¿En qué momento todo el asunto se le había ido de las manos?
Ah, pero ¿en algún momento había llegado a tener el control?
Ya suponía que no.
Cuando se trataba de él, el control se esfumaba; lo perdía junto con sus inhibiciones. Con él, todo era válido, cualquier cosa, incluso el plan de vivir juntos era un plan sin fallos. Sin fisuras.
Todo sucedió tan deprisa, que cuando acabó tendida en la cama con las muñecas atadas a la espalda y el pañuelo en la boca, se preguntó si había tenido alguna posibilidad de defenderse de un metro noventa de determinación.
Por supuesto que… sí. Solo tenía que mostrarse firme, tan arrojada como él, tan valiente como era ella cuando se encontraba en su trabajo y no permitía que nadie le pasara por encima. Sin embargo, con ese hombre todo eran dudas. Cuando la miraba, cuando la tocaba, cuando actuaba de esa forma, ella no era capaz de decir nada.
No era miedo ni era inseguridad.
Era puro deseo. Tan intenso que estaba más pendiente de lo que sentía por dentro que de reflexionar sobre la locura que estaba a punto de suceder en la habitación, durante la madrugada de un verano demasiado caluroso, en un momento de su vida en el que buscaba desesperadamente respuestas sobre sí misma.
Quizá la respuesta estaba allí, plantada de pie junto a su cama, mirándola con los ojos encendidos y el rostro repleto de emoción contenida, con una media sonrisa tan perversa como excitante.
Ese hombre podía ser la solución a todo. Allí estaba, dispuesto a convencerla de algo absurdo a base de, suponía ella, una demostración de todo lo que había aprendido los años que habían estado separados. Para ella, que seguía tratando de convencerse de que no lo quería en su vida, no había pasado de ser una fantasía a la que recurrir cuando estaba cansada de todo. Acostarse con él no había sido más que un juego, un entretenimiento, una excitante aventura de autodescubrimiento; el aprendizaje de lo sexual y lo sensual, el erotismo y la complacencia.
¿Y si ese viaje no había terminado todavía?
—Voy a dejar la luz encendida —anunció él, apartándose unos pasos de la cama para observarla.
Ella se removió, inquieta. Vale, sí que tenía un poco de miedo, pero era por incertidumbre y por el hecho de desear que aquello que estaba a punto de suceder, sucediese. Intentó rebajar las expectativas, no sabía cuáles eran sus intenciones, la indefensión era excitante hasta cierto grado.
Él se quitó la camiseta y la arrojó sobre el escritorio. Luego se agachó para desabrocharse las botas, volvió a enderezarse y se bajó los pantalones por las piernas, hasta los tobillos, quitándose primero una bota junto a su respectiva pernera y luego la otra, hasta quedarse totalmente desnudo.
Intentó que no se le nublara la cabeza demasiado al contemplarle así, en frío, sin el ardor colapsando sus sentidos. A decir verdad, no lo había mirado como ahora en ningún momento. Había explorado su piel con las manos, con la boca y con la lengua, pero no se había fijado en su cuerpo, en los huesos, músculos y piel que formaban su persona. Tampoco lo había observado a él como hombre, en todo momento no había sido más que una herramienta para sus objetivos; su fantasía perfecta.
Tragó saliva.
Todo él se había entregado a ella, ese cuerpo inmenso y majestuoso irradiaba anhelo, intenciones carnales, emociones profundas e intensas. ¿Irradiaba ella lo mismo para él? ¿Estaba mirándola ahora como ella lo miraba, más allá del deseo?
Escuchó que gruñía y lo miró a los ojos. No podía apreciarlo bien por la distancia y por la barba que le cubría la cara, pero juraría que él acababa de sonrojarse por el tono de sus pómulos.
Él, ¿avergonzado de algo?
—Me he preguntado muchas veces —dijo, señalándola con el dedo—, durante todos estos años, cuál era el camino correcto para llegar a tu alma y poder quedarme allí. Algo hice mal y parece que he cometido los mismos errores ahora, ya que pareces dispuesta a largarte sin mí otra vez.
