Juego de Invierno: Pura raza (I)

Buenos días a todos. Hoy, último día y rozando el límite, es cuando presento mi relato para este Juego de Invierno 2013. La cosa ha ido bastante lenta, en principio porque la idea inicial cobró forma y cuando me quise dar cuenta, llevaba diez páginas escritas y no lograba vislumbrar el final. Así que aunque el texto está terminado, lo presentaré en varias partes antes de incluirlo en el recopilatorio final.

He usado como referencia el bloque de imagenes IV, que pondré en el texto. Espero que os guste, es lo primero que he empezado a escribir después de esta pausa tan larga. Necesito recomponerme un poco para volver al ritmo habitual, así que si es muy malo o me he columpiado en algún párrafo, o preferís que no escriba nunca más porque este relato es lo más horrible que habéis leido nunca, decidmelo porque estoy en un proceso de crisis importante y necesito opiniones a montón :)

Aún con todo, espero que os guste y os invito a dejarme todos los comentarios que queráis. A todos mis seguidores, gracias por seguir ahí ;) ¡Besos!




Pura raza

Tom se sentía estúpido. Utilizado y estúpido. No lograba conciliar el sueño y se removió durante horas hasta que las sábanas se le pegaron a la piel cubierta de sudor, impregnada de una excitación que no lograba apagar nunca. Se levantó tembloroso, con la boca seca y el corazón a mil por hora, los dedos hormigueándole de impaciencia por volver a tocar la piel femenina. Era el recuerdo de Leonette, que lo asaltaba durante la madrugaba, torturándolo implacable. No podía evitarlo, la sensación de su cuerpo perduraba en las manos y en la boca; cuando recordaba lo que habían hecho juntos temblaba de rabia, de impotencia. Un anhelo tan fuerte se apoderaba de él que sentía la necesidad de arrancárselo de la carne a zarpazos. 

La culpa de su estado era suya y solo suya. Por más que intentase culpar a Leonette, la culpa la tenía él por haberse rendido a sus instintos. No podía negar la atracción que sentía por la joven, la atracción que sintió el primer día que la vio parecía estar escrita en sus genes, como si un poder ancestral lo obligase a permanecer siempre en contacto con su cuerpo; todos estos meses había ahogado esa primaria necesidad en alcohol y entre los muslos de otras mujeres. Su deseo por ella era tan fuerte que le retorcía las entrañas y le provocaba aquella angustia durante las horas más oscuras. ¡Ni siquiera podía aliviarse él mismo!, -y no por falta intentos- y la desesperación había dado paso a la vergüenza, a la rabia.

Ella no era para él. Nunca sería para él.

Se levantó del camastro, tan desvelado y tembloroso que durante un momento consideró la posibilidad de golpearse la cabeza contra la pared. Con un poco de suerte caería inconsciente y conciliaría por fin el tan ansiado descanso. Su sentido común desechó aquella idea, porque estaba seguro de que cuando se durmiera, soñaría con ella y eso sería todavía peor. Tras ponerse unos pantalones, abandonó el cuartucho dónde dormía. Tenía una cabaña para él solo al lado de los establos, dónde trabajaba. Tom era un simple mozo de cuadras de manos encallecidas y gesto adusto, un hombre de pocas palabras al que no le gustaba malgastar saliva en conversaciones banales. Pero tenía un respetable sentido del honor que le había ganado la confianza del señor de aquellas tierras y se encargaba del mantenimiento y crianza de los caballos; cuando Lenoette cumplió la edad necesaria, fue él quien le enseño a montar, porque durante generaciones, la familia se había entrenado para la monta de competición y ella iba a ser la estrella. El primer día que la preciosa Leonette entró en los establos para elegir una montura con la que comenzar su adiestramiento tan solo tenía seis años y un agujero en su sonrisa dónde antes tenía un diente.

Necesitaba quitarse aquella sensación de encima, aquel sabor de los labios, aquel recuerdo de la mente, aquel aroma que todavía hoy recordaba desde hacía una semana. El cuerpo desnudo de la mujer, el sabor salado de su piel, los temblores de su sexo… todo había sido tan perfecto que parecía una fantasía. ¡Qué preciosa era! ¡Qué excitante! ¡Qué dulce! Se alejó de los establos dónde todas las bestias dormían, buscando un lugar dónde apagar el fuego que lo devoraba por dentro. Se le ocurrió que en el cementerio que había cerca de la mansión, dónde estaban enterradas todas las generaciones de ricos terratenientes especializados en caballos, lograría sentirse lo bastante incómodo como para dejar de pensar en el cuerpo de Leonette y reflexionaría acerca del significado de la vida. 

