Juego de Invierno: Pura raza (III)

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Su semana había sido un maldito infierno y cada noche era peor que la anterior. Durante el día, se mataba en los campos de entrenamiento, desollándose las manos con las cuerdas, trabajando duro con las monturas más salvajes, recibiendo golpes cada vez que algún semental lo tiraba al suelo y lo arrastraba varios metros. Acababa machacado, cubierto de contusiones, con las manos sangrando, la cara sucia de polvo y el torso lleno de cortes y arañazos, la ropa hecha jirones. Cuando acababa la jornada, escupía la sangre que se le agolpaba en la boca, se daba una ducha de agua helada y pasaba la noche en el pueblo, ahogando sus penas en todo el alcohol posible, rodeado de mujeres que exigían un poco de su atención.

Y cuando bebía, el sonido de la palma de su mano contra la carne trémula del trasero de Leonette comenzaba a retumbarle en los oídos. Los gemidos de la muchacha se amplificaban con cada jarra que apuraba y al final, esos placenteros sollozos se transformaban en gritos de alarma y terror, en súplicas, en lágrimas de dolor; y sus noches terminaban repletas de horribles pesadillas empapadas en alcohol.

No había podido contenerse. Fue un imbécil, era el responsable de todo y no se contuvo. La tocó, metió los dedos en su sexo, se empapó con su humedad y sintió sus orgasmos en la palma de la mano, exprimiendo con ansiedad más y más néctar divino. El olor, el calor y los gemidos fueron una mezcla perfecta de ambrosía. Pero en lugar de beber de ella, en lugar de arrodillarse ante su sexo y devorarla, hundir la cara entre sus pliegues, su lengua dentro de ella, la azotó más de una docena de veces. Y es que Tom sentía especial debilidad por aquellos actos tan poco convencionales. Le gustaba azotar, le gustaba recrearse en la forma en que la piel se enrojecía, la manera en que la carne vibraba, el calor que desprendía la zona cuanto más era golpeada; la adrenalina recorría fuertemente el cuerpo femenino, Tom llevaba al límite a su amante mediante firmes azotes hasta que el principio de dolor se transfiguraba en un placer absoluto y ellas pedían más y él las complacía con su fuerte mano, con su dominio, descargando golpes firmes y excitantes.

Pero claro, eso funcionaba con putas, no con Leonette. A la dulce Leonette nadie le había azotado el trasero, ni siquiera sus progenitores o sus institutrices cuando hacía algo mal. Y él, un insignificante mozo de cuadras, la había inmovilizado y azotado sin piedad, dejándole las nalgas tan enrojecidas como dos melocotones maduros, para después violarla con sus dedos y su boca, robándole todos los orgasmos posibles y como broche final, satisfacerse con su cuerpo ya moribundo por el gozo y correrse sobre su vientre. Era una mala persona. Era un monstruo, una abominación, el ser más despreciable de este mundo, la criatura más vil y deshonesta que existiera sobre la faz de la Tierra.

Y ahora la estaba esperando, como un idiota, en el establo, sabiendo perfectamente que ella jamás aparecería por allí.

«Primer piso… Segundo pasillo… Tercera puerta… Jarrones de flores rosas… Tres golpes...»

Había sido una invitación. ¿Seguiría en pie? Se lo preguntaba todas las mañanas. ¿Querría Leonette pedirle que la tocara de nuevo? También se lo preguntaba. Dudaba sobre su invitación, no sobre si esta era honesta, sino sobre si era adecuada. Leonette se había entregado por completo a él, pero era demasiado inocente para alguien tan tenebroso como Tom. Lo que a Tom le gustaba hacer de verdad, porque hasta ahora solo era una pequeña muestra de lo lejos que podía llegar, no podría jamás hacérselo a Leonette. Porque ella era delicada, una flor de invernadero, no estaba experimentada. Cualquier hombre en su sano juicio desearía instruir a Leonette en los perversos caminos del placer, pero Tom era demasiado honorable como para considerar la posibilidad de ser ese hombre, sobre todo por la falta de conocimientos que Leonette tenía al respecto y la poca diplomacia que Tom poseía; no se le daba bien hablar, ¿cómo se le iba a dar bien cautivar a una chica inteligente y culta mediante palabras? Leonette era pura y mejor que siguiera siéndolo. Si por azotarla se había encerrado en su habitación, no quería ni pensar qué haría si Tom llegaba más lejos. Porque Leonette jamás volvió a aparecer a horas intempestivas caminando como un fantasma por el panteón familiar; porque tampoco salió a recibir a los familiares que comenzaron a llegar a la mansión para asistir como invitados a su boda, que se celebraría el próximo lunes, y tampoco salió de su habitación.

Tom se moría un poco más por dentro. Mientras el agua helada le bajaba por los hombros y se mezclaba con polvo y la sangre que se había ganado con aquel día de trabajo, no podía evitar pensar en lo provocativa que había sido Leonette arrodillada delante de él, con su dulce boca entreabierta y sus labios rojos rodeándole por todas partes. Había sido atrevida, valiente y muy osada, por no hablar de la abnegada pasión que había puesto en satisfacerle a él, con tantas ganas que a veces llegaba a creer que lo había imaginado todo. Leonette, exuberante y resuelta, desnuda y salvaje, una mujer de los pies a la cabeza demostrándole que sabía estar a la altura, aceptando sus azotes y sus duras caricias, anhelando ir más lejos, suplicándole que la penetrara con gemidos ahogados, ansiando sentirle dentro, sentirse llena de él.

Siempre quiso hacerlo. Siempre quiso hundirse en ella y no salir jamás, y aquella noche no fue una excepción. La salvó de él mismo negándole lo que le pedía, Leonette no sabía lo que quería, estaba tan excitada que era su cuerpo el que hablaba por ella, no su mente. Frotarse contra su sexo era lo máximo a lo que podía aspirar, lo más lejos que era capaz de llegar y aun así había obrado mal.