Él miró en dirección a la maleta con tristeza y ella se sintió muy culpable. Cuando él volvió a mirarla, la recorrió de la cabeza hasta los pies con algo que parecía decepción. Ella se removió, acalorada, con las palabras amortiguadas por la mordaza. Por una vez se moría por hablar y no podía, él la había privado de esa capacidad. Se dio cuenta de que de tanto agitarse, el camisón se le estaba subiendo cada vez más. Sentía la tela arrugada sobre las caderas, ¿estaría mostrando más desnudez de la que deseaba mostrar en aquel instante?
Se incorporó a duras penas, intentando bajar de la cama. No pensó que algo tan sencillo fuera tan difícil con las manos atadas a la espalda. En dos zancadas, él se plantó junto al colchón y le dio un empujón en el hombro sin ni siquiera hacer fuerza. Ella volvió a quedar tumbada y su respiración empezó a acelerarse cuando él levantó el bajo del camisón hasta dejarlo por encima de la cintura. Deslizó los ojos por el vientre expuesto y sus muslos desnudos; no utilizaba ropa interior para dormir. Ella se quedó muy quieta, asustada ante lo que estaba sintiendo y lo que, otra vez suponía, acabaría sintiendo si él se ponía en ese plan.
Las emociones no eran lo suyo. Él ya era intenso en el plano físico, si le añadía sentimientos de cualquier clase no podría manejarlo. No quería salir de su zona de confort, no quería asumir ese riesgo. No se veía capacitada para soportar lo que conllevaba corresponder a alguien. Él podía amarla, si es que era eso lo que insinuaba, pero ella no podría hacer lo mismo por él.
No podría.
No.
Él le puso una mano sobre el abdomen, con la base presionando su ombligo y los dedos separados abarcando la curva de su vientre. Ella jadeó sin poder contener los estremecimientos y fue muy consciente de la burbujeante electricidad que irradiaba por aquella piel caliente, áspera y encallecida. Empezaron a dolerle los pechos, un ramalazo de pudor se le atascó a la altura de la garganta y su rostro comenzó a arder. Al mirarlo a la cara comprobó que él también estaba mirándola a los ojos; sonreía, además, con suave calma, sin desviar la mirada hacia su cuerpo desnudo. Una lucidez que nunca había apreciado en él se había instalado en sus rasgos rudos y marcados. Era un hombre guapo y a ella nunca se lo había parecido hasta ese momento, porque solo había sido una fantasía centrada en el físico y la carne. Pero ahora le resultaba tan guapo que mirarle intensificaba la inseguridad de sus sentimientos hacia él.
La magnitud de sus emociones amenazó con desbordarse.
Él subió entonces a la cama y ella empezó a hiperventilar. Se ahogaba con la mordaza. Sentía un nudo en la garganta. Él deslizó el camisón un poco más hacia arriba hasta descubrir sus pechos y luego le acarició los muslos con suavidad, desde la cadera hasta las rodillas, trazando senderos de calor y energía. Ella solo se sentía húmeda, aturdida y abrumada. No se podía mover, estaba paralizada por la excitación, aterida por la angustia sexual, demasiado emocionada para poder actuar.
Cuando él le separó los muslos, ella sintió que su sexo se abría como los pétalos de una flor fresca y húmeda tras una fría madrugada. Cerró los ojos, sobrecogida por la consciencia de sentir todos aquellos detalles en su carne, en su piel y en cada centímetro de su persona, mientras él se colocaba entre sus piernas abiertas con más templanza de la que ella estaba demostrando. Habían follado decenas de veces; ahora era diferente y no entendía qué había cambiado. Él acercó los dedos hacia su rostro para acariciarle las mejillas y ella separó los parpados para observarle y descubrir la escultura que representaba su torso, así como la hermosa erección que se había instalado en su centro. Esa visión despertó anhelos adormecidos y gimió, suspiró y hasta gruñó sin que él hiciera nada más que estar ahí, dispuesto a llevar a cabo su labor con la dignidad del que sabe que va a ofrecer lo mejor de sí mismo. Se acomodó de rodillas entre sus muslos abiertos y la alzó por las caderas para acercarla a su cuerpo.
