Juego de Invierno: Pura raza (II)

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Era la respuesta que Leonette esperaba, Tom era un hombre muy cabezota. Pero era su cabezota, su hombre, el único hombre que le hacía sentir calor en el pecho y entre las piernas con solo mirarla, una cualidad sin duda extraordinaria. No había sido fácil llamar su atención, Tom era un hombre duro al que solo le interesaban las putas y no las chicas sosas e inexpertas como ella. Además era un hombre de campo y las chicas de su clase no se mezclaban con personas como él. Había escuchado un sinfín de discursos a este respecto, su padre comparaba siempre a la familia con caballos de crianza, con los sementales que preñaban yeguas y los potros que estas parían. La pureza de la sangre en la cría de caballos era el sello de calidad de su casa y uno no conseguía un buen caballo apareando a una yegua con un caballo de tiro.

Desde bien pequeña, Leonette maduró antes de lo previsto cuando le anunciaron su compromiso con doce años con el primogénito de una familia vecina, un joven hermoso y gallardo que pronto dio muestras de poseer una naturaleza que distaba mucho de ser tan bondadosa como su aspecto. Era vil y traicionero, y tan solo era un adolescente, lo que daría como resultado un hombre malvado que sería el padre de sus futuros hijos. Aquello la aterrorizó, para su familia ella solo era un vientre para fabricar herederos y nada más; era una yegua de pura raza y su prometido, un semental de cara bonita y negro corazón. ¿Qué clase de niños saldrían de aquella unión? Por lo tanto, no podía evitar comparar al hombre sencillo y bueno que era Tom con la persona mezquina y deshonrosa que sería su marido. Puede que Tom, al que conocía desde niña, no tuviera la sangre pura por ser un caballo de campo, pero era un semental en todos los aspectos, en nada se parecía al hombre con el que iba a casarse.

La única persona que le dijo que para sobrevivir a un caballo encabritado debía montar a horcajadas, fue Tom; aquel hombre le enseñó a montar con una pierna a cada lado del animal, algo que no hacían las damas de su condición y aquel consejo, que le salvó la vida cuando sufrió un accidente durante una de las cacerías de su padre, fue tan importante para ella que se enamoró perdidamente. Nadie se había preocupado tanto por su seguridad personal y su bienestar como había hecho Tom durante todos estos años, y la preocupación que mostró después de su accidente fue más de la que mostró su propia familia, que lo único que hicieron fue sacrificar a su amada yegua Caledonia. Tom, sin embargo, la ayudó a superar su pánico a montar de nuevo y le regaló una yegua mansa y suave, muy simpática, con la que habituaba a salir a pasear.

A medida que maduraba, cuando dejó atrás la adolescencia y comenzaba a ser una mujer, veía más cerca el día de su compromiso con aquel desconocido al que no deseaba y la atracción que sentía por Tom era cada vez más fuerte. Tom era su hombre. Se lo repetía cada noche, como un mantra. Tom era su hombre. Debía ser su hombre, no otra persona. Debía ser suyo y ella debía ser para él. Él era el único semental que podría engendrar a sus hijos.

Pero el día que descubrió que él frecuentaba el burdel del pueblo, se le vino el mundo encima. Pensar que alguien tan honorable como Tom pagaba por obtener placer le resultó horrible y doloroso, porque consideraba que alguien tan bueno merecía algo más que eso. Merecía, por ejemplo, a una mujer decente que le cuidara cuando se pusiera enfermo o le diese placer sin tener que pagarlo; merecía que una chica como ella pensara en él. Debía, por tanto, sentirse afortunado de que Leonette le amase tanto.

Habían pasado años desde aquello. Le costó un gran esfuerzo esculpir su cuerpo hasta hacerlo irresistible y atractivo, intensivas horas de baile y monta, ayuno para no engordar más de la cuenta, baños de agua tibia para mantener su piel siempre suave... y noches en vela, lágrimas y mucha fuerza de voluntad. Cada vez que descubría que Tom no estaba en el establo sino que pasaba su día libre en el pueblo, se le encogía el corazón al imaginarle con otras y los celos se transformaban en tristeza. Al final consiguió idear un modo de verle y planeó aquellas salidas semanales por el campo, con la esperanza de llamar su atención de algún modo. No quería insinuarse ni ir deprisa, no quería fastidiarlo todo. Pero las estaciones se fueron sucediendo y nada cambió entre ellos y llegó el día en que su compromiso fue anunciado y la fecha fijada y Leonette supo que si no actuaba, sería infeliz toda su vida.