Como tantas otras noches, el agua fría se había templado sobre la piel, que ardía enfebrecida, con el ardiente recuerdo de la muchacha tumbada bajo su cuerpo. La mano, actuando por sí sola se aferraba a su miembro dolorido, proporcionándole algo de alivio. Pero Tom no era consciente de ello, él solo podía ver a Leonette. El rostro femenino era la viva expresión del deleite, la boca abierta por la que escapaban suaves gemidos, los ojos cerrados y el ceño arrugado por el esfuerzo, las mejillas sonrojadas y los labios llenos de placer; su cuerpo henchido, sus pechos erguidos, su sexo inflamado, sus muslos resbaladizos y un calor abrasador allí dónde se tocaban piel con piel. Recordó cada instante, cada minuto que estuvo con ella, cada suspiro que brotó de sus labios. Le agradó la forma en que ella se quedó relajada y satisfecha después de sus múltiples orgasmos y cómo le permitió lavarle el cuerpo con un paño antes de vestirla de nuevo, mansa como un potrillo, con los ojos brillantes y el cuerpo lánguido.

Se le doblaron las rodillas y lanzó un gruñido, sintiendo que parte de la tensión acumulada se desvanecía a medida que temblaba sacudido por un breve orgasmo. Su semilla se mezcló con el agua, la tierra y la sangre, pero no por ello se sintió más aliviado ni más limpio. Dio un puñetazo contra la pared, furioso, frustrado y humillado. Después, se vistió y como cada noche se dirigió al pueblo para emborracharse hasta caer inconsciente.

A la mañana siguiente, Tom regresó sin recordar absolutamente nada. El padre de Leonette, ejerciendo su papel de anfitrión, coordinaba junto a otros mozos y lacayos el fantástico día de caza que tendrían por delante. Caballos y perros, relinchos y ladridos, hombres y mujeres, todos revoloteando por los establos preparándose para salir. El batiburrillo de conversaciones, los ruidos y la luz del sol destrozaron a Tom, que presentaba un aspecto lamentable.

Recibió una discreta reprimenda de parte de su señor, en la que tuvo que contener una carcajada al darse cuenta de que lo que molestaba al padre de Leonette era que hubiese pasado la noche bebiendo. ¿Lo reprendería igual de calmado si descubría que se follaba a su dulce hija? Probablemente no, por eso la situación le resultaba tan divertida. Era el mejor entrenador de caballos de la región, pero su aspecto no sería del agrado de los invitados del señor y este concluyó que era mejor que se quedara mientras delegaba en otro joven la responsabilidad de las monturas. Tom se sintió horrorizado, sin caballos no podría entrenar y sin entrenamiento, en lo único que pensaría sería en Leonette, en su piel, en sus besos, en sus manos…

Mientras el séquito se agrupaba para salir, Tom distinguió entre la multitud al hombre con el que Leonette iba casarse. No le había visto nunca en persona, pero por las descripciones que las doncellas hacían de él, supo de quién se trataba. Era joven, de la misma edad que Leonette, alto y vigoroso como un atleta griego; un muchacho perfecto de cabello rubio dorado que centelleaba bajo los rayos de sol, de sonrisa irresistible de blancos dientes, piernas largas y manos finas. Su ropa de caza era impecable, sus botas lustrosas y la vara de monta en su mano le daba un aspecto regio. Montado en su propio caballo, un robusto corcel negro de pezuñas gruesas, estirado con elegancia sobre una acolchada silla, parecía un maldito emperador y el futuro dueño de todo el jodido mundo.

Imaginar a Leonette con aquel hombre le provocó arcadas y tuvo que excusarse para vomitar detrás de unos matorrales, lejos de las miradas de todos aquellos aristócratas. Mientras se estremecía de dolor, se repetía que se lo merecía por imbécil y por haber bebido más de lo que su cuerpo podía soportar. Para cuando su estómago dejó de convulsionarse, todos se habían marchado al bosque a buscar ciervos, perdices, jabalíes, zorros o lo que coño hubiesen decidido ir a cazar.

Se sintió como una mierda. Aquel niño bonito no iba a ser el dueño del mundo, iba a ser el dueño de Leonette. Sería dueño de sus risas y sus lágrimas, de sus ojos y de su boca, de su cuerpo y de sus orgasmos. De su placer y su dolor. De sus gemidos dulces y sus jadeos de éxtasis, de su suave piel y su húmedo sexo, de sus muslos tibios y sus manos cálidas; de toda ella. Y ella lo aceptaría, porque para eso la habían entrenado, para ser la esposa perfecta. Leonette sería dichosa, feliz con aquel hombre tan guapo, tendría unos hijos hermosos, sanos y robustos, el sueño de toda chica. Tendría vestidos nuevos, celebraría fiestas, saldría a montar con sus nuevas amigas, viviría en casa de aquel hombre y, de vez en cuando, visitaría a sus padres y Tom tendría la oportunidad de verla a lo lejos. Y al final de su vida, esa preciosa muchacha no recordaría haber sido azotada por Tom en una noche de desenfrenada pasión, mientras que él estaría condenado a recordarla y anhelarla todas las noches. Leonette sería una mujer feliz y el un desgraciado imbécil.

Pero, si ella estaba tan contenta por aquel matrimonio, ¿por qué se había escapado de su habitación aquella noche? ¿Por qué le había acogido en su boca, arrodillada encima de su traje de bodas? ¿Por qué le había suplicado besos y caricias a él y no a su futuro esposo? ¿Por qué le había indicado a Tom el camino para llegar a su habitación? ¿Por qué no estaba ahora en el bosque cazando zorros con su prometido y el resto de su familia?