Se equivocaba. 

Leonette estaba allí, al pie del enorme panteón que presidía el cementerio, vestida con un traje blanco y un libro en las manos. Desapareció en el interior del mausoleo, dejando tras de sí una etérea estela fantasmagórica y Tom sufrió una recaída instantánea, como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. La siguió como un autómata, con la mente completamente obnubilada por el deseo. 

La encontró bajo el altar de la fría capilla, con el traje desparramado a sus pies como espuma de mar. Se fijó en que era su traje de boda, el que llevaba semanas confeccionando y el que llevaría cuando se casara con el niño rico con el que estaba comprometida. Tom se perdió en la visión de aquel rostro hermoso, recordando lo pálido y suave que era su cuerpo desnudo como el de una yegua joven; no le dio importancia a nada, ni al lugar, ni a la extraña situación ni al hecho de que hubiera pasado una semana entera sin verla y ahora se moría de ganas por tocarla.

—Vengo aquí todas las noches —dijo ella con una sonrisa tímida—, con la esperanza de que me veas entrar y decidas venir a por mí.

—No vuelvas a pedirme que haga lo que hice —masculló él tratando de refrenar el deseo que sentía—. La respuesta será no. Esa debió ser mi respuesta aquel día. Perdí el control y tú lo pagaste. 

Ella se sonrojó, aunque apenas podía apreciarse debido a la oscuridad de la estancia, cuya fuente de luz eran unas velas cerca del altar. Respiró hondo y liberó un suspiro tan dulce que sintió que le hervía la sangre en las venas. 

«¡Contrólate! Eres el único responsable de todo, la culpa es tuya».

—Hoy quiero hacer algo por ti, como tú hiciste aquello por mí —susurró Leonette con suavidad.

Le temblaron las pierna al recordar lo que, supuestamente, había hecho por ella. Se le secó la boca y le temblaron las manos, aun cuando él siempre había tenido el pulso bien firme cuando estaba con una mujer. Pero ella era otro tipo de mujer a la que él estaba acostumbrado, no era una de las putas del burdel que frecuentaba ni una chica corriente de pueblo; lady Leonette era una joven de alta cuna, una pura raza como le gustaba pensar; y gente de su condición no podía ni siquiera soñar con tocar a alguien como ella.

Como cada miércoles, habían salido a montar. A Leonette le gustaba salir de excursión por la mañana, cabalgar hasta el pequeño claro que había junto al lago en los bosques colindantes a la mansión. Tom debía acompañarla en sus paseos, vigilar que no tuviera ningún percance con los caballos, cuidar de las monturas mientras ella hacía lo que le viniera en gana. Ella solía llevar una mantita a cuadros sobre la que se sentaba a leer y a tomar el té, mientras Tom pasaba las horas muertas deambulando por el bosque hasta que a ella le apeteciese regresar.

Casi nunca hablaban de nada. Él no era de conversación fácil y tampoco se veía capaz de entablar un diálogo con la hija de su señor. Era una chica altiva y parca en palabras, traía de cabeza a todos y cada uno de sus criados porque nunca hablaba, se limitaba a lanzar miradas insolentes cuando algo no le gustaba. No daba muestras de empatía de ninguna clase ni siquiera cuando estaba con él, tan solo se sentaba allí, miraba la superficie del lago mientras sorbía el té de una taza y luego pasaba las horas leyendo hasta que se cansaba, aunque era más frecuente que Tom le insistiera a la hora de volver porque estaba oscureciendo y hacía frío. Ella siempre contestaba “Sólo un poco más, unas pocas páginas más” y entonces debía esperar antes de regresar a casa.

Uno de aquellos días, el sol se abrió pasó entre las ramas de los árboles y un rayo iluminó el pelo de Leonette, transformándolo en oro. Tom descubrió que su rostro ya no era el de una niña, sino el de una mujer y el de una mujer muy hermosa; su piel era suave como la porcelana, clara y llena de pecas, la nariz pequeña y respingona, el rostro ovalado y la barbilla redonda, los labios gruesos y rosados. 

