Trece años (I)


Reconocería aquella voz en cualquier parte. El tono dulce, cálido, con un toque de picardía. “Meredith”. Incluso su nombre sonaba dulce, suave como una corriente de agua resbalando entre las piedras. Se removió inquieto en el asiento, ahogando una maldición, sintiéndose como un completo imbécil por perder el temple de esa manera. Pero siempre le había pasado lo mismo, siempre le había provocado ese efecto cuando escuchaba su voz; toda la sangre de su cuerpo se concentraba en un único punto, causándole un incómodo y sofocante dolor.
Ella todavía tenía ese poder sobre él.
Pocas cosas lograban conmocionarle tanto como escucharla. ¿Cuántos años habían transcurrido desde la última vez que la vio? Doce años, once meses, cuatro días, una hora y aproximadamente diez minutos. ¡Trece putos años y no había podido olvidarse de ella!
Se vio inundado por un torrente de recuerdos. Sus dulces labios dedicándole aquella tímida sonrisa cuando se cruzaban sus miradas, los enormes y brillantes ojos cuando por fin le confesó estar preparada para su primera vez; ser consciente de saber que era el primer hombre que besaba la cálida curva de su cuello, que acunaba su tierno pezón con la lengua, que disfrutaba del dulce sabor de su néctar, que escuchaba el gemido sorprendido de su primer orgasmo...
Con gran esfuerzo levantó la mirada hacia el escenario. Siempre había creído estar preparado para ese momento, para un reencuentro cara a cara con ella; pero a la hora de la verdad se dio cuenta de que no, de que por mucho que se hubiera mentalizado todos estos años, las emociones se le escurrieron de las manos.
¿Qué demonios estaba haciendo Meredith allí?
Vestía una estrecha falda azul oscuro a la altura de las esbeltas rodillas, el primer botón de la chaqueta correctamente abrochado y la acreditación, una tarjetita con sus credenciales, colgando de un cordón hasta converger hacia el escote de su blusa blanca. La altura de la tela era absolutamente correcta y recatada, ni siquiera insinuaba el nacimiento de sus blancos senos; turgentes y cálidos, recordó al instante. Su cabello rubio brillante estaba recogido en un largo y exquisito trenzado, dejando al descubierto el elegante cuello que él había llenado de besos hasta su oreja para decirle lo sexy que era. Llevaba maquillaje, sus pestañas eran largas y frondosas, los pómulos tenían un suave color crema y los labios rosados no llevaban demasiado carmín. Mantenía la barbilla alta, obstinada como de costumbre y sus ojos seguían siendo como los recordaba. Incluso desde la distancia podía saber que el tono era como el color de la miel sobre un trozo de manzana.
Observó a la exquisita mujer en que se había convertido y a la jovencita que había sido. Había madurado. Sus labios eran ahora más provocativos y sus sensuales curvas se habían acentuado. Su aspecto era ligeramente distinto al de la chica que él había conocido. Un aura de melancolía la envolvía, una tristeza disimulada bajo una deslumbrante pero provocativa sonrisa, que podría lograr que un hombre se postrara a sus pies. El aire a su alrededor era cálido, frágil. Invitaba a la ternura, a la devoción, a la rendición absoluta. Lo invitaba a él a subirse al escenario para desnudarla y fundirse a su tersa piel para borrar la casi imperceptible sombra de aflicción que tenía su mirada.
Era innegable la feminidad que desprendía en cada uno de sus gestos. Él había conocido mujeres mucho más hermosas a lo largo de su vida, pero ninguna podía hacer sombra a Meredith Cross.
Meredith hizo una pausa y carraspeó. Hablaba, en ese momento, sobre los derechos humanos y las leyes internacionales, presentando a los asistentes el contenido del programa y los horarios de las ponencias. Se mordisqueó el labio inferior mientras ponía en marcha las diapositivas y él solo pudo pensar en penetrar aquella boca y hundirse en la sedosa humedad de su interior mientras ella le miraba con esos ojos de caramelo.
El deseo lo atravesó provocándole un estremecimiento y más recuerdos se superpusieron a los primeros. Rememoró la confianza que mostraron sus ojos cuando le separó los muslos vírgenes, la manera en que le susurró que lo amaba, la admiración con que le miró cuando se introdujo en su cuerpo por primera vez, la calidez que emanó de ella a medida que se acostumbraba a tenerle dentro.
Fue la primera y la única vez.