Aquella mañana en la que Tom le tocó el tobillo como nunca antes lo había hecho, comprendió que el destino le presentaba una oportunidad. Debía ponerle a prueba, seducirle, hacerle entender que no encontraría en el mundo a otra mujer como ella; que esas putas no eran nada, que ella era la única que de verdad le complacería. Al llegar al claro, no había elaborado ninguna clase de plan durante el camino. No tenía idea de cómo proceder, no se sentía preparada para confesarse y todo empezó a desmoronarse cuando comenzó a seducirle.

Lo primero que hizo fue rechazarla y negarse a mirar el cuerpo que ella había reservado para él. Le dolió tan profundamente que tuvo que esforzarse para contener las lágrimas, abrumada por los sentimientos que amenazaban con desbordarse de su pecho. Así que fue brusca y ruda como él y cuando la rechazó por segunda vez, insistió una tercera. Y ni así logró seducirle y se sintió la mujer más inútil del mundo, pues ni desnuda era capaz de atraerle. ¿Acaso su cuerpo no era bonito? ¿O es que tenía poco pecho? ¿Pocas curvas? ¿Estaba demasiado delgada? ¿O demasiado gorda? Quizá no le gustaran las pecas, o las caderas anchas, o la cicatriz que tenía en el muslo de cuando se cayó del caballo. O tal vez es que tenía los pezones oscuros en lugar de rosados, los labios vaginales nada elegantes o el culo demasiado plano. Una verdad abrumadora la asaltó: ¿y si a él no le interesaba en absoluto? ¿Y si ya tenía una puta de la que se había enamorado, se había casado con ella para sacarla de aquella vida y ahora la mantenía en su casa en secreto para que nadie lo supiera? ¿Y si por culpa de sus tantas visitas había preñado a alguna y ahora tenía que casarse para mantener al bastardo? Era algo habitual en los hombres que iban de putas, las novelas y los periódicos estaban repletos de historias como esas…

Casi se ahogó con solo pensar que eso pudiese ser cierto, sintió que se moría, que se le partía el corazón, que se le derretía la carne en los huesos.

—¡No! —su grito fue un sonido de angustia, de desesperación, y se agarró a él como si le fuera la vida en ello. En cierto modo, su vida dependía de lo que él dijera, tenía la sensación de que todo se había terminado—. Bésame, Tom. Acaríciame. Sólo eso. Sólo tus manos y tu boca. Nada más. Eso no pecado.

Tuvo que suplicar. Era la primera vez que le tocaba de esa manera y la cercanía la habría excitado de no ser por lo desesperado de la situación. No tendría otra oportunidad, él le había rozado el tobillo, eso debía significar algo importante. Además, los besos y las caricias no se consideraban ningún tipo de adulterio y si definitivamente Tom no podía estar con ella por las circunstancias, al menos se llevaría un recuerdo de él. Pensaría en su boca y en sus manos hasta el último de sus días.

Cada palabra que él dijo después, tuvo un severo efecto sobre ella. Lo que decía no le resultaba incómodo ni horrible, sino tremendamente interesante y un fuego abrasador creció dentro de ella. Su voz ronca le atenazó las entrañas y de pronto se sintió caliente y mojada como nunca antes había estado; porque nunca antes había estado caliente y mojada por un hombre, se reservaba para su noche de bodas, pero sobre todo se reservaba para Tom. Para su boca y para sus manos.

Cuando empezó a tocarla y a besarla se sintió tan afortunada que su cerebro se desconectó de este mundo y flotó durante largas horas, sumida en el delirio que suponía sentir sus dedos ásperos dentro de ella. Porque tal y como prometió, tenía los dedos ásperos y eso le encantó, le encantó sentir esa pizca de irritación en sus partes más sensibles, en las partes que reservaba para él. Su boca era dura, su lengua rugosa y sus caricias nada caballerosas. Pellizcaba con dureza, apretaba su carne con excesiva fuerza y le dejaba marcas moradas, todo con intención de asustarla y obligarla a cambiar de idea. No le importó el dolor, era un sufrimiento delicioso y quería hacerle entender que nada de lo que él hiciera la asustaría jamás.