Todos estos detalles no fueron fruto de un solo vistazo. Aquel día, simplemente, le dio por fijarse más detenidamente en ella y, dos meses más tarde, se vio contando los días que faltaban para verla de nuevo bajo la luz del sol en aquel claro. Al principio se limitaba a estar con los caballos, a hacer su trabajo; al final, se sentaba en una roca lo más lejos posible y pasaba las horas contemplándola, fascinado con su silenciosa presencia. La veía leer, la veía sorber su té, la veía sonreír cuando algo de lo que leía le resultaba gracioso o la veía disimular una lágrima cuando se emocionaba con algún pasaje de su libro. Y, en ocasiones, sus miradas se cruzaban y ella se sonrojaba y Tom respondía a ese sonrojo como responde un hombre ante una cara bonita. Pero él no sonreía, nunca sonreía, ni siquiera cuando ella le dedicaba una preciosa y hermosa sonrisa llena de dientes dónde ya no tenía ese hueco en su incisivo como cuando era niña. Solo la miraba, la miraba intensamente, porque era lo único que Tom podía hacer. 

Hasta aquel día.

Había comenzado como cualquier otro miércoles, con la certeza de quedarse mirando a Leonette mientras ella leía, fantaseando con ella. No tenía fantasías carnales, le daba cierta vergüenza pensar en ella de esa forma, la veía demasiado perfecta como para mezclar conceptos, ponerla a la altura de alguien como él, que pagaba por obtener unas pocas caricias dada su vaga disposición a buscarse una mujer con la que comprometerse. Pero a veces no podía evitarlo y, cuando dormía, soñaba con ella, con su cuerpo joven y suave.

Todo iba según lo previsto, Leonette con su traje de monta y su expresión de eterna melancolía entrando al establo, Tom cogiéndola por la cintura para ayudarla a subir a la yegua, después rodeando su delgado tobillo con una mano para meter su pie en el estribo…. Estos eran los únicos momentos en los que podía tocarla, y aquel día se excedió en sus funciones. Tenerla tan cerca que podía respirar el aroma del jabón que usaba en el baño podía hacer que cualquiera perdiera la razón y Tom perdió el juicio por completo. 

Le acarició el tobillo con el pulgar, por encima de la gruesa bota de montar. Ella se estremeció y le miró desde arriba, con ese sonrojo que lo volvía loco, las pupilas dilatadas, los labios entreabiertos y una expresión mezcla de asombro, cautela… e interés. Tom dejó de mirarla de inmediato y fingió no sentirse impulsado a desmontarla para besar aquellos labios carnosos y tocarle las mejillas sonrojadas y rodeó a la yegua para meter el otro pie de Leonette en el estribo. Esta vez no la acarició, ni siquiera volvió a mirarla y emprendieron la marcha hacia el claro.

Cuando llegaron, el día estaba fresco y despejado. Tom estuvo incómodo la mayor parte del trayecto, porque no podía dejar de pensar en el destello que había visto en los ojos de Leonette y la cabeza le daba vueltas. Mientras él se encargaba de que los caballos estuviesen cómodos pastando por los alrededores, Leonette sacaba su manta de cuadros y la extendía sobre la hierba. Buscó la roca en la que siempre se sentaba y lanzó disimuladas miradas a la muchacha, esperando a que se quedase mirando el lago.

Estuvo a punto de sufrir un paro cardíaco cuando comprendió lo que sus ojos estaban viendo. Mientras él quitaba los arneses y acomodaba a los caballos, Leonette se había desabrochado uno por uno los botones de su vestido y la pesada prenda se había deslizado por su delgado cuerpo hasta quedar desparramada sobre la manta de cuadros. Tom la contempló en silencio, manteniendo la compostura en todo momento porque desde dónde él estaba, de momento solo podía verla de espaldas; sintió que si se daba la vuelta y la veía desnuda, su cerebro explotaría dentro de su cabeza. 

—Tom. Ven, por favor —pidió ella quedamente, rodeándose la estrecha cintura con sus esbeltos brazos. Deseó ser viento para rozar aquella piel caliente, pero no se movió de dónde estaba, porque si lo hacía corría el riesgo de acariciarla y no parar nunca.

—Hace demasiado frío. Vístete —respondió cortante. No tendría que haberse dejado arrastrar por un capricho, no tendría que haber dejado que su mano le tocase el tobillo, tendría que haberse controlado.