Incluso después de trece años, incluso después de arrancarla de su pensamiento y de su corazón, de repetirse una y mil veces que aquella chica ya se habría olvidado de él, la deseó. La deseó de una manera con la que no había deseado a nadie; febril, desesperada, vehemente. En cuanto la descubrió sobre el escenario solo albergó el anhelo de tocarla, tumbarla y hacerla suya, sumergirse en su interior y permanecer allí durante horas, escuchando sus gemidos, sus lamentos, su gozo.
Y cada segundo que pasaba mirándo,a el deseo crecía y con él, el dolor.
Tragó saliva buscando tranquilizarse. Estaba a punto de hacer estallar la bragueta del pantalón y no habían pasado ni cinco minutos desde que Meredith comenzara a hablar. Se removió cada vez más nervioso. Necesitaba calmarse, necesitaba recuperar el control, necesitaba ser dueño de su deseo. Ya no era un adolescente, era un hombre con experiencia, ferozmente curtido en los despachos legales más prestigiosos del país. Conocía más sobre la naturaleza humana que cualquiera, había representado a personas de dudosa condición moral y se había convertido en el mejor soldado, en un mercenario que luchaba por los intereses de su cliente hasta el último aliento.
Era un tiburón que además tenía el privilegio de elegir cuidadosamente a quién quería comerse vivo. Observador, paciente e implacable. Sabía cómo controlar las emociones y como provocarlas en aquellos a los que quería derrotar. Si lograba dominar estos sentimientos, obtenía el poder necesario para subyugarles y tenerles comiendo de la palma de su mano. Y en la intimidad no era tan distinto. Lo que mejor se le daba era conseguir que una mujer se liberara de sus inhibiciones y conectara con la parte más primitiva de su conciencia.
Era un amante entregado e implacable igual que lo era delante de un jurado.
En el momento en que Meredith deseó un feliz inicio a los asistentes al congreso y sonreió con aquellos labios tentadores, quiso poseerla. Le dieron igual trece años de ruina, de tiempo perdido buscando el consuelo en otras mujeres, buscando a aquella que le hiciera olvidar a la que fue su primer y único amor. Se sintió patético, porque durante todo este tiempo se había aferrándose a su recuerdo y seguía ansiándola con la misma fuerza que entonces. Le encantaba su trabajo, pero en el fondo, hacía mucho tiempo que se había resignado a vivir sin su otra mitad, la que le complementaba y lograba hacer que la vida no fuese del todo tan injusta.
La muchacha abandonó el escenario después de presentar la primera de las conferencias y la tensión que ejercía sobre él se relajó hasta niveles algo más soportables. Dado que ya no estaba en su campo de visión, al menos podía pensar en otra cosa que no fuera empujarla contra la pared y enterrarse entre sus muslos hasta que lo único que gimiera fuera su nombre y nada más.
Lo haría. Oh, sí. La tocaría otra vez, la besaría, la haría suya. Ni siquiera quería explicaciones, ni siquiera quería una disculpa por su parte o las razones por las cuales decidió abandonarle. No le importaba, de verdad que no. Solo quería atarla a la cama, mantenerla abierta y húmeda durante toda la noche y conseguir que se corriera una vez por cada año perdido, como un crudo recordatorio a todo lo que pudieron tener juntos. Y repetir aquella tortura cada noche, hasta dejarle muy claro lo que sentía por ella. La amaba tanto que necesitaba follarla como si la odiara.
Ignorando al primer ponente que iniciaba su charla sobre derechos internacionales de presos políticos, se conectó a internet desde el IPad. Siempre le había fascinado la tecnología y el mundo había evolucionado muy deprisa en los últimos trece años. Echando la vista atrás, recordaba el lugar en el que Meredith y él habían comenzado y el lugar en el que estaban ahora: en Bruselas, en el centro de la vieja Europa en plena cumbre Internacional del G20. Después de su violenta ruptura no se había atrevido a saber nada sobre ella, pero las nuevas tecnologías iban a facilitarle la tarea justo ese momento. Entró en la ficha de la convención y buscó a Meredith entre los organizadores. No se había molestado en mirarlo antes de venir, no estaba allí para asistir a las conferencias sino para atraer nuevos socios para su despacho, futuros talentos. Encontró su fotografía y, en lugar de pulsar para acceder a su ficha, su dedo se deslizó por la pantalla con una suave caricia. Cerró los ojos un segundo y luego los abrió, mientras el IPad le devolvía el extenso currículum de Meredith. Doctorada en Derecho y Ciencias Políticas, especializada en Derecho Internacional, la abogada más joven en Heinrich, Wallerstein & Lindth Associated, un despacho en Berlín, Alemania.
