y ahora era ella quién tenía que arreglarlo.
Lo más cómodo habría sido cerrar los ojos y fingir que no había ocurrido nada. Pero no podía hacer eso. A pesar de todo, su esposo merecía una explicación, una disculpa y la verdad. No podía seguir mintiéndole, no podía seguir ocultando algo que los implicaba a los dos. Su relación debía aclararse o acabar. No podía seguir con la espina clavada en el corazón, no era tan valiente como para fugarse con el señor Wolf todas las noches y luego mentir a Robert a la cara. Él no era un mal hombre, no se merecía la humillación pública de descubrir por la prensa o por casualidad, que su mujer estaba teniendo una aventura con un hombre de la talla de Wolf.
Pulsó el botón de llamada del ascensor y se frotó la cara. No quería decírselo. No se atrevía. Robert había vivido con ella diez años, desde que terminara su carrera en la universidad hasta ahora. ¿Iba a echar por tierra una década de su vida por una sola noche de pasión? Por un lado, se sentía una sucia traidora, había sido infiel; por otro, estaba eufórica ya que, por una vez en su vida, había hecho lo que deseaba y había disfrutado cada segundo de placer y de dolor.
Se preguntó si realmente había sido una infidelidad, desde hacía bastante tiempo, ambos mantenían una fría relación. No es que ella deseara tener más sexo o relaciones más intensas y salvajes. Quería algo más y solo Wolf parecía dispuesto a dárselo. Solo él había luchado por ella, había seducido su cuerpo y su mente.
¿Había hecho Robert lo mismo? En absoluto. Él no la había seducido, su relación había surgido por la admiración que ella había sentido hacia él cuando no era más que una joven e impresionable estudiante.
Tocó el botón del piso veinte. No quería decirle a Robert que se había acostado con otro hombre, pero era lo que tenía que hacer. Tenía que ser fuerte y valiente. Afrontar sus errores. Asumir las consecuencias.
Dejaría a Robert. Y se olvidaría de Wolf. Se marcharía a otra ciudad, quién sabía si a otro país, con tal de no cruzarse con ninguno de los dos. No quería discutir con Robert y tampoco tenía fuerzas para luchar contra Wolf. Solo quería estar sola, que todo el mundo la dejara en paz, que alguien le permitiera, por una vez, decidir por ella misma.
Tenía una casita en la montaña, junto al lago. Robert no la conocía, porque se lo había ocultado. La había comprado con sus ahorros hacía mucho tiempo, tras una fuerte discusión, cuando pensó en separarse de él para poder vivir sin que su influencia le arrebatara la energía. Pero no había tenido el arrojo necesario para marcharse de verdad, para vivir en aquella cabaña lejos de la civilización, sola con sus pensamientos, sin dolor.
Quizá había llegado la hora de utilizarla.
Le temblaban las manos cuando abrió la puerta de su casa. Un espléndido ático con grandes ventanales y preciosas vistas a la ciudad Robert había insistido en mudarse al centro porque decía que de ese modo, ella podría ir a dónde quisiera, estaría a un paso de todas las tiendas de ropa, ocio y actividades. Blanche pensó que era un detalle, pero luego descubrió que el hospital privado en el que trabajaba su marido estaba a tan solo veinte minutos a pie. Quizá lo había hecho por ella de verdad porque odiaba la vida en aquel barrio de las afueras, dónde no había más que frívolas mujeres que pasaban los días tramando venganzas contra sus vecinas o cocinando magdalenas cubiertas de hipocresía. Pero no podía saberlo, porque Robert nunca le decía nada, y ella se había cansado de discutir por todo.
Las luces estaban apagadas. Las cortinas del salón, ligeramente descorridas, dejaban entrar la luz del amanecer con afilados rayos que se derramaban sobre la superficie de los muebles de su hogar. Muebles que ella misma había elegido y que detestaba con toda su alma. Detestaba su casa. Su vida. Su situación actual.
Dejó las llaves sobre el platillo, colgó el abrigo y el bolso en la percha, y se quitó los tacones. Estaba exhausta. La ropa rozaba partes de su cuerpo y avivaba dulces y escandalosos recuerdos, así que se quitó el vestido y lo dejó tirado junto a la isla de la cocina. Ni siquiera llevaba ropa interior, Wolf le había roto las bragas y no se las había devuelto. Tampoco había encontrado el sujetador.
Se encontró completamente desnuda en mitad del salón y se sintió extraña. Sacó una botella de vino blanco que guardaba en la nevera, se sirvió en una copa hasta que casi se desbordó y se bebió la mitad de un trago. El alcohol hizo que se sintiera un poco mejor. Le dolía la cabeza y sentía molestias entre las piernas. Aún podía sentir a Wolf dentro de ella, su duro roce, la tirantez de los músculos, su olor grabado en la mente. Había intentado quitarse el aroma del hombre con una ducha, pero seguía muy presente para ella. Se acarició el trasero, la piel le escocía por las palmadas.