«Lo sabe», pensó Tom. «Sabe que llevas meses comiéndotela con los ojos».

—Ven aquí, Tom —insistió ella todavía de espaldas, pero con un tono que exigía obediencia. 

Se aproximó, incapaz de negarle nada, y se agachó con presteza para recoger el vestido y ponérselo sobre los hombros, le resultaba incómodo que ella se hubiera desnudado sin previo aviso y temía que en cualquier momento se diese la vuelta y se mostrase tan desnuda como cuando vino al mundo. No quería morir con la cabeza licuada a causa del impacto. Pero justo cuando la tela rozaba sus hombros, ella se dio la vuelta y le miró a los ojos y él se quedó como un imbécil con el traje en las manos haciendo un gran esfuerzo por no mirarla más abajo del cuello. 

Siempre había deseado a Leonette. Hasta ahora lo sobrellevaba con resignación porque jamás había albergado la esperanza de tener algún tipo de contacto con la joven más allá del entrenamiento con los caballos. Ella siempre había estado fuera de su alcance, eso lo sabía bien y nunca había hecho nada para llamar su atención. Pero aquella mañana le había acariciado el tobillo, ¿habría sido ese gesto el desencadenante de esta situación?

—Vístete. Hace frío.

—Mírame, Tom.

—No. Estás desnuda. No quiero mirarte. Quiero que te vistas.

Se sintió orgulloso de ser capaz de mostrarse tan firme, aunque la sombra de decepción que veló los ojos de Leonette le sentó como una patada en el estómago.

—Quiero que hagas algo por mí —continuó ella, fingiendo no haberle escuchado, apretando los labios en un mohín de lo más entrañable que él no pudo dejar de mirar. ¿Cómo sería sentir esos labios en...? —. Quiero que hagas algo para mí.

—No —fue como un ladrido, la situación se le estaba yendo de las manos.

—Quiero que me beses y me toques como haces con esas putas con las que vas.

Compuso su mejor cara de póquer ante aquella insinuación. Aunque su rostro pétreo no mostró ninguna emoción, su cerebro tardó demasiado tiempo en comprender y elaborar una respuesta que estuviese a la altura de su comentario. No pudo lograrlo.

—¿Cómo puedes saber eso? —preguntó. Era la pregunta más estúpida que podía hacerle, se sintió avergonzado de que ella supiese algo así. Avergonzado, decepcionado y furioso, porque, en cierto modo, no tenía que justificarse ante ella y sentía la necesidad de explicarle que pagaba por sexo sucio y depravado porque no podía tenerlo con ella.

—Lo sé. Y sé que cuando estás con esas, piensas en mí. Lo veo en tu forma de mirarme y en la forma en la que no me miras. Mírame ahora, Tom.

Extendió los brazos hacia él. La imaginó desnuda, bañada por el sol, la piel suave y tibia… se imaginó sus pechos, su vientre y la curva de sus muslos; pero se negó a mirarla más allá de sus ojos. Con la poca dignidad que conservaba, se dio la vuelta. La deseaba, pero no era esa clase de hombres que se aprovechaba de una locura juvenil transitoria y era evidente que Leonette lo estaba sufriendo ahora.

—Vístete. Nos vamos.

Se obligó a sonar grosero para que su rechazo le doliera, aunque a él le doliese mucho más.

—¡No! —su grito sonó estrangulado y al momento siguiente, tenía los brazos de Leontte alrededor de la cintura y sus pechos apretados a la espalda. ¡Qué blanditos eran! ¡Y qué cálidos!, daría lo que fuese por poder tocarlos. Ella le detuvo, aferrándose a su torso con una firmeza sorprendente en un cuerpo tan delgado y frágil en apariencia—. Bésame, Tom. Acaríciame. Sólo eso. Sólo tus manos y tu boca. Nada más. Eso no pecado. 

Tuvo ganas de reír. ¿Qué sabía alguien tan puro como Leonette lo que era pecado? La mente de Tom era pecaminosa, la mente sucia de Tom que no dejaba de fantasear con ella mientras follaba a putas con tanta dureza que a veces las dejaba sin poder sentarse una semana y se le desgarraba el alma con cada noche que pasaba sin ella. ¿Y ella quería que le hiciera lo mismo? ¿Sólo con las manos? ¿Sólo con la boca? No tenía ni idea de lo que decía. 

—Hazlo por mí. Compláceme. Tócame. Bésame. 