Tuvo que contener un silbido de asombro, pero la corriente de orgullo que lo recorrió fue devastadora. Su Meredith era toda una celebridad y él seguía siendo un puto abogado. Trabajaba en Kirbridge & Crawford, el gabinete más prestigioso de Reino Unido, pero era un perro sin escrúpulos comparado con ella, que había dirigido campañas sobre Derechos Humanos e incluso trabajó durante algunos años en la ONU.
Cerró la ficha de Meredith antes de que una malsana amargura lo devorase por dentro. Ella había continuado con su vida después de la separación, ¿de verdad había sido tan ingenuo como para pensar que no había seguido adelante? Ella era una luchadora. Siempre había peleado por llegar a ser alguien importante y ahora que lo había conseguido, ¿quién era él para juzgarla?
Los dos vivían en el mismo pueblo de mierda, una suerte de ciudad en mitad de los pantanos más angostos de Luisiana, donde cada uno de los habitantes estaba emparentado con su vecino por lazos de sangre. El pueblo se había levantado en torno a cuatro grandes familias, la de Meredithera de clase media, católica, republicana y muy conservadora, miembros del Tea Party. Sus padres eran demasiado antiguos para alguien con el espíritu aventurero de la muchacha, que se ahogaba entre las cuatro paredes de su habitación y contemplaba con añoranza la ciudad de Lafayette a través de las marismas del pantano.
Cuando se conocieron aquel caluroso verano de hace trece años, él llevaba dos años en la Universidad y Meredith todavía no había cumplido los dieciséis. La encontró sentada a un lado de la carretera, con una camiseta de tirantes y unos cortísimos vaqueros gastados por el que asomaban sus muslos pálidos y suaves. Se había quedado tirada porque se le había roto la bicicleta y tenía un feo arañazo en la rodilla con la sangre ya reseca.
Detuvo la camioneta a un lado para ayudarla, tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar y con el calor, la camiseta sudada y pegada al pecho. Se puso tan duro que le costó un buen rato bajar del coche para ayudarla a subir la bicicleta a la parte de atrás y regresar al pueblo, como un adolescente que no hubiera visto jamás las tetas de una chica. Había tenido sus escarceos en la universidad y ella no tenía nada que no hubiera visto ya. Aun así, la fiereza con la que apretaba los dientes, rabiosa por haberse quedado tirada y la naturalidad con la que se movían sus pechos sin sujetador, lo fascinaron. Ella era pequeña, delgaducha, casi no tenía trasero. Pero tenía unos pezones puntiagudos insinuados por encima de la tela, una voz aguda y llena de picardía, unos labios plenos y una barbilla terca, por no hablar de la sinuosa curva de su cuello y la cremosidad de su piel pecosa. Estuvo duro durante todo el camino de vuelta, una erección no se relajó ni un grado. Después de dejarla en su casa y asegurarse de que estaba bien, tuvo que masturbarse bajo la ducha para sacar de dentro la tensión que lo había mantenido tieso durante más de cuatro horas.
Maldijo mentalmente. Todavía se acordaba del movimiento de su mano al abanicarse y de los profundos gemidos de placer que emitió cuando bajó la ventanilla para que el frescor de la velocidad le refrescase las mejillas.
Después de aquello se vieron por el pueblo varias veces y se enamoraron. Julio fue un mes muy cargado, el calor era abrasador y Meredith hacia unas limonadas estupendas. Además, la casa de la abuela de la joven quedaba a poca distancia de la suya, por lo que durante las tardes de verano se perdían por los bosques o iban a pasear a los lagos. Se dieron su primer beso bajo una luna llena y rodeados de mosquitos que los acribillaron a picotazos. Al llegar a casa de la abuela, se dieron crema el uno al otro, aprovechando para rozarse y acariciarse en lugares muy íntimos. Un mes después, ella le pidió con un rosado rubor en las mejillas que quería perder su virginidad con él. Y él, absorto en la determinación que mostraba, ansioso por complacerla y con la mente llena de inflamados deseos, aceptó la oportunidad sumergirse entre los muslos pecosos de Meredith. La amaba y ella lo amaba él y no había nada que no pudieran superar juntos. Eran jóvenes, confiados, y un poco ingenuos.