Se acercó a las ventanas y, tal y como estaba, acabó de descorrer las cortinas, exponiéndose a cualquier mirada. Notó un cosquilleo de excitación en el vientre y bebió otro poco de vino. Ahora lamentaba no haber follado con Wolf delante de los cristales, permitiendo a todo el que levantara la vista contemplar su entrega. Observó la terraza, las gruesas cornisas. Sintió deseos de salir, tumbarse en la hamaca y dejar que el sol le acariciara la piel desnuda.
Lo pensó mejor. No, ella no estaba loca por el sexo ni le gustaba pasearse desnuda frente a cualquiera. Era una mujer normal con inquietudes normales. Lo que había hecho con Wolf era un desahogo, una necesidad física. ¿Verdad?
Apuró el vino, depositó la copa sobre la mesa de vidrio y caminó hacia la habitación. Robert había pasado la noche en el hospital con el turno de noche. Mientras ella se estremecía debajo de Wolf, él salvaba vidas y trabajaba muy duro. Aquella certeza hizo que se sintiera peor.
Encontró a su marido en la cama. Tumbado. Dormido. Desnudo.
Blanche se estremeció y miró la hora en el reloj de la mesilla. Era temprano, su turno había terminado hacía una hora. No había nada extraño en ello, sin embargo, se sintió muy inquieta. ¿Iba a despertarlo para decirle que tenían que hablar? Estaría agotado después de una noche de trabajo. Se sintió la peor persona del mundo, no podía hacerle eso. No tendría que haber hecho lo que había hecho.
Pero no podía cambiar las cosas. Lo que había sucedido con Wolf había sido inevitable.
Entró en la habitación, dispuesta a todo. Tenía que arrancarse del cuerpo aquella espantosa sensación de culpa de golpe. Le diría a Robert que lo dejaba, cogería sus cosas y se marcharía. No haría nada más.
Se acercó a la cama. Su marido estaba profundamente dormido en su lado del colchón, la sábana había terminado tirada en el suelo, arrugada a los pies, y Blanche pudo ver su enorme espalda desnuda. Robert siempre dormía con pijama, debía encontrarse tan cansado que ni se había molestado en ponérselo.
La claridad de la mañana arrojaba luces y sombras por el enorme cuerpo de Robert. Era un hombre muy alto, de torso amplio y manos grandes. Tenía el cabello de un castaño oscuro, que bañado por el único rayo de sol que entraba directo por la ventana, lo tintaba de un naranja intenso. El efecto sobre su barba corta era el mismo. Blanche se inclinó para mirarle, para comprobar cómo de dormido estaba.
Respiraba de forma larga y profunda.
Deslizó la mirada por su espalda. Robert siempre se había mantenido en forma, decía que así podía soportar las largas horas de trabajo. Hacía años que Blanche no lo había visto tan desnudo, ni siquiera las pocas veces que habían hecho el amor. Se preguntó si alguna vez, cuando eran jóvenes, habían estado tan desnudos como ahora.
Se dio cuenta de que no.
Se pasó la lengua por los labios y observó con más atención el cuerpo de su marido, como si de repente estuviera viendo a un desconocido en su cama. A un atractivo desconocido desnudo y dormido.
Sintió otro cosquilleo en el vientre y su cuerpo, sensible tras las largas horas de sexo, respondió. Se le erizó la piel. Se apretó una mano contra el estómago y sacudió la cabeza, sintiendo que un calor abrasador surgía desde el interior de su cuerpo. Ahogó un gemido y se dio la vuelta. La piel enrojecida de sus nalgas crepitó cuando se le aceleró el corazón.
«¡Robert!».
El sofoco se desvaneció tan deprisa como había llegado. Confundida, volvió a mirar a su marido y contempló el lado vacío de la cama que le correspondía a ella. Se sintió tan cansada que no pudo reprimir el deseo de tumbarse allí.
Hablaría con él por la mañana. Bueno, ya era mañana. Hablaría cuando él se despertara y los dos estuvieran descansados y más despejados para afrontar lo que tenían que afrontar. Apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos.
Despertó sintiendo un espantoso sofoco que hacía arder toda su piel. Era como estar encerrada en un horno, con todo el calor concentrándose en su carne. Quiso gritar, pero lo único que salió de sus labios fue un jadeo ahogado justo antes de comprender que no se estaba quemando viva. El calor que la abrasaba provenía del cuerpo de Robert pegado a su espalda. En algún momento de la mañana, él se había acercado a ella para rodearle la cintura con un enorme brazo y estrecharla contra su torso. Sus piernas estaban enredadas y sus cuerpos, encajados en aquella postura.