La devoró hasta dejarla sin voz. Luego la bañó en el lago para limpiarla. Después la ayudó a vestirse y se aseguró de que llegaba de vuelta a casa. Sonrió. Tom la deseaba. No la hubiera besado de aquella forma si no lo hiciera, ni la habría llenado de caricias salvajes, ni la habría cuidado durante todo el camino, respetando su silencio. Algunas de las marcas que le hizo todavía perduraban en su piel y le encantaba mirarlas, especialmente los pequeños arañazos que tenía entre las piernas.

Regresó al presente, se acercó a Tom y le puso las manos en el pecho. Sintió los latidos de su corazón en los dedos y se le erizó la piel de emoción. Él estaba nervioso, eso significaba que estaba tan afectado como ella. Le miró a los ojos, negros como una noche sin luna, con las pupilas dilatadas por el deseo; y luego miró sus labios y quiso besarlos, probar su lengua.

—Aquel día hiciste algo muy importante para mí —confesó desde el corazón—. Así que hoy quiero hacer algo importante para ti.

—Esto no está bien —murmuró Tom. Ella dejó escapar una suave risa.

—Esto no es pecado.

Se inclinó sobre su torso y depositó un beso sobre su pecho, en la abertura de su camisa. Lo sintió estremecer y escuchó como su respiración se volvía pesada y supo que después de esta noche, él sería suyo como ella había sido suya aquel día. Tom tenía la piel dura como sus manos, caliente y firme, el pecho lleno de vello que le hizo cosquillas en las mejillas. Dio un nuevo beso, seguido de otro y subió por su esternón hasta llegar a su robusto cuello. Olía a sudor y a hombre de campo, hundió la nariz en la dura curva que unía el cuello con el hombro y lamió el sabor salado de su piel como un animalillo sediento, con pasadas lentas. Luego le mordisqueó la oreja, regocijándose en los temblores que aquellos gestos tan simples causaban en su hombre y sintió que la emoción se le desbordaba del pecho cuando Tom comenzó a desabrochar los lazos de su vestido.

—Esto no está bien —insistió él, deslizando la prenda por sus hombros, deshaciendo los nudos de su espalda uno por uno. Leonette retrocedió un paso, con el escote del vestido colgando de sus pechos y se cubrió el cuerpo con las manos.

—Esto es para ti. No para mí —le recordó. Tom tragó saliva y le clavó aquella mirada tan desgarradora que su sexo se estremeció, empapándole los muslos. Se mordió el labio para controlar la ansiedad y agarró a Tom de la camisa, quitándosela por la cabeza para descubrir su cuerpo.

Su pecho estaba esculpido de músculos y cicatrices. Era tan robusto, tan firme, que tuvo la certeza de que podría partir una nuez si la hacía chocar contra su pecho. Sintió el hormigueo de pequeñas gotas de humedad bajándole entre las piernas al contemplar aquel cuerpo tan magnífico, la belleza de unos músculos tensos sobre piel morena, huesos prominentes y tendones estirados al máximo. Bajó la vista por su abdomen y se le secó la boca al fijarse por vez primera en la prominencia que abultaba sus pantalones.

En esta ocasión, había elaborado un plan y pensaba ejecutarlo paso por paso. Se aproximó al muro de músculos y se asfixió con el calor, el olor a excitación le nubló los sentidos y la dejó sin fuerzas. Cerró los ojos y hundió la cara en el cuello de Tom mientras controlaba el temblor de sus manos. Le acarició el fuerte pecho, explorando y palpando, deslizándose hacia abajo poco a poco; el camino hasta sus pantalones fue largo, muy largo, porque su torso no terminaba nunca y ella estaba tan acalorada que no podía pensar. Cuando alcanzó sus pantalones, tragó saliva y, muerta de vergüenza, colocó la palma de la mano encima de su erección. El ronco gemido que escuchó sobre su cabeza le cortó la respiración. Tal y como estaba, con la mano libre dio pequeños tirones a su propio vestido hasta que sintió que se le deslizaba por las caderas. Ya desnuda, se fundió piel con piel al cuerpo de Tom, presionando sus pechos al duro torso masculino.