Necesitaba preguntárselo, conocer esas respuestas quizá pudiera permitirle dormir por las noches. Las señales que ella lanzaba parecían muy claras, pero él no estaba seguro de haberlas comprendido correctamente.

Encontrar su habitación no era difícil, lo complicado era dar esquinazo a doncellas y mayordomos que revoloteaban por los pasillos de servicio; aunque Tom fuese miembro de la servidumbre no se le permitía la entrada a ciertas habitaciones. Pero todo el mundo estaba ocupado con las tareas del hogar o se habían marchado a cazar, por lo que no tuvo problema en llegar al primer piso sin ser visto. El pasillo estaba repleto de jarrones con flores, pero ninguna era rosa y deambuló buscando las dichosas flores hasta que descubrió que las flores a las que Leonette se refería no eran las que estaban dentro, sino a las estampadas en los jarrones que flanqueaban una puerta doble de cinco metros de altura, tallada en madera, decorada con hojas de viña pintadas de oro, barnizada en negro y rematada con hierro.

Se pasó la mano por el pelo con el corazón acelerado y sin saber muy bien que estaba haciendo allí. ¿Y si Leonette no quería que estuviese allí? ¿Y si había cambiado de idea? ¿Y si llamaba a sus doncellas y lo pillaban dentro de la habitación? ¿Cómo explicaría su presencia allí? ¿Y qué pasaría una vez estuviese dentro? Lo mejor sería no acercarse a ella, no mirarla, no tocarla y si ella intentaba desnudarse, tenía que impedirlo por la fuerza si fuese necesario. Le ataría las manos para evitar que le tocara o se tocara ella misma, la amordazaría para no tener que oír sus gritos o esas dulces frases tan provocativas que lo volvían loco. Pero cuando pensaba en Leonette con las manos atadas, no se la imaginaba precisamente vestida y cuando la imaginó amordazada, tuvo que hacer un esfuerzo por volver a respirar con normalidad.

Al final, levantó el brazo y dio tres golpes, arrepintiéndose al instante. Escuchó un revoloteo en el interior y temió que en lugar de Leonette le abriese la puerta su criada. Al cabo de unos interminables minutos, se escuchó el cerrojo y la puerta se abrió un poco, apenas una rendija. Después, nada. Silencio.

Tom no quería seguir plantado en mitad del pasillo, empujó la puerta, entró y cerró a su espalda. La habitación era inmensa, diez veces más grande que el cuchitril dónde él dormía. Una gran cama dominaba la estancia, repleta de cortinajes y edredones; estaba deshecha y la ropa arrugada. Las paredes estaban cubiertas por tapices rojos, había una estantería del suelo al techo llena de libros, una mesa cubierta de papeles y más libros, un sillón con los cojines repartidos por el suelo y un gran espejo con el marco dorado.

La habitación de Leonette poseía un mirador y ella estaba sentada en el marco junto a la ventana. Tenía el pelo recogido en una trenza que descansaba sobre su hombro, un mechón de su pelo se había soltado y le cubría un lado del rostro, ocultándole un ojo. Vestía un camisón blanco de algodón, encima del cual llevaba una bata de color melocotón y se cubría los pies con unas suaves zapatillas de lana. Las telas eran finas y holgadas y se curvaban siguiendo su figura, insinuando la línea de sus muslos y la turgencia de sus pechos. La abertura del cuello del camisón le permitía ver el nacimiento de sus senos, allí donde la piel era rosada y brillante, y tuvo que contenerse para no mirarla dónde no debía.

No estaba sonriendo. Sus labios formaban una fina línea en una mueca de emoción contenida, sus ojos ocultos detrás de los mechones estaban enrojecidos, al borde de unas lágrimas que no parecían ser las primeras. La postura no era nada cómoda, tenía el cuerpo en tensión, los brazos cruzados, los puños cerrados con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Era la primera vez que Leonette mostraba una expresión así y Tom se sintió incómodo. ¿Estaba asustada? No. ¿Furiosa? Probablemente.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —fue lo primero que le preguntó. Cuanto antes aclararan este asunto, mejor.

—Dímelo tú —contestó ella. Un brote de furia asomó en los ojos de Leonette. Tom tuvo que mantener la compostura, después de todo seguía siendo un sirviente.

—Tú me invitaste a venir. ¿Por qué?

—De eso hace una semana —reprochó.

—Ahora estoy aquí —repuso Tom con calma, viendo como ella luchaba contra su propio enfado—. ¿Por qué me invitaste a venir?

Pero en lugar de generar una discusión en la que posteriormente ella se enfadaría lo suficiente como para mandarlo a paseo, donde acabaría confesando a su padre que Tom se había aprovechado de ella y en la que finalmente él sería ahorcado, lo único que logró su pregunta fue frustrar a Leonette. Vio cómo se le empañaban los ojos y se mordía el labio para no ponerse a llorar, algo que dejó a Tom totalmente descompuesto. Esperaba furia, no lágrimas, las lágrimas eran difíciles de manejar. Tom era débil ante las lágrimas femeninas. Cuando una mujer lloraba, le daban ganas de besarlas, de probar su sabor salado, de cubrir su cuerpo con los brazos y ofrecer consuelo para su dolor.

—De eso hace una semana —repitió Leonette con la voz quebrada. Al final, las lágrimas no aparecieron, hizo tal esfuerzo para reprimirlas que se dejó los dientes marcados en la boca—. Pensé que había dejado claro lo que quería, me esforcé mucho... —su frase se ahogó en un sollozos. Respiró hondo antes de continuar—. Me ha costado asumirlo, pero no puedo competir contra tus putas, no soy lo bastante buena ni puedo hacerlo tan bien como ellas. Por favor, tienes que irte. Si alguien te ve, podrías tener problemas.