Ella se removió, inquieta, pero las manos de ese hombre siempre habían sido firmes y manejó su cuerpo como él quiso. ¿Era él realmente fuerte o es que ella era incapaz de resistirse a cualquier cosa que él hiciera? Sus pieles se fundieron a medida que él la aproximaba más a su centro. Erguido de rodillas, levantó su trasero sin dejar de sujetarla por las piernas. Sintió la dureza de sus muslos, la electricidad de su piel, la rigidez de su miembro cuando entró en contacto con su carne blanda y húmeda; la abrasión de su mirada, la severidad de su sonrisa, el anhelo de sus propósitos. Ella no tenía manera de resistirse a lo que iba a pasar. Era tarde para echarse atrás. No podía decirle que no quería hacer el amor con él porque estaba amordazada y porque no quería que se detuviera. No podía apartarse de él porque él era quien dominaba la situación y ella estaba en una postura de total indefensión y estaba deseando que así fuera.
La sonrisa de él se hizo más grande. Acercó su cuerpo un poco más y alzó sus caderas más alto. La sujetó por la parte posterior de las rodillas y empujó hacia abajo, obligándola a doblar la cintura hasta que sus rodillas casi tocaron su pecho. Su sexo, el centro de todo su ser, quedó expuesto y a expensas de los deseos de él.
La penetró y ella empezó a temblar. Cerró los ojos, sin poder controlar la tormenta que, inesperadamente, se apoderó de su cuerpo. Él emitió un gruñido y se detuvo, apenas había entrado hasta la mitad y ella estaba sumida en el clímax de un orgasmo que provocó temblores en sus piernas. Entró en ella con lentitud, como si dispusiera de toda la noche, mientras ella palpitaba en torno a él cada vez con más intensidad. Las ligaduras se le clavaron en la carne, sus pechos se hincharon, su piel se tensó sobre los músculos y los huesos, sus pezones latieron al mismo ritmo que su clítoris y en la cabeza solo podía escuchar el retumbar del corazón. Agitó las caderas, un espasmo incontrolable, pero él mantuvo sus muslos en alto y la penetró centímetro a centímetro mientras el orgasmo la poseía. La postura del cuerpo de ella permitió que albergara toda su longitud, hasta el fondo, hasta dónde a él siempre le había gustado estar; y allí se quedó, quieto mientras ella temblaba y su sexo latía, los músculos se contraían y el fuego se extendía por cada poro de su piel. Ella lanzó un grito, ahogado por la mordaza, la piel cubierta por una película de sudor que brillaba gracias a la luz de la lámpara. Movió la cadera para acomodarse un poco mejor dentro de ella y, tras unos segundos de eterno anhelo, el placer remitió.
Se retiró de su interior y la dejó caer sobre la cama. Ella encogió las piernas y apretó las rodillas, experimentando otra vez pudor e inseguridad. Su cuerpo todavía se sacudía en involuntarios espasmos de placer. Intentó procesar lo que acababa de suceder, lo que había sentido, lo que no había podido evitar. Le ardía el vientre y el sexo, de deseo y de insatisfacción. Su mente seguía confusa. Y él seguía allí, de rodillas, erguido y erecto, como la figura de un dios al que venerar. Tenía la piel brillante por el esfuerzo a pesar de la brevedad del encuentro, la respiración apenas agitada, los músculos tensos. Era la imagen que más le gustaba de él, la de la contención, la del sexo caliente, la de la exuberancia carnal.
Sí, el contacto físico entre ellos era lo que de verdad los unía.
Pero…
Él lanzó un suspiro y ella pudo apreciar que le palpitaba un músculo del cuello.
—Todavía tienes dudas —susurró con voz ronca.
Ella lo miró con extrañeza, pero él no volvió a decir nada. Se limitó a darle una palmada en el muslo derecho que hizo arder su piel y su pensamiento. Le gritó, pero con la mordaza no sirvió de nada, solo emitió un gruñido sin sentido que a él lo hizo reír. Atizó otra palmada en el mismo lugar, más fuerte esta vez, y logró que se le pusiera la piel roja. Ella estiró la pierna para darle una patada en la cabeza y él la cogió al vuelo por el tobillo, haciendo girar su cuerpo para ponerla boca abajo.