Él le puso las manos en los hombros, unas manos grandes, calientes y ásperas. Leonette estaba a punto de desmayarse por la ansiedad, la sensualidad de aquel abrazo era muy diferente a la que había experimentado en el claro. Sobre la mantita de cuadros simplemente había sido víctima de una lujuria posesiva, un desmedido acto de desenfrenada lubricidad. Él había usado sus manos y su lengua para proporcionarle un placer que no era de este mundo.

Cuando recuperó la capacidad de pensar, saboreó la piel salada de Tom. Deslizó la nariz por los músculos de su pecho, lamiendo y besando cada centímetro de cuerpo sabroso, descendiendo. Tanteó la dureza de su abdomen y, finalmente, su boca alcanzó a la mano que tenía en sus pantalones. Se arrodilló sobre el vestido, acomodándose frente a Tom. Él le metió la mano en el pelo y le enredó los dedos entre los mechones, acariciándole suavemente la cabeza. Leonette se armó de valor. Despacio para no perder la calma movió la mano de arriba abajo, acariciándole por encima de la tela para ofrecerle un breve adelanto para lo que pretendía hacer. De todos modos, dada su postura, Tom debía saber perfectamente lo que iba a suceder; pero Leonette no tenía ni idea de lo que ocurriría ni si sería capaz de hacerlo. Le bajó los pantalones antes de que fuese demasiado tarde y perdiese todo el valor y se quedó sin respiración.

Observó su sexo con los ojos como platos, sorprendida y asombrada a partes iguales, nunca había visto nada igual. Lo sentía caliente y vibrante en las manos cuando lo acunó entre ellas y al besarlo comprobó que le gustaba su sabor. Olvidó a Tom, olvidó que lo que tenía entre las manos era el miembro de Tom y se lanzó. Iba a complacerle con la misma voluptuosidad que él la había complacido a ella.

Acarició sin vergüenza cada centímetro de músculo, con dedos primero y después con legua, humedeciéndolo con su saliva. Dio suaves mordiscos, pequeños besos, pausadas succiones y finalmente, lo acogió en su boca. Nunca, ni en sus fantasías más vergonzosas, había pensado hacer algo como lo que estaba haciendo, pero Tom había metido la cabeza entre sus piernas, acariciado su sexo con la nariz y metido la lengua en lugares escandalosos, así que ella lo devoró con pasión, intentando no solo estar a la altura de las circunstancias sino también hacerle tocar el cielo como había hecho él.

Supo que su excitación crecía, no solo por la forma en que su sexo se volvía más y más duro dentro de su boca sino por la fuerza con la que le tiraba del pelo y los roncos jadeos que emitía. Lo devoró, con torpeza al principio, con ansiedad después, frustrada por no poder albergar más centímetros en su boca, porque cada vez que le tocaba la garganta, sentía arcadas. Lo empujó al límite, tal y como él había hecho con ella y cuando se dio cuenta de que temblaba, se aferró con mayor vehemencia a sus piernas para que su miembro no saliera de su boca bajo ninguna circunstancia. Tom le tiró del pelo y emitió un gruñido animal cuando su excitación llegó a la cumbre. Algo dulce se derramó en su lengua, espoleada por el deseo de complacerle apretó el tronco entre los dedos y degustó esa dulce sensación mientras el orgasmo lo sacudía, tragándose hasta la última gota. Mientras él se relajaba, ella lamió todo resto de su miembro, incapaz de dejar de saborearlo, porque tenía algo adictivo que la obligaba a seguir lamiendo.


Se apartó con renuencia cuando él la empujó. Leonette se limpió los labios con el dorso de la muñeca, relamiéndose satisfecha. Tom acunó su rostro entre las grandes manos y se inclinó sobre ella, apoyándose sobre su frente. Tenía la respiración entrecortada.

—Leonette… —susurró con la voz ronca.

—Me encanta como suena mi nombre en tu boca —le dijo ella. Era verdad. Se mojaba solo con escucharle. Ahora lo estaba.