Cerró con más fuerza los brazos alrededor del cuerpo y clavó la mirada en el suelo, mordiéndose el labio inferior.

Tom quiso arrancarse la piel a tiras viendo como su precioso labio estaba a punto de sangrar por su culpa. ¿Qué se había esforzado mucho? ¿En qué? ¿En ser cada día más perfecta? ¿En tener unos labios de ensueño, un cuerpo sublime, una piel suave?

Se le ocurrieron un millón de cosas en ese momento. Hablar podría terminar por hundirla, no tenía el tacto necesario para llevar la situación. Confuso, Tom se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Estuvo tentando de salir, de abandonar allí a Leonette y salir airoso de aquella situación tan extraña. Dejar que ella pensara lo que pensaba sería lo más fácil, no habría problemas ni repercusiones de ningún tipo.

Pero Tom era, después de todo, un hombre honesto. Puede que su proceder con Leonette no hubiese sido del todo honrado, puede que no se hubiese comportado como se esperaba de él, pero no podía permitir que Leonette llorase otra vez. ¿Habría llorado toda la semana? Claro que lo había hecho, se había esforzado por ser arrebatadoramente preciosa y él la había despreciado yéndose de putas todas las noches. Casi tuvo un ataque de ansiedad al considerar cuando había comenzado todo, en qué momento Leonette empezó a adquirir esa belleza natural y desde cuando había decidido reservar su desnudez para él. ¿En qué momento decidió Leonette que quería sus caricias? Resultaba escalofriante pensarlo.

Regresó junto a ella. Le temblaban los hombros, se estaba esforzando por aguantar las lágrimas. Tom pensó en tocarla, en darle ánimos, pero al final también se cruzó de brazos, plantado delante de ella, haciendo memoria sobre lo que había hecho esa semana. Por desgracia, ella lo sabía mejor que él. ¿Lo sabría todo? ¿Desde cuándo lo sabía? ¿Cuántas veces habría llorado Leonette por él mientras pasaba las noches en el pueblo? Se sintió terriblemente mal.

—No bebo por placer. Tampoco follo por placer. Lo hago porque si no lo hago, me volveré loco —ni siquiera él encontraba sentido a lo que acababa de decir—. No se me da bien hablar y no se me dan bien las personas, no puedo tratarte como a una puta porque tú eres otro tipo de mujer.

Leonette levantó la cabeza con el ceño arrugado. Tenía una expresión de infantil abatimiento sumamente entrañable. Tom deseó besarla, tocarla y follarla, en cualquier orden, al ver el puchero que ponía.

—Pero yo quiero que lo hagas.

No, esa no era la respuesta que esperaba. «No puedes decirme algo así y quedarte tan tranquila».

—No, no quieres. No soy suave. Te azoté hasta dejarte la piel en carne viva. No puedo tratarte de esa manera.

—Me dolía el trasero cada vez que me sentaba. Y me gustaba que me doliera, porque me recordaba a ti.

Su cuerpo le jugó una mala pasada, un escalofrío le bajó por la espalda y sintió dolor en la entrepierna al escucharla decir aquello. Leonette se envalentonó y siguió hablando.

—Y cuando me miraba los pechos y veía los moratones, me acordaba de ti. Cuando me rozaba la tela contra los pezones, me acordaba de ti. Cuando me frotaba los muslos uno contra el otro, me acordaba de ti. Y por las noches, cuando te esperaba, anhelaba que volvieras a azotarme como a una niña mala que se hubiera portado mal… Pero tú prefieres a otras, no fui lo bastante buena besándote la otra noche, debí hacerlo mejor; perdí mi oportunidad…

Tom levantó la mano para hacerla callar, sintiendo de pronto que le subía la fiebre. Se había jurado no volver a escucharla, pero ella tenía una voz tan dulce que lo atrapaba como un canto de sirena. Otra vez se le estaba yendo la situación de las manos, otra vez se rendía ante las palabras de la niña hecha mujer. ¿Cómo podía tener Leonette esa habilidad para llevar la conversación por dónde quería? ¿Cómo era capaz de pedirle esas cosas y que no sonaran depravadas? ¿Por qué había permitido que pensara que no había estado a la altura? Lo que ella le hizo fue lo más placentero que una mujer le había hecho jamás.

—Basta —gruñó Tom, presa de la impotencia. No podía contra ella. Recordaba cada una de las marcas que le había dejado, de la piel roja y morada de su trasero, caliente por los golpes; recordaba sus pechos hinchados y llenos de pequeñas señales moradas por los mordiscos y pellizcos, por las succiones y los besos. Recordaba su cuerpo blanco atravesado por un millar de cicatrices. Y recordaba su boca, la delicadeza con la que succionaba, las caricias que prodigaba con su lengua, la fuerza con la que apretaba con sus labios—. No quieres que te trate así. Lo que hago no puedo hacértelo a ti. No puedo ponerte sobre mis rodillas y azotarte, no puedo amordazarte para que dejes de decirme que te bese o te toque y ojalá pudiera atarte de pies y manos para tenerte a mi capricho. A ver si entiendes de una maldita vez, Leonette, que si me follo a esas putas es porque no puedo follarte a ti como me gustaría y que cuando bebo, lo único que quiero es emborracharme hasta caer inconsciente y quitarme de la cabeza las cosas horribles que te hice.

Leonette tenía la boca abierta y su cara era la viva expresión del asombro. No del miedo, ni del pánico, del asombro. Como si lo que Tom acabara de decirle fuese extraordinario y no la peor declaración de amor de la historia. Y así, con esos labios abiertos tan apetecibles, deseó besarla y meterse dentro de su boca como aquella vez, sentir sus gemidos vibrándole justo ahí. Tom resopló, avergonzado por lo que acababa de confesar y porque no dejaba de pensar en cuanto le gustaría tener a Leonette atada a ese sofá que tenía justo al lado, el que estaba delante del espejo.