La levantó por las caderas. Ella se removió para apartarse, pero él, como de costumbre, fue más rápido y la empujó contra el colchón cuando la penetró con fuerza. Su cuerpo entero se derrumbó sobre el de ella, su peso la hundió en la cama dejándola sin respiración. No permitió que se acostumbrara a la invasión, ella volvió a experimentar ese extraño y nuevo pudor cuando él se retiró despacio. Su roce la hizo de nuevo consciente de lo resbaladiza, pegajosa y blanda que era ella, y lo rudo, ardiente y fuerte que era él. Salió por completo y aligeró su peso encima de ella, había sido una embestida tan inesperada y brutal que decidió no moverse, solo para recrearse en la satisfacción que le producía estar en aquella posición; de rodillas, con el trasero levantado y el torso pegado a la cama. Estaba en desventaja y a su merced. Y le gustaba.
Gimió al sentir su miembro otra vez en su interior, una penetración más lenta y calculada, de nuevo hasta el fondo debido a la postura en la que estaba. Vio destellos detrás de los ojos y resopló por la nariz; cuando ya acariciaba la idea de recibir sus embestidas, él salió por completo otra vez. La siguiente vez penetró hasta que sus caderas golpearon su trasero y la empujaron contra la cama, para retirarse después mucho más despacio. Y repitió ese ritmo hasta que ella perdió cualquier tipo de control sobre sus emociones o sentimientos, sobre su cuerpo y sus reacciones físicas. Los orgasmos llegaron y se desvanecieron, avanzaban y retrocedían como el oleaje en la orilla del mar, mientras él se estrellaba contra ella como un océano embravecido que arremete contra las rocas. El placer dio paso al dolor, al olvido; el deseo se redujo a un único movimiento, el envite de su pene dentro de ella. Jadeos, gemidos y súplicas amortiguadas era lo único que se escuchaba. Y el golpeteo de la cama contra la pared. Y los gruñidos de él cuando algún movimiento le daba placer.
Sintió el primer estallido de calor cuando él se corrió, después de que ella lo hubiera hecho varias veces. Percibió el hormigueo de sus fluidos mezclados resbalando entre los pliegues de su sexo, entre las piernas. Tan abundante, tan cálido, tan placentero. Los segundos de silencio que precedieron a este clímax le causaron cierto pánico. Ninguno se movió durante un tiempo; ella para no olvidar la sensación de su masculinidad aún clavada en su interior y él porque necesitaba recuperar aliento. El roce de su piel contra las sábanas mientras se acomodaba en la misma posición la llenó de esperanza y su respiración se volvió de nuevo superficial cuando comenzó otra vez a embestirla.
Aquel proceso de alargó durante horas.
Atrapada en aquella locura, las ataduras y la mordaza se clavaron con más fuerza en su carne inflamada. El sudor le había provocado rozaduras en las muñecas, escozor entre las piernas. Sentía que se le rompía la piel, que sus músculos se rasgaban, que su entereza, la que la mantenía anclada a la realidad, se desmoronaba cuando él se detenía antes de empezar de nuevo. Cada nueva acometida empujaba más fuerte. Ella ya no podía sostenerse sobre las rodillas y recibía con gusto su invasión, apreciando el sutil dolor que le causaba.
Temía el momento en que, tras una de aquellas pausas, no pudiera continuar definitivamente. Cuando llegó ese momento, por fortuna ella estaba demasiado aturdida para darse cuenta. Él se deslizó hacia fuera y se derrumbó a su lado, después de haber permanecido dentro de su sexo lo que debieron ser horas. Ella cayó desmadejada junto a su cuerpo, húmeda por todas partes, el camisón enroscado encima de los pechos, las nalgas en alto, los muslos pegajosos, la boca seca y el pelo mojado pegado a las mejillas.
Se durmió, rendida y satisfecha.
Al despertar, aún era de noche. Tragó saliva varias veces, todavía tenía el pañuelo en la boca y le dolía la mandíbula. Intentó moverse hacia un lado para buscar una posición más cómoda. Los brazos detrás de la espalda se le habían dormido y tenía las piernas entumecidas. El sudor se había secado sobre su piel y tenía frío.
Tenía frío porque él no estaba en la cama.
