Un atardecer de otoño - [intimidaddelosviernes]


Marlene se mordió el labio inferior y sonrió como una tonta, apretando entre las manos el vaso de cappuccino para sentir el calorcillo extenderse por sus palmas. Hoy se sentía feliz, tenía uno de esos días en los que se sentía contenta por ninguna razón en especial y abrió la tapadera del vaso de cartón para lamer la espuma de la parte de arriba, que tenía una pizca de canela y unas virutas de chocolate. Así era como le gustaba a Colin el café, cargado y siempre especiado, y a Marlene la recorrió un escalofrío de gusto al sentir el erótico sabor de la canela en la lengua. Arreglaba un poco las puntillas de la espuma para disimular lo que acababa de hacer con una sonrisa traviesa cuando un pitido anunció que ya había llegado al último piso y salió del ascensor para acceder a la azotea del edificio.

Atardecía sobre los rascacielos de Manhattan. Enseguida le gustó aquella ciudad, una bestia ruidosa y vibrante cuyo estado de ánimo cambiaba según las estaciones del año. Le gustaban sus cambios de color, desde el blanco del invierno hasta el rojo del otoño. Le gustaba también el gris acero de los rascacielos más modernos, la piedra blanca de los edificios antiguos, el azul del cielo despejado junto con un sol amarillo y naranja, el gris del humo que surgía de las rejillas de ventilación del metro y los neones que refulgían durante la noche. Llevaban un año viviendo allí y empezaba a sentirse bien. Quizá, pensó, se estaba acomodando y no tenía que hacerlo porque su estancia en la ciudad de los rascacielos era temporal.

Una brisa helada le golpeó las mejillas, avivando la circulación de su rostro y relajando un poco la intensidad del rubor que todavía prendía sus pómulos. A lo lejos, la línea del horizonte se quebraba con la forma de las azoteas mientras el sol acuchillaba los edificios con sus rayos, con una gama de colores amarillos y naranjas que en unos minutos se transformarían en rojos y violetas para después oscurecerse por completo en cuanto llegara la noche. A todo el mundo le gustaba el atardecer, con sus colores morados, tan nostálgicos. Ella prefería el amanecer, tan lleno de vida, anunciando una nueva mañana esplendorosa, limpiando con sus rayos las travesuras cometidas durante la noche.

Se detuvo a unos pasos del hombre que contemplaba el atardecer tras el trípode de su cámara fotográfica, buscando el enfoque perfecto para inmortalizar un bello crepúsculo. Iba envuelto en un pesado abrigo de color verde oscuro, una prenda que realzaba su larga y elegante figura y hacía juego con sus ojos grises como el acero. Colin.

Aquel hombre la había cambiado por completo, le había mostrado un tipo de placer que no creía que pudiera existir, la había desafiado a sentir cosas que jamás pensó que se podrían experimentar y había conseguido que conectara con una parte de sí misma muy profunda. Esa naturaleza que ella poseía siempre había estado ahí, solo que ella no la había visto hasta que Colin se la mostró. La mente y el cuerpo de Marlenne ya no eran los mismos de hace dos años, ya no reaccionaba de la misma manera ante el mundo ni se estremecía igual. Ahora todo era más intenso, los estímulos más vivos, más ardientes. Ahora apreciaba cada pequeño detalle y lo vivía con pasión. Muchos podrían pensar que Colin la había manipulado de un modo retorcido para hacer de ella una devota del placer pero Marlenne estaba lo bastante segura de sí misma como para tomar sus propias decisiones. Había tardado un poco de tiempo en aceptar lo que tenían y ahora no se arrepentía de haberse fugado con él.

Colin hizo unas fotografías sin percatarse de que Marlenne lo estaba observando con los ojos brillando de admiración. Se quedó absorto con la mirada puesta en el horizonte, pensativo y Marlenne lo miró con delectación durante un buen rato, sintiéndose como una traviesa mirona. Sonrió para sus adentros al recordar el sexo fabuloso que habían tenido aquella mañana frente a la ventana de la habitación, exponiéndose al riesgo de ser vistos por cualquier persona que levantara la mirada en aquel momento. Apretada contra el vidrio, Marlenne se rendía a los diestros movimientos de Colin, quién con silenciosa destreza la empujaba hacia esos placeres tan intensos que a ella le encantaban. Fue metódico y calmado, no hubo besos ni abrazos tórridos ni antes ni después, ni siquiera hubo azotes o juegos previos, solo sexo agotadoramente sucio y explosivo que dejaron a Marlenne exhausta y con una sensación de libertad muy gratificante.