Gotas de sudor comenzaron a acumularse en su espalda, su cuello y bajo sus pechos. Robert desprendía mucho calor. Se removió para darse la vuelta y su marido se movió también, para tumbarse de espaldas y quedar tendido boca arriba junto a ella. No despertó. Blanche se quedó muy quieta, parpadeó varias veces, estudiando el rostro de Robert para comprobar si seguía o no dormido. Luego bajó la mirada por su enorme pecho, su duro y atractivo abdomen, siguiendo la línea de sus músculos, hasta encontrar, de golpe, aquello que dormitaba entre sus fuertes muslos.
Apretó los puños y los muslos cuando el deseo restalló en su interior. Inspiró hondo, notando que el pulso se le aceleraba hasta un nivel imposible, y apartó los ojos, sintiéndose avergonzada por estar mirando el cuerpo desnudo de su marido.
¿Qué le estaba pasando?
Se pasó una mano por la frente. Estaba sudando y tenía el cabello tan empapado que se le pegaba a la piel. Un ardor insoportable se instaló entre sus muslos y su sexo comenzó a palpitar. Se aferró a las sábanas, angustiada, sin entender nada. Se mordió los labios cuando un extraño anhelo surgió del interior de su pecho y emitió un suave gemido. El dolor entre sus muslos se incrementó. Notó su piel resbaladiza, signo de que se estaba humedeciendo y que su excitación empezaba a crecer de forma inexplicable.
Cuando intentó levantarse de la cama, el roce de las sábanas sobre su cuerpo desnudo le provocó una descarga por todo el cuerpo. Sus pechos se volvieron pesados y sus pezones se endurecieron.
—No… ahora no… —suplicó, a la nada.
Hacía tanto tiempo que no sufría uno de estos ataques que ya no recordaba lo que tenía que hacer. Todavía no había llegado la luna llena, faltaban semanas para eso. ¿Por qué razón experimentaba esto ahora?
Pegó la espalda al colchón y se aferró a las sábanas esperando a que todo terminara. Quizá era una reacción alérgica al vino. Sí, seguro que era eso. No podía ser otra cosa. Abrió la boca para llamar a Robert. Estaba allí, a su lado, y era médico. Seguro que sabría lo que le pasaba.
Estaba tan aterrorizada que necesitaba su ayuda, pero no se atrevía a despertarle. Confiaba en el ataque se desvanecería tan rápido como había llegado. Siempre se pasaba solo, con un poco de tiempo, el dolor y el calor, se evaporarían. Tenía que resistir un poco más, unos segundos más, y todo habría terminado.
Se arqueó, mordiéndose los labios para no gritar.
—Blanche.
La voz de Robert entró dentro de su cabeza y tocó un interruptor. Al instante se derrumbó sobre la cama, exhausta, jadeando y sudando. Intentó mover la cabeza para mirarle, pero su marido se movió y se colocó encima de ella, apoyando las manos a ambos lados de su cuerpo.
Blanche parpadeó para enfocarle.
El calor volvió a inundar su cuerpo de un modo violento y el dolor palpitante regresó a su sexo. ¡Dios! Necesitaba frenar aquel ardor impetuoso que amenazaba con devorarla.
—Separa los muslos, Blanche —susurró Robert inclinándose sobre sus labios.
No lo pensó dos veces. Robert deslizó las caderas entre sus piernas y la penetró de una sola vez, embistiendo hasta inmovilizarla contra el colchón. Blanche se estremeció de pies a cabeza lanzando un largo gemido de absoluto placer, se soltó de las sábanas y se aferró a la espalda de Robert, clavándole las uñas en la piel. Él lanzó un siseo, estremeciéndose por el picante dolor, provocando una descarga en Blanche. Luego comenzó a moverse y ella notó que el dolor disminuía para dar paso a una rugiente necesidad de alivio que solo él podía ofrecerle.
—Robert… no pares… por favor —suplicó con lágrimas en los ojos.
Su marido movió las caderas de un modo que la volvió loca. Ese no era el hombre con el que se había casado, jamás le había hecho el amor de esa manera, tan ardiente, tan intensa, tan profunda. ¿Estaba soñándolo? ¿Era una perturbadora fantasía de su mente enferma de sexo?
—Es real, Blanche. ¿No lo sientes? —Ella se retorció, incapaz de entender lo que estaba ocurriendo. Solo sabía que necesitaba tener un orgasmo. Con urgencia—. No, no te correrás hasta que yo te lo diga.
«¿Wolf?».
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Robert tiene su punto pero estando Wolf, conmigo no tiene nada que hacer...
ResponderEliminarYa estoy suspirando por la última entrega.
Ainssssss