—Lo que has hecho…

Su frase le aceleró el pulso, no pudo evitar que un ramalazo de terror se arremolinara en su vientre. Antes incluso de terminar de escuchar a Tom, su mente se zambulló en una orgía de dolorosa inseguridad. ¿Había hecho algo mal? ¿Lo que había hecho estaba mal? ¿No había estado a la altura? ¿No había sido de su agrado? Pensó que si él la comparaba con una de sus putas, se le rompería el corazón. O si le decía que no le había gustado. O si le decía que había sido demasiado atrevida…

—No lo he hecho nunca —interrumpió presa de la ansiedad—. Era para ti, solo para ti. He hecho lo que tú hiciste…

Tom detuvo su torrente de palabras cubriéndole la boca con los labios. Leonette se derritió de inmediato, su excitación remontó el vuelo y se estremeció de pies a cabeza. La boca de Tom era tal y como la recordaba, tal y como la sintió sobre su piel sensible la primera vez que depositó un beso en su cuerpo desnudo. Igual que la otra vez, Tom la agarró con un puño de la cabellera y le tiró la cabeza hacia atrás, penetrando su boca con tanta vehemencia que apenas tuvo tiempo de coger aire para respirar.

Durante su escarceo en el claro, Tom nunca llegó a besarle los labios, pero ahora lo estaba haciendo y sintió en sus propias carnes la descripción de sus palabras: él no besaba, poseía. Leonette no pudo hacer nada, no podía luchar contra aquella boca que absorbía su alma apasionadamente. Su lengua, esa lengua rugosa que ella había sentido entre los muslos, la lengua que había acariciado su clítoris con firmeza y precisión, ahora rozaba cada parte de su ser. Se dio cuenta de que esta era la primera vez que besaba a un hombre, que besaba de verdad a un hombre y quiso compartir la experiencia con él. Pero Tom le mordió los labios y la legua, tomándolo todo de ella, exigiéndole más y más cada vez y Leonette se retorció debajo de él tratando de complacerle al mismo tiempo que luchaba contra su propia excitación. No era fácil besarle, respirar y mitigar la devastadora potencia que tenían sus labios.

La postura no la ayudaba, seguía de rodillas, con las piernas separadas, los volantes del vestido le rozaban la entrepierna y el cosquilleo se le transmitía al vientre, dónde el deseo rugía cada vez con más fuerza y su humedad crecía como la marea durante una luna llena. Pensó en las sensaciones que tendría si alguna vez, en lugar de tener a Tom metido en su boca, lo tuviera metido entre las piernas y tal pensamiento la hizo estallar. El placer que sentía era tan fuerte que le resultó insoportable y se aferró a los brazos de Tom cuando comenzó a convulsionarse. Solo entonces, Tom se separó de su boca y Leonette recuperó la capacidad de respirar, sintiendo que un orgasmo estaba a punto de explotar en su interior.

—Mírame —exigió Tom, tirándole del pelo. Su voz la excitó más de lo que ya estaba, le puso la piel de gallina y le calentó, aún más, la sangre en las venas; el dolor en el cuero cabelludo se disparó por su espalda y estalló entre sus piernas. Le miró, gritándole con los ojos lo mucho que le gustaba, lo emocionada que estaba, lo orgullosa que se sentía de él y el gozo que la recorría—. La próxima vez que hagas una cosa así, mantén los ojos abiertos y mírame mientras lo haces.

El corazón le dio tal brinco que sintió que se desmayaba. Asintió, incapaz de hablar, incapaz de expresar lo que sentía, con la mente obnubilada por la alegría. Tom alargó una de sus manos y le cubrió un pecho, pellizcando la sensible punta con esa fuerza suya y Leonette no pudo reprimir un gemido, tan agudo que se hizo daño en la garganta. Cuando apretó con más fuerza, el placer fue tan afilado como un cuchillo y sintió que se le formaba una lágrima, pero no llegó a rodar por su mejilla. Apretó los dientes y aguantó, horrorizándose y asombrándose de que tal dolor se transformase en más y más humedad entre sus muslos.

—Esto era para ti, Tom. No es necesario que me acaricies… —susurró, no porque no deseara sus caricias, sino porque ella había decidido complacerle a él y ahora era Tom quién buscaba complacerla a ella.