Solo ella podía usar palabras tan elegantes como aquellas y que no sonaran sucias. Tom vaciló solo un segundo y ella lo percibió, aprovechando rápidamente la situación para sacar toda la ventaja posible. Era una chica lista. 

—Eres mi hombre, Tom. Debes ser mi hombre.

Se volvió para mirarla, dispuesto a que comprendiese que no podía hacer lo que le pedía. Esta era una de las pocas veces en las que Tom encadenaba más de dos palabras seguidas y cuando lo hacía, captaba toda la atención de quién le escuchaba.

—Yo no soy tu hombre. Yo no doy tiernos besos en la boca, yo muerdo y tomo lo que quiero, exijo lo qué quiero, cuánto quiero y cómo lo quiero. No puedo acariciar porque tengo las manos endurecidas, y cuando toco a alguien, siempre dejo marcas, siempre hay dolor…

Pero en lugar de amedrentarse, las pupilas de Leonette se dilataron, la respiración le salió entrecortada por sus labios entreabiertos y las mejillas se le pusieron más rojas. La curva de su cuello dejaba al descubierto la tensión de los músculos, así como el movimiento de su garganta al tragar saliva. De nuevo estuvo a punto de perder el control, de tumbarla sobre la hierba y retozar con ella hasta que se hiciese de noche, hasta dejarla tan dolorida que sintiese irritación cuando se sentara en una silla o fuera incapaz de montar sobre un caballo. Había tratado de exagerar un poco las cosas que decía, pero había sido comedido en la elección de sus palabras por temor a que sufriera un desmayo si hablaba sin tapujos de lo que verdaderamente hacía cuando estaba con una mujer. Lo peor es que era tan cobarde que no se atrevía a emplear los términos correctos para no ofenderla y por eso su discurso no tenía el poder de convicción suficiente. 

Hablar no era lo que mejor se le daba, así que pasó a la acción, deseando que una demostración de dominio pudiera hacer que se replantease las cosas y se vistiera antes de que fuese él quién perdiese el control. Con una enorme manaza rodeó la delgada nunca de Leonette y atrapó en un puño sus largos cabellos dorados tirando hacia abajo, pero sin violencia, tan solo un poco de fuerza para obligarla a levantar la cabeza. Con la otra mano la agarró de la cintura y apretó los dedos en torno a su cadera, deseando que no tuviera la piel demasiado sensible como para dejarle marcas. 

—No soy tu hombre. No soy delicado. Tú eres frágil.

Ella volvió a tragar saliva, pero no gritó ni le pidió que la soltara ni trató de zafarse. Simplemente, se excitó aún más. Tom notó brotar aquella excitación de su piel desnuda, emanando de ella como si fuese una fuente de calor, hasta que de su boca salió un gemido y supo que se había equivocado en todo, tanto en su patético intento de parecer un hombre rudo y salvaje como en su forma nada caballerosa de llevar el asunto por la fuerza. 

Era débil. Era un ignorante, un perdedor al que nadie tomaba en serio. Por eso personas como ella estaban por encima de mierdas como él. 

—Tócame, Tom —suspiró ella una vez más, palpitando de impaciencia.

Decidió hacer un último intento y desplazó la mano de su cadera por la curva de su perfecta nalga, apreciando el cálido rubor de su piel. Leonette se estremeció de gozo por aquella caricia tan simple y se curvó bajo su cuerpo, agarrándole de los brazos con unas manos sin fuerza.

—Te haré daño —masculló él estrujando, ya sin ningún tipo de consideración, su delicado trasero. Tenía un tamaño adecuado, cada uno de sus lados le cabía en la mano; metió los dedos entre ambos para tocar una zona que le resultara incómoda, esperando avergonzarla lo suficiente como para que cambiase de opinión. Pero no funcionó, igual que no funcionó todo lo anterior.

—Sé qué no me lo harás —murmuró ella, con la voz ronca de deseo y un calor abrasador emergiendo de entre sus muslos.

Su férrea determinación terminó de convencerlo. Ella quería que la tocara, que la besara, que la complaciera. No había hablado de abrirse de piernas para él, ni había dicho que quisiera sentirle dentro o esas cosas que le decían otras mujeres. No buscaba su polla, buscaba su boca y sus manos. ¿Qué mal podría haber en algo tan sencillo?