Rodó como pudo sobre el colchón para ponerse boca arriba y lo buscó por la habitación. Había apagado la lámpara, no podía ver nada excepto la ventana abierta y el brillo de la luna. Intentó deshacerse de las ataduras de las muñecas, pero era imposible. También probó suerte con la mordaza, frotando la cara contra el colchón, pero fue imposible y gruñó fastidiada. ¿Se había largado y la había dejado allí de aquella manera? ¿Qué sucedería si su familia la encontraba así por la mañana, maniatada, desnuda y marcada por una noche de sexo? Sería demasiado humillante que descubrieran su secreto.
Escuchó un murmullo cerca de la ventana y se sintió muy aliviada cuando la figura del jardinero apareció recortada junto al marco. Saltó dentro de la habitación y se dirigió en silencio hacia la cama. Encendió la luz de la mesilla y se sentó en el borde del colchón. Ella se deslizó hacia el lado hundido bajo su peso y lo fulminó con la mirada.
—¿Te ha dado tiempo a echarme de menos? —le preguntó él, acariciándole la frente y los pómulos con la yema de los dedos. Ella gruñó una respuesta, pero fue imposible que él entendiera algo de lo que había dicho. —Eso es que sí. Me alegro, porque esto no ha terminado. No, aún no.
Le rodeó el cuello con una mano y se inclinó para besarle los pechos por encima de la tela del camisón. Ella se removió, sobrecogida por la sensación húmeda de la tela sobre los pezones, pero a él no le llevó más de diez segundos conseguir que su sexo palpitara de nuevo. El vacío entre sus piernas fue demasiado intenso, la ausencia masculina enfatizaba el leve rastro de dolor causado por sus violentas acometidas durante la noche. Su sexo palpitaba en torno a la nada y la frustración fue muy evidente. Pero él se limitó a lamer y morder sus pezones, pellizcándolos con los dientes, tirando de ellos y retorciéndolos con los labios. Ella intentó detener el avance golpeándole el costado con las rodillas, pero nada de lo que hacía lo afectaba. Era como darle patadas a un muro de ladrillos.
Chilló lo más alto que pudo y él levantó la cabeza de entre sus pechos para mirarla.
—Si gritas, alertarás a toda la casa y vendrán a ver qué te pasa. ¿Alguien de tu familia tiene insomnio? —Ella tragó saliva y asintió—. En ese caso, será mejor que permanezcas en silencio hasta que amanezca. Estás de suerte, las noches son cortas en esta época del año.
Entonces perdió el interés en sus pechos y deslizó la boca por su vientre, en dirección a sus muslos y su sexo. Ella cerró los ojos y reprimió los gemidos cuando empezó a jugar con la lengua, los dientes y los dedos. Sin un atisbo de compasión, se encargó de causarle nuevos temblores, arrastrándola hacia una oleada de éxtasis y placer llena de expectación. Ardió de pies a cabeza y no tuvo ni una sola oportunidad de salvarse. Él aprovechó cada oportunidad con el conocimiento de la experiencia, acosando sus puntos débiles, explotando su indefensión. Ella lo consintió, estaba físicamente en desventaja y no se sentía emocionalmente capacitada para evitarlo.
¿Cuánto faltaba para el amanecer?
Ojalá no llegase jamás.
Ella apenas podía mantenerse consciente. Le faltaba el aire, estaba agotada, su cuerpo no podía seguir resistiendo mucho más. Cuando él apartó la boca de sus muslos gimió de puro alivio, pero su ausencia no duró demasiado. Los dedos de él comenzaron a explorar su interior.
—Quiero estar contigo —escuchó que le decía.
Sintió que se acomodaba a su lado, su cuerpo ardiente y palpitante, su torso caliente y musculoso; su entrepierna abultada y rígida. Estaba vestido, el muy bastardo. ¿Con ese pantalón agujereado? El solo pensamiento, unido a la fricción de sus dedos en el interior de su sexo la llevó hacia el orgasmo. Se esforzó en contenerlo, pero solo consiguió alargarlo unos segundos más. Quería gritar, se sentía frustrada por no poder aguantarse las ganas de correrse.