—Tocarte y besarte me satisface tanto como estar dentro de tu boca.

Leonette tragó saliva y clavó los dedos en los antebrazos de Tom, un medio para descargar parte de la tensión que no dejaba de acumularse en su cuerpo. Se sentía rebosante de placer, a punto de desbordarse, el cuerpo repleto de un éxtasis inimaginable. Él estaba tenso, los músculos hinchados, el cuerpo exudando calor. Sus ojos, siempre duros, la miraban con tanta hambre que parecía a punto de devorarla.

«Ojalá lo hagas» pensó. «Ojalá me devores y no dejes nada de mí».

—Entonces, tócame y bésame tanto como quieras… —susurró Leonette.

Casi no podía hablar, ni siquiera supo si él la había escuchado porque no podía oírse ni a sí misma por la violencia con la que su corazón le latía en la cabeza. Tom emitió un gruñido y de pronto, la obligó a ponerse en pie, la hizo girar y la tumbó de bruces sobre el altar. Leonette ahogó un grito al notar el frío de la piedra sobre los pechos y el vientre, la conmoción la dejó aturdida durante unos segundos. Intentó resistirse, por puro instinto de supervivencia, pero Tom le apresó las muñecas detrás de la espalda con una de sus grandes manazas. Sintió uno de sus fuertes muslos meterse entre sus rodillas para separarle las piernas a la fuerza y el pulso se le disparó. Empezó a jadear, fue incapaz de pensar nada, solo de sentir como todo su cuerpo quedaba a expensas de Tom. Le costaba respirar, su propio peso encima de la piedra sumada a la fuerza que Tom ejercía sobre ella no le dejaba espacio suficiente para expandir los pulmones.

—Oh, Tom… —gimió sorprendida, sobrecogida por la intensidad con la que sintió los dedos masculinos penetrando su sexo. Se hundieron en ella profundamente, primero uno, luego otro. Sintió como el pulgar presionaba ligeramente su entrada trasera y después, la penetraba también.

Lanzó un grito de asombro, pero no tuvo tiempo de asimilar nada, porque las caricias se sucedieron una tras otra. Sintió que se ahogaba, que el placer que le proporcionaba Tom la asfixiaba y las lágrimas brotaron cuando un devastador orgasmo la recorrió de pies a cabeza. Se convulsionó como si un rayo la hubiese alcanzado, todos los músculos de su cuerpo se tensaron al mismo tiempo y su sexo latió sin control, haciéndola más consciente de los dedos que la acariciaban por dentro. Pero Tom no refrenó las caricias, las intensificó. Su orgasmo se prolongó hasta el infinito y sus gritos de placer fueron desgarradores gritos de súplica. Tom no tuvo piedad, como no la tuvo aquella vez, y la obligó a seguir temblando, la obligó a seguir estremeciéndose y ni sus sollozos lo detuvieron. Tom le dijo la primera vez que si suplicaba, pararía, y Leonette no quería que lo hiciera. Sentía el fuego ardiendo en las entrañas, rugiendo tan furiosamente que temió que su cuerpo hiciese algo que ella no pudiese controlar, pero el placer burbujeaba dentro de ella, como agua a punto de ebullición y, finalmente, explotó en un imparable orgasmo. Se retorció, chilló y se derrumbó sin fuerzas, llorando sin entender muy bien porqué lo hacía.

Tom había sido cruel esta vez. Sintió que había sido injusto, que se había pasado de la raya. Se sentía exhausta y avergonzada, pero también dichosa y relajada, orgullosa de haber complacido a Tom. Los dedos dentro de su sexo solo se movieron una vez más para salir de ella. La caricia la hizo estremecer de nuevo y quiso pedirle que volviera a meterlos, que los dejara allí y no los sacara nunca. Apoyó la mejilla sobre la piedra y cerró los ojos, agotada por el esfuerzo.

—Me gusta cuando te corres sobre mi mano —dijo entonces Tom, con la voz ronca y grave—. Estás mojada como una yegua en celo, tienes los muslos brillantes y húmedos hasta las rodillas, estabas tan hinchada que me apretabas los dedos cuanto más entraba, deseosa de más… En definitiva, me complace ver cómo te corres sobre mi mano.