Leonette se llevó una mano al pecho, tenía las mejillas coloradas y la mirada brillante, la respiración entrecortada y la piel erizada. Su aspecto, en ese momento, era absolutamente irresistible y Tom estaba excitado, no solo por el acalorado discurso que acababa de soltar sino por los recuerdos que lo atormentaba. En ese momento se la imaginaba desnuda, con las piernas abiertas y sus delicados tobillos atados a los brazos del sofá, exponiendo su sexo al reflejo del gran espejo. De repente le llegó el aroma de Leonette, el jabón que utilizaba para el baño y recordó su piel, su olor cuando la estaba besando, su sabor cuando la estaba devorando y aquella fantasía empezó a fortalecerse.

Se produjo un largo silencio. Tom hundió la cara entre las manos, necesitaba un momento para recomponerse, para no perder la cordura y hacer lo que estaba pensando. Tenía que salir de allí cuanto antes, escapar de aquella habitación, escapar de Leonette. Estaba loco por ella, loco por besarla, por hundirse en su boca, por poseer su trasero, por atarla, por amordazarla, por hacer eso de lo que en el fondo se avergonzaba. Hacerlo con putas era distinto, ellas cobraban, él podía hacer lo quisiera porque para eso pagaba. Pero esto, lo de Leonette, era diferente. Y para colmo, ella estaba profundamente dolida.

—Lo que hiciste no fue horrible.

Escuchó el roce de las ropas de Leonette y se le calentó la sangre, estaba a punto de perder el control otra vez. Sintió que se acercaba y luchó por alejarse de ella, pero sus pies estaban clavados en el suelo. Ella estiró una de sus delicadas manos y acarició la de Tom. Luego la apartó de su cara y la dirigió al interior de su camisón y sin quererlo, Tom acabó con un pecho de Leonette en la mano.

Suave, caliente, delicado.

Impulsado por un irrefrenable deseo, le pellizcó el pezón con fuerza, consciente de estar haciéndole daño. Ella protestó suavemente, pero no se apartó. La cogió por el pelo y tiró para levantarle la cabeza. La miró a los ojos, descubriendo aceptación y desafío, los ojos completamente limpios de tristeza. Apretó, estiró y retorció la sensible cima de su pecho, que se endurecía con cada nuevo ataque, esperando que ella gritara. Pero solo logró que su respiración se volviese pesada y las mejillas se le enrojecieran.

—¿Cómo puede gustarte esto? —quiso saber.

Leonette se humedeció los labios con deleite.

—Me gusta todo lo que tú me haces. Haces que me sienta… especial. Me gustas, Tom —indicó en un susurro, acariciándole los brazos y el pecho—. Me gusta que al mirarme te vuelvas loco, me gusta que me desnudes con los ojos, me gusta que solo puedas pensar en mi cuando estás con otras; me gusta tener tu lengua metida entre las piernas, me gusta cuando me metes los dedos dónde no debes, me gusta cuando tu barba me araña los muslos —se pasaba la lengua por los labios con sensualidad, se estremecía con cada pellizco y poco a poco se iba aproximándose a su cuerpo. Y sus palabras lo hundían más y más—. Me gustó sentirte en la boca, me gustó tu sabor…

La besó. Necesitaba que se callara, no soportaba escucharla describir aquello, con esa dulzura y esa inocencia, como si le hablase de lo preciosas que eran las flores del jardín. Ella no lo entendía, no podía entender que vivían en mundos opuestos. El sexo sucio y depravado y la pureza y la inocencia de Leonette eran incompatibles. No podía hacer que una cosa estuviese junto a la otra. No encajaban y ella se empeñaba en hacer que pareciese sencillo.

Devoró su boca con violencia, evitando que pudiera hablar, introduciéndose hasta lo más hondo para robarle el aliento. Pero ella había aprendido, ya no se derretía con la misma facilidad que al principio y mientras él mantenía a raya sus palabras, ella le buscaba bajo la ropa. Le mordió el labio, furioso, notando sus delicadas manos acunar su miembro hinchado. ¿Cómo había logrado meterle las manos en los pantalones? Dulce, inocente y traviesa. Dejó de besarla, pero era incapaz de soltarle el pelo, de pedirle que dejara de tocarle.

Los ojos de Leonette se habían oscurecido por el deseo y por una fiera determinación.

—No quiero casarme, Tom. No quiero hacerlo. Quiero fornicar contigo día y noche, quiero que me montes sin descanso como un animal encabritado. Tú eres el único hombre que quiero que me toque, el único que puede estar dentro de mí. Quiero que seas mi semental, quiero ser la única hembra con la que puedas aparearte. Me dijiste que era como una yegua en celo, y ahora lo estoy, estoy en celo por ti. Quiero que seas mi semental y copules conmigo…

Pero Tom hacía rato que había dejado de escuchar. Mientras hablaba de yeguas y sementales, la cabeza le estalló y cayó de rodillas ante de ella. La empujó contra la ventana y la sentó sobre la cornisa, separando sus muslos para hundirse entre ellos. ¡Qué dulce era! Le arremangó las faldas hasta la cintura y besó su monte de Venus, lamiendo sin descanso. Ella seguía hablando, pero no podía prestarle atención, se sentía empujado a satisfacerla, estimularla y complacerla; obligado a conseguir que se corriese sobre sus labios para beberla.