Con un movimiento brusco la tumbó sobre la mantita de cuadros, sin dejar de sujetarla por la nunca y sacó la mano de entre sus nalgas. La miró fijamente a los ojos, con una expresión mortalmente seria en el rostro y durante un breve instante, percibió miedo en ella. Separó sus muslos con brusquedad, dejando su sexo al descubierto. 

—No seré rápido. No seré pacífico. Te daré lo que quieres, pero si me suplicas, pararé. Yo decidiré cuándo es suficiente, no te vas a conformar con unas pocas caricias, ¿lo has entendido?

—Sí —respondió, quizá con demasiada presteza, jadeando de impaciencia. 

—Bien. Sueltamente los brazos. Sujétate a la manta y no te sueltes bajo ninguna circunstancia. No me toques. No me hables. Grita cuanto quieras, pero no me pidas nada porque no te lo daré —escupió las órdenes casi con desprecio, furioso consigo mismo. Ella asintió y se sujetó a la manta, abriéndose para él. Entregándose aél. 

Tom colocó la mano libre sobre su vientre y ella se estremeció, su piel se erizó al instante y suspiró hondamente. Sin dejar de mirarla a los ojos, deslizó la manaza hacia abajo, hacia su sexo. Estaba tan caliente y tan húmeda cuando la tocó que temió durante un momento que al rozar su nacimiento, tuviese un orgasmo involuntario. Leonette se ahogó en su propia respiración cuando Tom deslizó un dedo por todo su sexo, despacio y con decisión, permitiéndole que notara la aspereza de su mano encallecida, para finalmente introducirse en ella. Se arqueó, arrugando la manta entre las manos cuando las sensaciones se apoderaron de su cuerpo. 

—Oh, Dios… —exclamó llena de sorpresa. 

Tom se recreó en la expresión de su rostro, en el intenso rojo que se apodero de su piel, en el sudor que le bañó rápidamente el cuerpo y en el aroma que le invadió la nariz. Por fin, dejó de mirarla a la cara y observó todo lo que había bajo él: los pechos pequeños y erizados, el vientre plano, las caderas voluminosas y los muslos tensados. Después observó su sexo, su forma, su color, apreciando cada músculo y cada curva. Salió de ella un poco, despacio, presionando en el recorrido y luego volvió a meterse, con más fuerza, haciendo que ella se doblara y gimiera con mayor asombro. Y repitió la caricia durante el tiempo que consideró necesario, buscando siempre rozar la parte que le diese mayor placer.

Después entró en juego su boca. Con la lengua recorrió su cuello, sus clavículas y por fin, sus pechos. Sin dejar de acariciar su sexo, introduciendo dos dedos en lugar de uno, cubrió cada uno de sus montes con la boca y bebió de ellos, mordiendo, chupando, succionando; le dejó marcas moradas en la piel, pero se dijo que era lo que ella quería antes de deslizar la boca por su vientre. De pronto, ella se encogió y empezó a temblar, gritando incoherencias. Tom apartó la mano, consciente de que un orgasmo recorría el cuerpo de Leonette y se quedó mirando como ella temblaba y lloraba. Sintió remordimientos y culpa por haberle provocado aquello, pero luego recordó que de los dos, la única que obtendría alivio aquel día sería ella mientras que él estaría condenado a observar todos sus orgasmos sin poder compartir ninguno.

Le soltó el pelo y le acarició los pechos, la cintura, las caderas. Ella seguía aferrada a la mantita de cuadros y cuando Tom le separó los muslos de nuevo, no se negó. Tampoco se negó cuando, con los pulgares, separó sus pétalos y atrapó con los labios su clítoris, al que trató de dejarle las mismas marcas que a sus pechos mediante succiones. Los gritos de la muchacha se sucedieron durante tanto tiempo que al final se le rompió la voz, pero Tom no dejó de saborear la miel de su sexo, ni de tocar sus pechos y pellizcar dolorosamente sus pezones mientras la devoraba sin medida. Le regaló dos orgasmos antes de que decidir dejarla en paz, pero estaba tan irritado por la frustración, que volvió a meter los dedos entre sus muslos para tocarla ávidamente, viendo como la muchacha se retorcía desnuda, sonrojada, sudorosa y agotada, sobre una arrugada manta de cuadros y tenía otro orgasmo, esta vez silencioso, porque ya no tenía fuerzas para seguir gritando.