Ella no pudo contestar, todavía estaba recuperándose, así que movió la cabeza afirmativamente para señalar que lo había oído. Sus palabras eran bruscas y directas, pero en lugar de sentirse escandalizada, sentía que el deseo volvía a latir desde sus entrañas. Tom hablaba poco, pero no hablaba en vano, si decía que le gustaba ver su sexo, es que le gustaba de verdad. La mano que había usado para satisfacerla se paseó por sus nalgas, dejando un pequeño rastro de humedad que se enfrió enseguida sobre su piel erizada y cuando la mano subió por la base de su espalda, se le escapó un gemido y se puso tensa.

—Hasta las últimas consecuencias, Leonette. Te tocaré y te besaré tanto como quiera, hasta las últimas consecuencias.

Y de pronto, sintió una fuerte palmada en el trasero. Se le atascó un grito en la garganta y un calor abrasador se le derramó por la zona golpeada. El hormigueo no llegó a extenderse, porque Tom volvió a darle una palmada, con la mano abierta y los dedos extendidos. Leonette empezó a jadear, a ponerse nerviosa y su cerebro dio vueltas y mil vueltas mientras intentaba asimilar lo que estaba pasando. Otro azote más y se sumió en un estado de aturdimiento del que no pudo escapar, porque todo su cuerpo reaccionó de una forma inesperada. Su postura forzada, la potencia de los golpes, el control que Tom ejercía sobre ella, la seguridad con la que actuaba y lo violento de la situación, le pusieron todo el cuerpo tan sensible que el roce de la piedra fría contra sus pechos elevaron su excitación a un nivel de absoluta tensión.

Y se quedó allí encerrada, en ese estado de placentero letargo, durante horas. Tom le puso el culo tan caliente que ya no sabía si quería que parase o siguiera, porque los golpes ya no dolían, pero cuando dejaba de azotarla, sí. En algún momento se detuvo y le soltó las muñecas, porque sintió calambres en los brazos al sentirse libre. Pero ya no podía actuar por sí misma, solo obedecer. Tom la colocó de pie, le tiró del cabello para levantarle la cabeza y desde atrás, le besó la frente y luego la boca, con tanta voracidad que Leonette separó los labios para que hiciese lo que deseara con su lengua. Le pellizcó los pechos hasta dejarlos doloridos y luego metió la mano entre sus piernas, esta vez para provocarle un orgasmo acariciándola por fuera, de un lado a otro. Cuando hubo acabado, le ofreció los dedos cubiertos de su propio néctar y ella los chupó gustosa, saboreándose a sí misma sin pudor alguno, porque estaba chupando los dedos de Tom, sintiendo en la lengua la dureza de sus yemas.

—Eres insaciable.

Leonette no recordaría jamás esas palabras. Fue empujada otra vez contra la mesa del altar, pero esta vez Tom la tumbo de espaldas y subió encima de ella. La miró fijamente y ella se hundió en sus ojos negros, unos ojos que se quedaron grabados en sus retinas cuando él se deslizó por su cuerpo para chupar, besar y morderla por todas partes. Sentía su lengua entre las piernas y lo único que veía eran sus ojos negros, sentía sus dientes en los pezones y lo único que veía eran sus ojos negros, sentía su boca succionarle el clítoris y solo veía sus ojos.

—Vuelve. Quiero que sientas esto.

Tom chasqueó los dedos delante de ella y la burbuja explotó. Tenía el cuerpo tembloroso, sentía fiebre, sudores fríos y dolor en todas partes. Se sentía mal, muy enferma. El corazón le latía con tanta violencia que le dolían las costillas y la respiración se le agitó. Estaba a punto de sufrir una crisis de ansiedad y le miró, asustada, porque no podía hablar, ni respirar y le dolía el sexo. Él la cogió de las manos y entrelazó sus dedos, anclándola a la realidad con el poder de su mirada. Se tumbó sobre ella, forzándola con su peso a que respirara con mayor tranquilidad. No dijo nada, solo fundió su enorme cuerpo al de ella y Leonette pudo sentir el corazón de Tom latirle en la piel. El calor que él desprendía, su olor, sus latidos, su piel dura… todo en Tom era perfecto.