—Quiero estar contigo —repitió él con voz caliente, en su oreja. Retiró los dedos, la empujó para tumbarla y levantó sus caderas como había hecho unas horas antes. Acarició su trasero con los dedos húmedos—. Quiero follarte y alimentarte, chica de ciudad. Quiero dormir a tu lado, sentarme a tu lado, caminar a tu lado. Quiero cogerte de la mano y besarte la frente. —Mientras hablaba, metió la mano entre sus muslos para empaparse los dedos y los condujo hacia su sexo. Ella se encogió con un gemido y cerró los puños. Hundió la cara entre las sábanas al sentir que se retiraba para continuar hacia atrás. Él acarició el estrecho entre su sexo y su ano antes de hablar—. Quiero que me lleves a tu casa y convivas conmigo. Soy un hombre de campo, pero soy adulto, sé lo que quiero, cómo lo quiero y lo que tengo que hacer para conseguirlo. Tú quieres estar conmigo también, pero no me ves como una pareja sino como un ente fuera del contexto que tú misma te has creado. Ni siquiera eres capaz de darme una oportunidad.
Le dio una palmada en el trasero. El calor se le subió a la cabeza. Le dio otra palmada y hundió un dedo entre sus nalgas. Los músculos cedieron con facilidad, la humedad permitió la invasión y el placer irradió hacia los extremos. Con calculada meticulosidad, le hizo el amor de esa manera hasta el amanecer. Solo con los dedos, solo en aquel orificio, solo de aquella manera.
Cuando se detuvo, ella no sabía si llorar, contener las lágrimas, echarse a dormir o pedir auxilio. Él decidió por ella, porque parecía el más lúcido de los dos; el más decente, el más compasivo, el más bondadoso. Se puso en pie y la cogió en brazos para acomodarla en una butaca. Luego estiró las sábanas sobre la cama, volvió a cogerla en brazos para devolverla a la cama y envolvió su cuerpo con la tela. ¿Qué diablos estaba haciendo?
Antes de poder preguntarlo, él se la cargó al hombro y se dirigió hacia la ventana de la habitación. Todavía no había salido el sol, había luz y un poco de niebla acumulada allá abajo.
—Intenta mantener la calma un momento, chica de ciudad, o nos mataremos los dos.
Se encaró al alféizar. Ella se quedó paralizada. ¿Estaba pensando en saltar? ¿Cargando con ella? ¡Estaba loco! Acomodó su cuerpo mejor sobre el hombro, que ella sentía clavado en el estómago, y apretó el brazo en torno a sus piernas. ¡Loco! Saltó hacia el tejado del mirador que había justo en el piso inferior. Ella gritó y le costó unos segundos comprender que no había pasado nada. Con naturalidad, él se dirigió hacia la enredadera y se descolgó por ella con agilidad hasta el suelo. Sus músculos se movían mientras descendía y ella fue muy consciente del esfuerzo. Demasiado.
Al poner los pies en la tierra, la niebla los envolvió.
—Es hora de vivir juntos —comentó él.
Y corrió hacia el bosque.
¿Era su impresión o la estaba secuestrando?
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OMGGGGGGGG!!He muerto!!
ResponderEliminarMe ha encantado, como lo he disfrutado y ese final ha sido la caña, jajajajjajaja
¡¡Ayyy el jardinero!! Ese punto de locura...😍😍😍 Genial💜
ResponderEliminar►Él podía amarla, si es que era eso lo que insinuaba, pero ella no podría hacer lo mismo por él.◄ PERO POR QUEEEEEEEEEEEEEEEEE loca del demonio!!! *facepalm*
ResponderEliminar►esto no ha terminado. No, aún no.◄ Madre del amor hermoso!!!! 0.o
Noooooooooooooooooooo, no puede terminar asi!!! Maldita sea!
Solo voy a decir una cosa más "odio a esa tipeja" XDDDDD
Muuaks ;-***
Querida Vero coincido contigo 100%. Vamos a ver que ya estaríamos nosotras diciendo:Siiiiiiiiiiiiiii.
ResponderEliminarPor diorrrr que nos sexiestre a nosotras COÑOOOOOO
Sí, esto es lo que me gusta: erótico y original.
ResponderEliminarabrazos
Wow. No puedo decir más, estoy cautivada con este capítulo.
ResponderEliminarBesos.
BuenaBuenas tarde. Tende a " El jardineiro fiel" continuidade?. Me encanta lo tema " El jardinero....
ResponderEliminarDios morí!! Espero un próximo capítulo😍 por favor, amoooo al chico de campo
ResponderEliminarCuando, sale el otro capítulo.
ResponderEliminarQué historia más excitante!!!
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