Tom se apartó de ella con los nervios encrespados, con el corazón a punto de salirse del pecho y un dolor terrible pulsando debajo de sus pantalones. Se arrastró hasta el lago, se desnudó y se sumergió en el agua fría, cortando por lo sano la furiosa excitación que sentía. Bajo ninguna circunstancia debía tener relaciones carnales con ella, bajo ninguna circunstancia debía meter su pene entre las piernas de Leonette porque de hacerlo, no saldría jamás de allí; y aunque había hundido la manos y la cara entre sus muslos y estaba agradecido por ello, se había comportado como un pervertido, aprovechándose de un momento de debilidad.

Después de aquello, solo hubo silencio. Leonette no habló durante el camino de vuelta, cuando se sintió con fuerzas para regresar. Tenía el rostro relajado y complacido, pero no dijo ni una sola palabra cuando Tom la ayudó a bañarse en el lago para limpiar las pruebas de su crimen. Tal y como había previsto, le dejó marcas, porque Tom no había sido capaz de controlar su fuerza. Tenía grabadas en la piel la forma de sus dedos en los muslos y las rodillas por la fuerza con la que había mantenido sus piernas abiertas mientras la devoraba; sus pechos estaban llenos de moratones allí dónde había chupado con mayor vehemencia, sus pezones tan sensibles que le dolía incluso cuando se rozaba con el vestido, así como zonas enrojecidas dónde su barba le había arañado la sensible piel del vientre y la cara interna de los muslos. Cuanto más tiempo veía aquellas marcas al descubierto, resaltando sobre la blanca piel de Leonette, más avergonzado de si mismo se sentía. Y el silencio de la muchacha se le clavaba en el alma, como un recordatorio de su infame acción. 

Ella no se quejó, ni siquiera cuando montó sobre el caballo. Tom sabía que estaba sensible, dolorida y que el roce sobre la silla podría tener dos efectos: o dolor o gozo. Quiso arrancarse la piel por haber sido tan malvado, pero no fue capaz de decirle nada y el viaje fue un auténtico infierno. 

La vergüenza dio paso a la frustración y a las noches en vela, durante las cuales pensaba en lo maravillosa que había sido Leonette al mismo tiempo que esperaba a que llegase su hora, el momento en el que el padre de la mujer lo mandase arrestar para ahorcarlo por haber cometido traición.

—Hoy quiero hacer algo por ti, como tú hiciste aquello por mí —susurró Leonette con suavidad, arrancando a Tom de sus recuerdos. ¿Cómo podía ser alguien tan perfecto?

—No.

Pero ella solo sonrió ante su respuesta, como si supiera que, por más que se negase, tarde o temprano acabaría por ceder. Leonette era una chica muy lista. 


Continuará...

6 intimidades:

  1. Ya puedes ir dejando atrás esa crisis que tienes. Me gusta lo que has escrito, transmites mucho, he leído varias cosas tuyas y escribes muy bien. Estoy deseando saber que va a hacer ella por él ;-)

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    1. Gracias! Esto es lo que ha salido después de mucho tiempo sin escribir, gracias al texto y al esfuerzo por intentar transmitir cada sensación me ha devuelto la concentración y las ganas de contar historias. En breve, la segunda parte :)

      Un beso! ;)

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  2. Magnífico, simplemente magnífico!!! Todas esas sensaciones y sentimientos que manejas en Tom, me encantaron.. Siiii! Quiero saber que quiere saber Leonette, hasta el nombre me gustó, estoy segura que me vas a sorprender!!!

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    1. Holaa! Me alegra que te haya gustado ^^ Yo siempre trabajo los nombres de los personajes, porque con solo sus nombres quiero transmitir parte de su naturaleza :) El texto está escrito y ahora solo falta esperar a que publique la siguiente parte.

      Gracias por tu comentario y tu visita ^^' ¡Un beso!

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  3. Paty me ha gustado muchísimo el relato. Estoy deseando saber más. Eres muy buena y eso es así aunq te tires meses o años sin escribir. Trasmites muy bien y lo construyes también estupendamente. Un beso grande

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  4. Sublime Paty, Haces que los personajes tomen vida en mi mente tan reales gracias a tu magnifica forma de imprimir personalidad y sentimientos. Como ya te han dicho es indiferente si pasan meses o años, cuando lo haces, y aunque suene vulgar,...LO PETAS... tienes un don, me ha encantado... un besazo amiga

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