Apenas tardó en conseguir que sus palabras se ahogasen entre resoplidos y jadeos. Decía algo sobre copular como animales. Sujetándola por las caderas, con sus piernas sobre los hombros, Tom la degustó a placer hasta que sintió su orgasmo en la lengua y escuchó como gritaba, llena de gozo. Lamió su miel, sintiéndose sumamente satisfecho, como si se hubiera atiborrado a chocolate pero necesitase seguir comiendo más.

—Me gusta como sabes —le dijo. Leonette se estremeció, gimió y sonrió avergonzada, como si se disculpara por eso.

Le sacó el camisón por la cabeza sin ninguna delicadeza, necesitaba verla desnuda. Estaba sonrojada, tenía la piel erizada y los muslos brillantes. Recortada sobre el contraluz de la ventana, era la criatura más hermosa que hubiese visto nunca. Sus curvas, los músculos tensados contra la piel, los huesos que se marcaban, los tendones, le recordaban a un precioso animal salvaje corriendo por el campo.

—Tienes un aspecto follable —masculló.

—¿Eso significa que estoy guapa?

Tom movió la cabeza afirmativamente. Estaba follable y punto, pero no estaba de más decirle cosas bonitas. Ella lo merecía. Y él se sintió mejor hombre al saber que era capaz de halagarla. Se limpió la humedad de los labios con el dorso de la mano, un gesto que provocó un estremecimiento en Leonette. La vio morderse el labio y y la palabra “follable” empezó a quedarse corta. La tenía contra la ventana, el cuerpo laxo tras el orgasmo, las piernas ligeramente separadas y su sexo casi a la vista, oculto tras la sombra del contraluz. Se arrancó la ropa, molesto por el roce de la tela y Leonette cerró las pierna, frotándose los muslos, temblando al verle desnudo.

—Tú también estás follable —susurró mirándole de arriba a abajo.

Tom ya no podía detener aquello. Oírla utilizar aquel vocabulario le nubló el juicio. Hasta hacía unos segundos estaba luchando por evitar tocarla y ahora no podía dejar de hacerlo, necesitaba estar en contacto con su piel tanto como respirar. Se acercó hasta Leonette, sujetando con una mano su propio miembro, aliviando un poco el dolor que sentía. Ella retrocedió, pegándose más al cristal de la ventana, gimiendo quedamente. Tom la cogió del pelo y la besó, ella le rodeó con los brazos y se apretó a su cuerpo desnudo, piel ardiente contra piel ardiente, estremeciéndose y luchando por devolverle el beso, arañándole la espalda con desenfrenada ansiedad.

—Abre las piernas y déjame entrar —ordenó contra su boca.


Leonette obedeció de inmediato, aferrándose a sus hombros y respirando de manera irregular, mientras separaba los muslos para él. Tom se frenó en seco al recordar con quién estaba. No había vuelta atrás, no podía dejar las cosas a medio porque había alcanzado el punto de no retorno. Quería ser rudo, bestial, perder la razón y hundirse desenfrenadamente en ella, una y otra vez; quería castigarla por ser provocativa. Pero también quería domarla como a una montura para que supiera lo que tenía que hacer, para que se moviera según sus deseos, para que obedeciera sus demandas. Quería ser delicado, quería ser un buen amante.

La recostó contra el cristal de la ventana y se deleitó con sus pequeños gemidos cuando la rozó con su miembro, acariciándola con decisión, seduciéndola lentamente para dirigirla hacia un nuevo orgasmo. Y al mismo tiempo que se frotaba contra ella, le acariciaba el pelo y le deshacía la trenza, le pellizcaba los pechos y los apretaba entre los dedos, dejando a Leonette al borde del éxtasis. Ella temblaba, hablaba con monosílabos, le decía cosas sin sentido. Tom lo encontraba tan excitante como gracioso y poco a poco se fue calmando, la oscura necesidad de embestirla hasta que atravesaran la ventana por fin desapareció. Entonces, la penetró.

Leonette gritó por la impresión y Tom tuvo que taparle la boca antes de que sus gritos alertasen a todo el servicio. Lentamente, se introdujo en ella, sin delicadeza y sin ceremonias, porque sabía que iba a dolerle y quería ahorrarle el suplicio; y cuando estuvo completamente dentro, quiso seguir entrando, quiso ir más lejos, quiso que estuviera llena de él, repleta. Sintió las manos de Leonette clavadas en la espalda, sus uñas casi atravesándole la piel y los dedos hundidos en la carne, seguramente con la misma fuerza con la que él estaba dentro de ella. Se quedó allí quieto, esperando, sintiendo su temblor en los brazos. La besó, tenía que distraerla. Le acarició los pechos, las piernas, el cuerpo y entonces se movió y Tom se hundió más en ella.

—Mi semental… —gimió Leonette.

Quiso ser suave, pero al escuchar sus palabras, perdió la cabeza. Ella era dulce, era suave, era caliente y su sexo el mejor lugar en el que hubiera estado jamás. Se aferró a sus muslos y empezó a moverse, primero despacio y después sin ningún tipo de control. El cuerpo de Leonette se cubrió de sudor, su piel caliente y erizada se le resbalaba de las manos y la embistió contra la ventana, haciendo que crujiera el marco. Los suspiros subieron de volumen y tuvo que taparle otra vez la boca, hasta que le ofreció el hombro para que le mordiera. Ella ahogó sus gemidos contra la piel, aferrándose a él con brazos y piernas, ofreciéndose entera. Tom la rodeó con sus grandes brazos mientras la embestía con su enorme cuerpo, sintiendo que el mundo estaba a punto de acabar, que si no lograba satisfacerla, el sol explotaría y lo arrasaría todo.