—Vas a correrte una última vez, Leonette.

Negó, horrorizada ante la idea.

—Me moriré si lo hago —susurró con un hilo de voz.

—No te morirás, te correrás una última vez.

Le separó los muslos y Leonette tembló cuando Tom rozó su sensible sexo con su miembro. Se había olvidado de eso, de algo tan obvio, que se sintió estúpida. Él comenzó a moverse, despacio, únicamente para entregarle ardientes caricias a sus sensibles carnes. Anheló sentirle dentro.

—Penétrame —pidió con un gemido.

—No.

Se sintió frustrada por su negativa, pero su deseo seguía vivo y la llama continuaba prendida.

—Si no lo haces, juro que no me correré esa última vez —fue una amenaza sin contundencia y Tom, el hombre más serio del mundo, esbozó una sonrisa confiada. Leonette se derritió ante aquella sonrisa, tan luminosa, tan masculina, tan poderosa.

—Sí que lo harás, y yo lo haré contigo.

Tom no hablaba por habar. Siempre tenía razón. Y, además, sabía dónde acariciar para provocarla. Quiso resistirse, quiso cumplir su amenaza, porque su sexo lloraba por él, reclamaba a Tom y él no le daba lo que quería. Pero no pudo, no podía hacer nada contra el hombre que tan bien conocía su cuerpo y que tan bien la cuidaba, prodigándole las mejores atenciones. Tuvo otro orgasmo, largo y perezoso, y Tom lo tuvo también, derramando su cálida semilla sobre su vientre.

Leonette regresó a casa aquella noche sumida en un extraño trance. Tom limpió su cuerpo con un paño de seda bordado que había en la capilla, humedeciéndolo con agua bendita. La ayudó a vestirse, atando cada uno de los lazos y los botones del vestido y luego, la acompañó hasta la puerta del servicio de la mansión para que se ocuparan de ella.

—Date un baño de agua caliente, come algo antes de meterte en la cama y duerme todo el día —le dijo antes de despedirse. Ella le cogió de la mano antes de que se marchara, con un nudo el vientre, deseosa de volver a abrazarse a él. Deseosa se tener más sexo con él. Deseosa de él.

—El primer piso, segundo pasillo, tercera puerta… jarrones de flores rosas... tres golpes —le dijo.

Tom asintió y le dio un beso en la mejilla. Ella se recreó en su cercanía, en su olor, en su calor… y de pronto lo añoró, le echó de menos y deseó abrazarle, complacerle, arrodillarse ante él y ofrecerse, abrir sus piernas para que él entrara en su paraíso. Pero cuando quiso devolverle el beso, él ya se había alejado y le vio caminar por el sendero que conducía a los establos, haciéndose cada vez más pequeño.

Cuando Leonette se metió en la cama después del baño, lloró hasta quedarse dormida. Esperaba que él hubiera entendido su mensaje. La idea de que la reemplazase por otra mujer, por una puta, siguió tan presente que tuvo pesadillas durante las noches siguientes.

Continuará...

5 intimidades:

  1. Sin palabras... Continuará???... Eso espero y que sea mas pronto que tarde, es fantástica la historia, Tom atrapa con su personalidad y carácter y ella... Una afortunada, jajajaj. Buenísimo Paty.

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    1. Jajaja, claro que continuará, queda un poco para el final, la última fotografía de la colección ;) No sé, si gusta, igual me animo a poner más capítulos, pero no sé :/

      Besos!

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  2. Me encantó el arrojo que muestra Leonette ante Tom, se arriesgó a todo!!!! Con inseguridades y demás acorraló al hombreton!!!! Y además lo citó en su habitación!!! Es valiente toda ella!!!! Ya estoy impaciente por saber ahora que se les ocurre hacer a estos dos.

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    1. Si, ante todo, la valentía y el arrojo de Leonette es lo que hace que Tom se lance. Ya viste como de martirizado estaba antes, ¡imagina como debía sentirse aquí! :D

      Besos!

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  3. Anónimo22:59

    Solo, felicitarte por la calidad de tus escritos. No es facil encontrar textos con este nivel. Un saludo.

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