Si hubiera sabido el horror que se desencadenaría después, se lo habría pensado dos veces antes de aceptar la proposición de Meredith. ¿Arrepentido por haberse acostado con ella? En absoluto. Solo lamentaba vivir en un pueblo de mierda lleno de incultos endogámicos.
Meredith salió de nuevo al escenario para hablar y él regresó de la nebulosa de su memoria. Su sangre bajó rauda hacia su miembro al oírla despedir al primero de los conferenciantes y anunciando una pausa de una hora para almorzar. A su alrededor la gente empezó a levantarse con mucho ruido para abandonar el salón de actos. Él se puso en pie para ver donde estaba ella, pero la perdió de vista de inmediato. Incómodo, duro e irritado, se dirigió al restaurante para hablar con su futuro amigo y aliado: el maître. Amablemente y con una generosa propina, le pidió conocer la reserva de la señorita Meredith Cross y con una segunda propina, le pidió que lo sentara en una mesa estratégica desde la que pudiera ver la de ella pero desde donde no pudieran verlo a él. El empleado, eficiente, pues no se había ganado el puesto de maestro de sala en el restaurante del hotel de cinco estrellas más importante de la ciudad por ser un inepto, lo acomodó en un reservado con un ángulo perfecto y él, que siempre se consideró un tipo generoso, pidió vino, la especialidad de la casa y escribió una crítica positiva en Google City Experts.
Meredith entró en el restaurante cuando aún le estaban sirviendo el vino. Contemplarla de lejos casi había logrado que reventara el pantalón del traje. Ahora temió por su vida, una dolorosa corriente le bajó por el estómago hasta explotarle en la entrepierna y su corazón comenzó a latir de forma frenética, a tanta velocidad que pensó que moriría a los treinta y tres años de un ataque al corazón. Tuvo que depositar la copa sobre la mesa con la mano temblando y apretó los dientes para controlar la ansiedad que lo invadió. Casi no podía respirar. ¡Dios! ¿Cómo podía ella seguir afectándolo de esta forma? Si dejaba que sus sentimientos se descontrolaran no iba a conseguir acercarse a dos pasos de ella sin caer de rodillas para besarle los pies. Y eso no podía ser. No podía ser porque debía ser ella quién acabara postrada ante él, con la mirada lánguida, el cuerpo exhausto y una sonrisa de silenciosa satisfacción en los labios; estaría completamente desnuda, lo único que vestiría sería un collar de cuero negro con una pequeña argolla de plata y sus iniciales grabadas en la brillante superficie, a juego con dos esposas alrededor de sus delgadas muñecas, que ataría a las argollas de sus tobillos para tenerla a su completa y absoluta merced.
¿Cuántas veces había soñado con algo así? ¿Cuántas veces había deseado que la sumisa que se presentaba ante él para recibir su adiestramiento fuese Meredith? ¿Cuántas veces había fantaseado con encontrársela en el club, pidiéndole ser el primer hombre que la iniciara en los caminos del placer, con la misma mirada que le dirigió cuando le pidió hacer el amor por primera vez?
Era un imbécil, pero era un imbécil resignado a vivir con el recuerdo de la única mujer a la que era capaz de amar.
Alejó el vino para no caer en la tentación de empaparse en alcohol para envalentonarse y salir a buscarla. No, haría las cosas con calma. Se moría de ganas por tocarla, por aspirar su aroma a frambuesas, por ver de cerca las pecas de su cuello. Después de las conferencias, durante la cena, la abordaría. Sería suave, solo se presentaría ante ella para preguntarle cómo le iba y esas cosas. Después, buscaría la habitación en la que se alojaba y la allanaría.
Lo pensó mejor. Meredith no se acordaría de él. Se había olvidado de lo ocurrido, no había respodido a ninguna de sus llamadas después de que ella decidiese cortar su relación de cuajo. A decir verdad, él recordaba todo lo relacionado con ella excepto la noche en que lo llamó por teléfono para decirle que ya no estaban juntos. Justo después de colgar, en el breve instante de ensordecedor silencio que lo asaltó, bebió tanto que tuvieron que ingresarlo en el hospital. Le costó creer y aceptar la ruptura, siempre había tenido en alta estima a la muchacha luchadora que era, pero al primer escollo se vino abajo y le abandonó. Con el paso de los años dejó de reprochárselo, después de todo la culpa de todo la tenía el padre de Meredith. Policía, alcohólico y maltratador.