Sentía el calor del cristal de la ventana, empañado por el esfuerzo compartido. Fuera hacía frío, se había nublado y empezaba a llover, el paisaje se mostraba verde y húmedo. Y él estaba allí dentro, dentro de Leonette, un lugar cómodo y caliente del que no quería salir. Ella gritó, su cuerpo se puso tenso y él la penetró con voracidad, delirando, provocándole un violento orgasmo que duró más de lo que ella podía soportar. Él estaba al borde del precipicio, pero quería sentir sus latidos y se quedó dentro más de lo necesario. Hizo un gran esfuerzo por controlarse y cuando ella se relajó, quiso salir de ella.

Pero Leonette se lo impidió, rodeándole la cintura con las piernas.

—Mi semental… —balbuceó.

Y Tom no pudo evitarlo, no pudo evitar el orgasmo que lo alcanzó con un rayo, atravesándolo de parte a parte. Leonette lo atrapó, lo engulló y Tom se refugió en su cuerpo, derramando su semilla. Se sintió satisfecho los primeros segundos pero la euforia dio paso a una terrible sensación de vacío. No tenía fuerzas para seguir luchando contra la evidencia, se sentía derrotado. Ella había ganado.

Le fallaron las piernas y se derrumbó a los pies de Leonette. Ella permaneció sentada en la ventana, con las piernas colgando y le acarició suavemente con manos delicadas, estrechándole a su cuerpo desnudo. Tom se aferró a sus muslos, notando un nudo en la garganta que lo estaba asfixiando, que no lo dejaba respirar. Hundió la cara en su vientre, deseando besarla, lamerla, penetrarla una y mil veces. Leonette lo abrazó por los hombros, temblando de placer, emitiendo pequeños suspiros.

—¿Por qué? —preguntó Tom sobre su piel.

—Porque te deseo, Tom.

Era así de simple. Ella lo deseaba y él la deseaba ella. Le besó el vientre, pequeños mordiscos alrededor de su ombligo y escuchó que ella respiraba con dificultad.

—¿Me quieres sólo para ti?

—Te lo dije. Eres mi hombre. Debes ser mi hombre. Y yo quiero ser tu hembra. Debo ser tu hembra. Fóllame otra vez, Tom —susurró de pronto como un demonio lujurioso, como un ángel pecaminoso, con una voz tan dulce como la miel—. Lo quiero. Lo necesito. Y tú también lo necesitas, también lo quieres.

«Irresistible»

Levantó la mirada hacia ella, tenía el pelo revuelto y el flequillo le ocultaba un lado del rostro. Sus labios estaban enrojecidos, las mejillas coloradas, la piel brillante y lisa. Sobraron las palabras. A Tom no se le daba bien hablar y ella lo había dicho todo, no quedaba nada más que explicar. Era pura atracción, puro deseo, pura química. Una hembra de pura raza sintiéndose atraída por un salvaje semental. Era el orden natural de las cosas.

Se puso en pie y le acarició el vientre, llevando después la mano hacia sus muslos para meter los dedos en su interior. Ella se estremeció y cerró los ojos, dejándose hacer. La observó gozar con sus caricias, tan bella y tan pura, que quiso que el mundo dejara de funcionar para quedarse a solas con ella eternamente.

Pero la realidad estaba justo delante de él, al otro lado de la ventana, dónde la comitiva de caza regresaba a la mansión. ¿Tantas horas habían transcurrido desde que se fueron por la mañana? ¿Ya se les había acabado el tiempo?

Estaba lloviendo. Lloviendo a cántaros. El padre de Leonette estaba empapado, igual que el resto de los invitados. Y el muchacho perfecto, el prometido, tenía toda la ropa llena de barro y el aspecto de haber sido derribado del caballo. Tom sonrió, sonrió con traviesa satisfacción. Cogió a Leonette de la cintura y la puso de cara a la ventana, para que viera lo que él estaba viendo.

—Llueve —constató ella sin hacer mención a nada más. Levantó las manos y las pegó al vidrio frío, dejando marcas de calor sobre la superficie—. Adoro la lluvia. Adoro mojarme con la lluvia. Adoraría follar contigo bajo la lluvia y mojarme mientras lo hacemos.

Tom se puso tras ella y la penetró despacio. Leonette se fundió contra el cristal, mojado y empañado, emitiendo un suave ronroneo de complacencia. Estar dentro de ella era el lugar más apetecible del mundo, escuchar su deleite era música celestial.

—Me vuelves loco —confesó Tom, moviéndose despacio. Levantó la mano y le dio un azote. Ella sufrió un espasmo y luego se relajó, como si todo ese tiempo hubiera estado en tensión y le miró por encima del hombro con una sonrisa avergonzada.

—No te detengas. Quiero más.

No sabía si quería más azotes o más de él, así que se fundió a su espalda y apoyó las manos en el cristal, junto a las de ella, embistiéndola perezosamente. De ese modo no tendría la tentación de palmearle las nalgas.

—Me vuelves loco. Tú, tu sexo caliente, tu boca insolente, tu culo de porcelana y tu cuerpo de princesa, me volvéis loco.

Sus palabras gustaron a Leonette, que le ofreció los labios para que la besara. Mientras la satisfacía con suaves envites y la besaba, observó todo lo que pasaba fuera, todo el caos que había provocado la lluvia. Quizá le estuvieran buscando, todas las monturas eran responsabilidad suya, todos los caballos necesitarían cuidados. O quizá vinieran a buscarla a ella para hacerle saber que habían regresado. Nada de eso le importaba, porque solo podía pensar en hundirse más y más en Leonette, dentro de su boca y dentro de su cuerpo. La embestía con lenta determinación, haciendo que en ocasiones sus pies se despegaran del suelo.