Le encantaban esos momentos en los que él perdía el control, abandonándose al instinto primitivo de aparearse con ella. Le gustaba que Colin la utilizara para saciar sus apetitos, como si necesitase su cuerpo y su sexo para seguir respirando, como si necesitase tocarla, obligarla a sucumbir al placer una y otra vez para sentirse completo. Mientras Marlenne se corría sin control varias veces seguidas, libremente y sin que él se lo ordenara, Colin mantenía una calma fría sin variar el ritmo ni una sola vez hasta obtener lo que deseaba y en la medida en que lo deseaba. Y mientras Marlenne resollaba temblorosa y atiborrada y con los muslos empapados con una mezcla de semen y esencia femenina, Colin se pasaba la mano por el pelo para apartarse de la frente los mechones que se le habían despeinado, resoplaba agotado, y se dirigía al baño para ducharse y vestirse antes de ir a trabajar. No se habían dicho nada más desde entonces. No hacía falta.

Al recordar su forma de poseerla durante la madrugada, Marlenne se estremeció y apretó los muslos cuando una pulsación sacudió su sexo, como si su clítoris necesitase recordarle a su libido que Colin estaba allí, a un palmo de distancia, y que si lo seducía con bastante acierto podría conseguir que se perdiera otra vez dentro de ella. Había tardado dos horas en poder sentarse bien en la silla de su despacho y echaba de menos ese dolor ardiente en su sexo, ese escozor que indicaba lo mucho que Colin la deseaba. Pero no hizo nada, solo observó al hombre, esperando el momento adecuado para entregarle el cappuccino que le había pedido que le subiera a la azotea mientras él hacía unas fotografías.

—Desnúdate.

La voz recorrió la distancia que los separaba provocando que se le contrajeran las entrañas. ¿Qué acababa de decir? Marlenne se sintió mareada, había escuchado el tono autoritario de Colin y su cuerpo había reaccionado más deprisa que su cerebro. ¿Le había dicho que se desnudara? Supuso que sí. Pasaron diez largos segundos y él no repitió la orden, así que Marlenne se apresuró a obedecer. Dejó el vaso de cartón en el suelo con mucho cuidado y empezó a desabrocharse el abrigo. Cuando estaba deslizándose la blusa por los brazos fue consciente de lo que estaba haciendo y de lo que Colin le había pedido: que se desnudara en lo alto de una sucia azotea, rodeados de edificios de oficinas más altos que aquel en el que se encontraban. Cualquiera que se asomara a la ventana y mirase en su dirección, podría verlos. Y los americanos eran bastante quisquillosos con todo lo relacionado con el sexo al aire libre, consideraban un escándalo público cualquier cosa, incluso un pecho en televisión. A pesar del rechazo que le produjo hacerlo, Marlenne se quitó el sujetador y después se bajó la cremallera de la falda. Se quitó los tacones, se sacó las medias y por último, dejo sus bragas en lo alto del montón de ropa doblada.

Hacía frío y se le erizaron los pezones. Colin no dijo nada, ni siquiera se volvió a mirarla, seguía observando el horizonte.

Marlenne esperó su siguiente instrucción controlando los estremecimientos, que ya no eran de frío sino de anticipación, porque saberse allí desnuda le calentó la sangre y empapó su sexo. Diez minutos después, con la piel ruborizada por la vergüenza y el escándalo, Colin le tendió la mano sin girarse para mirarla y ella aceptó su mano, sintiendo como una cálida corriente le recorría el brazo cuando le tocó los dedos calientes. Colin la dirigió hacia la cornisa de la azotea, de más de un metro de ancho y luego, se puso detrás de la cámara y le sacó una foto. Marlenne se sacudió nerviosa, Colin jamás le había hecho una fotografía desnuda.