Cuando los descubrieron dormidos y desnudos en la cabaña del bosque, el padre de la muchacha lo metió en una celda y le dio una brutal paliza por haber abusado de su niñita. Así era el detective Cross, un malnacido hijo de puta que no toleraba que las cosas no se hicieran a su manera. No discutió –no podía— y no se defendió –tampoco podía—, recibió el desmedido e injusto castigo con la mente puesta en el futuro: iba a llevarse a Meredith con él, lejos de este puto pueblo y de esta gentuza, lejos del padre que la golpeaba si llegaba tarde a casa.
Pero aquello jamás pudo ser. Tardó una semana en salir del hospital y otra más en conseguir contactar con Meredith. Para entonces, ella se había marchado a otro estado, a Texas, para comenzar en un nuevo instituto que la preparara para la universidad. Ella le dijo que no podía seguir con él, que solo había sido un rollo de verano y alguna tontería por el estilo. La ira, el odio, el rencor y el dolor físico fue un cóctel explosivo para su joven e inexperto corazón. Casi pudo notar los pedazos resquebrajándose dentro de su pecho.
Había sangrado por ella y de haber podido, habría matado por ella. Lo sucedido había sido muy, pero que muy injusto.
Meredith se sentó en la mesa junto a otras personas, cuatro hombres y una mujer, miembros de la organización de la conferencia. No le interesaban sus nombres ni sus cargos, solamente el tipo de relación que pudieran tener con ella, con su mujer. “Mía” Sí, aquel pensamiento cobraba fuerza en su mente. Se inclinó hacia delante y en calidad de observador, estudió el comportamiento de los comensales. Descartó de inmediato a la mitad como posibles competidores, no parecían mostrarse especialmente interesados en coquetear con ella. Vale, era una comida de trabajo, pero eso no impedía que un hombre y una mujer se lanzasen señales inequívocas para tener sexo después de los postres. Entrecerró los ojos al contemplar como uno de ellos sí respondía a la cercanía de Meredith, inclinándose hacia ella, riéndole las gracias. ¡Por favor! Si hasta la invitó a comer de su plato.
Dio un golpe sobre la mesa, conteniéndose para no saltar por encima y estrangular a ese imbécil.
Centró su atención en ella. ¡Qué preciosa era!
Movía la boca de una forma muy sensual mientras masticaba. Movía los cubiertos con finura, como si se hubiese criado entre algodones y no entre el estiércol de los campos de cultivo. A ella le gustaba mucho comer con las manos, consideraba divertido mancharse las manos de salsa o de chocolate. Le gustaba chuparse los dedos. Ahora, por la manera en que apenas se tocaba la comisura de los labios, esa Meredithdebía tratarse de otra persona. Contempló las pequeñas arrugas formadas en su boca, en sus ojos y las profundas ojeras que tenía. Había cumplido ya la treintena, le miró las manos, pero en ellas no descubrió ningún anillo.
Se conectó a internet otra vez y tecleó Meredith Cross en Google. El buscador le devolvió su perfil de la Wikipedia, al que accedió sin pensar. Luego se arrepintió. No hablaba de su familia ni de él, ni de sus años de juventud en Luisiana y eso le dolió. Solo hablaba de sus estudios, de su ascenso. En el apartado de vida privada ponía que había mantenido una relación de tres años con un tipo. Rechinó los dientes.
Por supuesto que no esperaba que ella se hubiese mantenido casta hasta la fecha, pero ponerle nombre a su amante fue como si le hubieran metido un hierro al rojo en las entrañas y le hubiesen retorcido las tripas. ¡Arg! Iba a tener que vigilar a este individuo, por si acaso le daba por intentar recuperarla. Las circunstancias hablaban por si solas: Meredith no era una chica fácil de olvidar. Ningún hombre con dos dedos de frente podía dejar escapar a alguien como ella.
“Pero yo la vi primero, colega. Es Mía”
Ella todavía no lo sabía, pero iba a ser suya de nuevo. Y esta vez para siempre.

Continuará...



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4 intimidades:

  1. Oh, venga, vamos... no me dejes así... no tardes mucho en continuar con este relato...
    Como siempre, un placer leerte
    Un abrazo

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. me gusto mucho la lectura, ya quiero leer el siguiente capitulo...

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  4. Ya estoy aquí Patry, oinssssssss ya me tiene pillada, wow como me molaaaaaa.siento la tardanza pero no doy para mas ajajjajaja

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