Sus gemidos se transformaron en lamentos y supo que estaba al borde de un nuevo orgasmo. Le cubrió la boca con la mano, introduciendo un dedo entre sus labios y ella lo aceptó, lamiéndolo con gusto, succionándolo con deleite. Le acarició los pechos, la cintura, las piernas, toda ella, escuchando como le pedía más y sintiendo su lengua tocar la punta de sus dedos. La abrazó, sus manos no podían abarcarla entera cuando empezó a temblar, cuando su sexo empezó a latir y se deshizo en un tierno orgasmo, reprimiendo los gritos. Se quedó clavado dentro de ella, disfrutando del momento, hasta que su sentido de la responsabilidad empezó a tomar el control.

—Tengo que irme —le susurró al oído—. Se preguntarán dónde estoy.

Leonette se lamentó como un cachorro herido, acurrucándose en su pecho. Su cuerpo desnudo seguía caliente y la piel exudaba sensualidad, su sexo era como el hogar al que siempre quiso regresar.

—Quédate conmigo. Que se vayan todos al infierno. Te quiero dentro de mí.

A Tom le resultó complicado negarse, pero su deber estaba allí fuera, dónde su señor le necesitaba y cuanto más tiempo pasaba allí con ella, más probabilidades existían de que los descubrieran. Entonces sí que no podría estar dentro de ella.

—Y yo te quiero desnuda y excitada. Mojada y caliente.

—Ahora lo estoy —susurró tentadora.

La mente de Tom sufría un colapso cuando la escuchaba provocarle de esa manera, cuando la oía susurrar lo excitada que estaba. Le cubrió los pechos con las dos manos y abandonó lentamente su interior, deleitándose con sus gemidos.

La apartó de la ventana y la llevó a la cama, tumbándola entre las sábanas evueltas. La besó con fiereza, primero la boca y después el resto de su cuerpo, para acabar devorando su sexo. Leonette se aferró a las sábanas y Tom revivió lo acontecido aquella mañana en el claro, y supo que ella estaba pensando lo mismo, porque se agarró a las mantas con la misma determinación con la que se agarró a la manta de cuadros. Tuvo un orgasmo delicioso, que saboreó sin perder detalle.

—Volveré. Cuando lo haga, te quiero desnuda, excitada, mojada y caliente, para que cuando te toque, pueda pasar la noche entera dentro de ti.

—Vale —sollozó Leonette, con la respiración y el corazón desbocado—. Te espero aquí, no tardes mucho. No puedo aguantar las ganas de tenerte encima.

Tuvo que esforzarse por ignorar su provocación o al final lo encontrarían allí dentro y también en la habitación. Se vistió, sin dejar de mirarla, sin dejar de admirar su noble belleza. Ella se quedó desnuda, tumbada tal cual había caído, apetitosa y resplandeciente, agotada por el esfuerzo pero ansiosa de más.

Antes de salir, le dedicó una última mirada. Tom la había cuidado durante años, la había consolado cuando lloraba, la había ayudado a superar su trauma después del accidente, le había hecho regalos y la había escuchado cuando ella quería hablarle. Había prestado atención a todo lo que decía y el tiempo le había permitido descubrirla en su madurez, descubrir la preciosa mujer que había tras la niña.

Le había mostrado el comportamiento de la naturaleza animal, le había enseñado a cabalgar, le había enseñado como se criaban los caballos, como se apareaban, como las hembras escogían a sus sementales.

La respuesta a sus tribulaciones atravesó su mente como un rayo a través de las nubes. Allí, al contemplar a la diosa de cabellos rubios comprendió porqué Leonette le deseaba. Las mujeres de su casa eran hembras de pura raza, desde niñas las prometían, las entrenaban para ser las esposas perfectas, les buscaban un marido y les arrebataban cualquier libertad de elección. Pero ella sí había elegido, había roto con las reglas del juego y seguido sus instintos naturales. No iba a permitir que cualquier hombre tocase, besase o adorase su cuerpo.

Leonette era una pura raza y Tom el afortunado semental con el ella había elegido aparearse.

¿Fin?

7 intimidades:

  1. nooooooooooooooooooooooooooooooooo!!!!! por favor másssssssssssssssss!!!!!

    O.O ...

    ME ENCANTO!

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    1. Bienvenida :D

      ¿Más? Es posible, no sé seguro, pero me alegra que te encantara! Pasta por aquí las veces que quieras, trataré de darle algo más de caña a esta historia :3

      Saludos!

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  2. Que manera de sufrir de esto dos, llore con Leonette pero es que la dulce chica estaba mal, mal... Lo bueno es que todo se aclaró con Tom, que es mas cabeza dura que nada!! Pero como ¿final? No puede ser el final!! Si todavia tenemos pendiente el matrimonio de Leonette como filo de espada sobre nuestra cabeza!!!!

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    1. Sí, Leonette era una sufridora, la pobre chica estaba muy colgada de Tom y el entorno no acompañaba ^^" Y es cierto, el matrimonio queda pendiente... pero creo que este final es el más abierto que podía darle, porque era un relato corto y son 50 páginas lo que habéis leido :D

      Por cierto, no quieras saber la maldad que se me ocurrió para Leonette después de este episodio, jojojo...

      Saludos :D

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  3. Angy W.20:09

    Me ha encantado esta historia!! Sobre todo porque además de las escenitas subiditas de tono (impecables ;)) también se narraba la historia de los dos, el punto de vista y los pensamientos...en este relato ha habido mucho sentimiento, y han habido momentos en los que la pareja incluso me ha emocionado, sobre todo Leonette. Me encantaría saber qué pasará a continuación, si Leonette se casará, o huirá con Tom...

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  4. Sigue escribiendo esta historia, ¡te lo suplico! Me ha enganchado muchísimo el argumento y la relación que existe entre ambos protagonistas. Y por cierto: ¡Christian Grey tiene mucho que envidiarle a Tom!

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