—Sube —dijo.

Marlenne le miró a los ojos y él le devolvió la mirada. La masculina expresión serena no tenía nada que ver con el fuego que rugía detrás de sus pupilas, proclamando un ardiente deseo con la misma sutileza que una bomba nuclear. Colin se mostraba frío cuando estaba excitado, por fuera era calmado pero por dentro apenas podía contener las riendas de su deseo. Marlenne sintió que se mojaba mucho y muy deprisa y se apresuró a subir a la cornisa, sintiendo que el aire que respiraba ya no era la brisa del atardecer de Manhattan sino el aire cálido que siempre rodeaba a Colin. Con la elegancia de un gato, apoyó las manos y las rodillas en la cornisa y entonces le sobrevino el vértigo al ver lo cerca que estaba del borde. Ahogó un jadeo de sorpresa, suerte que no tenía miedo a las alturas o no habría podido controlar el terror. Una picante sensación de riesgo le inundó la sangre y miró a Colin por encima del hombro. Él le hizo otra foto.

—Estás excitada. Muéstrate para mí.

Ella cerró los ojos, respirando de forma entrecortada. Hacía un frío de mil demonios en aquella azotea y sin embargo ella estaba ardiendo como si estuviese rodeada por un círculo de fuego. Si Colin no indicaba nada, Marlenne tenía libertad para elegir de qué modo mostrarse ante él. Se inclinó hacia delante y apoyó la mejilla sobre la cornisa, mostrándole la curva de sus nalgas bañadas por los rayos de sol del atardecer. Escuchó como hacía varias fotografías, se sintió emocionada y extraña a partes iguales porque él siempre le había propuesto hacer aquello, fotografiarse desnudos haciendo el amor e incluso grabar alguna de sus sesiones. Y ahora la estaba fotografiando a cielo abierto con los rascacielos de Manhattan de fondo.

 Cuando él dejó de hacer fotos, Marlenne se volvió hacia él. Colin se desabrochó el abrigo y luego, el cinturón. Un aluvión de éxtasis invadió a Marlenne, clavó las uñas en la piedra de la cornisa y se quedó paralizada, con la mejilla pegada a la cornisa y el trasero levantado.

Colin se sacó la correa y se la enrolló en la mano muy despacio.

—Ven aquí. Marlenne tragó saliva, bajó de la cornisa y se aproximó al hombre, sacudida por un millón de escalofríos.

—Date la vuelta y mira al horizonte.

Con las rodillas temblando, Marlenne le dio la espalda a Colin y contempló el hermoso atardecer.

—Apoya las manos sobre las rodillas.

Ella tragó saliva y se inclinó un poco hacia delante. Estuvo a punto de desmayarse al sentir los dedos masculinos metiéndose entre sus muslos para acariciar sus empapados pliegues. Contuvo el aliento cuando el contacto le abrasó incluso el pensamiento y se mordió los labios cuando pellizcó su sensibilizado clítoris. No se había dado cuenta de lo caliente que estaba hasta que él se lo había mostrado.

—Niña mala —susurró él.

Marlenne se derritió con aquellas palabras, pues contenían un significado tan profundo que se le empañaron los ojos. Hoy era uno de esos días en los que Colin estaba de humor para jugar. Marlenne había bajado la guardia y ahora estaba pagando las consecuencias de su distracción. Apenas tuvo tiempo de pensar en nada cuando el cinturón golpeó la tierna carne de sus nalgas desnudas y ella sonrió al sentir como la piel golpeada comenzaba a arder. Dolía, sí. Pero ese dolor le indicaba que todavía estaba viva y todo gracias a Colin. ¿Podía sentirse más enamorada de aquel hombre? Claro que podría.


3 intimidades:

  1. Como siempre encantada de leerte. Buen fin de semana

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  2. Me alegro de volver a leerte. Un saludo!

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  3. Bonita historia. Aunque me gustaría leer algo distinto al habitual mujer sumisa e inocente y hombre autoritario y experto.

    Sigo leyéndote. ¡Saludos!

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