Trece años (III)


Tenía la boca seca. Tocar la piel desnuda de sus hombros y no poder recorrer el resto de su cuerpo lo estaba volviendo loco. Inspiró hondo, si no lograba ganarse su confianza jamás podría acariciarla como deseaba hacerlo. Había sido extremadamente complicado controlar todas las emociones que sentía; incluso ahora era difícil, teniéndola delante, oliéndola, sintiendo su calor, notando la energía que brotaba de su cuerpo.
Pero ella lo necesitaba. Los dos lo necesitaban.
Todavía no era capaz de asimilar lo que había sucedido en el ascensor. Meredith había pensado que quería pegarle. Tan profundo era su dolor y tan arraigada la desconfianza en los hombres. Su padre la había maltratado, él lo sabía, había visto los golpes en su cuerpo y nunca se había atrevido a preguntarle por eso; porque era un adolescente, si no hablaba de palizas, era como si no hubieran sucedido.
Ella ya tenía que soportarlo en su casa, no había necesidad de comentarlo fuera. No quería contaminar algo hermoso, Meredith no lo soportaría, no merecía que todas facetas de su vida estuvieran envenenadas. Había tenido la esperanza de que ella se lo contara algún día, que sacara a la luz sus demonios, que se desahogara con él.
Pero se había equivocado en eso y en muchas otras cosas. No habían tenido una conversación seria al respecto, no se había ganado su confianza y tampoco había tenido el valor de defenderla y luchar por ella. Prácticamente, se había ahogado en su propia culpa, después de culparla a ella, y no había intentado de salvarla. Meredith se había salvado sola, sin ayuda de nadie, labrándose un futuro como él. Era una mujer fuerte, que se había enfrentado a la vida con más arrojo que él; pero también estaba sola, sin el apoyo de una persona que la ayudara a ser feliz.
Deslizó las manos por sus hombros, arrastrando las mangas. No quería pensar, tenía que actuar, tenía que volver a conquistarla. Su vestido de tubo, muy ceñido, tenía una fina cremallera en la espalda que no le costó deslizar hacia abajo. Antes de retirar la tela de su cuerpo, como si desenvolviera el papel de un regalo, se detuvo a mirarla a los ojos.
Había miedo. Mucho. Él había aprendido a interpretar expresiones y comportamientos, no solo en su trabajo, también en la intimidad. Meredith estaba asustada. En el fondo de sus pupilas, encontró a una niña aterrada.
Le cubrió la cara con las manos y la besó. No podía soportarlo más, se estaba muriendo de anhelo, de deseo; pero la compasión le quemaba la piel. Quería calmarla, cuidarla y borrar el tormento que había en sus ojos.
En cuanto sus labios entraron en contacto, sufrió una convulsión y la memoria lo arrojó de golpe al pasado.
Era tal y como la recordaba. Dulce, cálida, tierna. Aspiró el calor de su aliento cuando le abrió la boca y después, sin contenerse, introdujo la lengua entre sus labios para rozarla con una caricia pensada para deslumbrarla. Ella gimió y se sujetó a sus brazos, hasta que se quedó sin aliento y estuvo a punto de desmayarse por la falta de aire.
Se apartó para mirarla a la cara. ¡Se estaba precipitando! No podía dejar traslucir sus sentimientos de esa forma tan descarada, tenía que ser paciente y comenzar con su adiestramiento.
Una corriente de regocijo le recorrió el cuerpo al contemplar los ojos enturbiados, las mejillas rosadas, los labios ligeramente hinchados de Meredith. Pero percibió que se contenía y no podía permitirlo.
—Habla.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó ella. Parecía un poco aturdida.
—Quería a besarte. En el ascensor, cuando he entrado, pretendía besarte. Y cuando te he visto cerrar los ojos.... —gruñó, frustrado, apoyando la frente sobre la de ella—. Te hice una promesa aquella noche, en la cabaña, y no pude cumplirla. Espero que puedas perdonarme.
—¿Yo… perdonarte a ti? —Parpadeó, sorprendida. Un revoloteo de pestañas que le provocó una nueva alteración en la sangre.
—Sí —exclamó con vehemencia—. Por no ser lo bastante hombre para ti. Por abandonarte en el peor momento. Por haberte insultado como lo hice. Lo siento.
La mirada femenina comenzó a brillar y prácticamente se le anegaron los ojos. En el ascensor ya había visto el indicio de unas lágrimas, emborronando el rímel y la pintura del contorno de sus párpados. Había estado muy hermosa, con la mirada tan frágil, pidiendo auxilio en completo silencio; ahora, con las lágrimas negras manchándole las mejillas con los surcos de su maquillaje, le pareció la imagen más preciosa que había tenido de ella.
Pero no quería lágrimas de tristeza en su cara, quería lágrimas de placer. Le acarició los pómulos con cuidado, porque no quería emborronar las líneas oscuras de lápiz que tan preciosas le parecían. Le masajeó las sienes, el nacimiento del cabello, las orejas y por último, el cuello. Tenía los músculos tensos, así que la relajó con el calor de sus manos, penetrando bajo su piel, hasta que la vio entornar los ojos por el placer.
Determinado, deslizó el vestido por sus brazos, por su cuerpo y sus caderas, acariciándola con las palmas de las manos, hasta que el vestido cayó a sus pies.
No desvió la mirada de sus ojos, a pesar de que se moría por ver su cuerpo desnudo. Quería comprobar los cambios que la naturaleza había obrado en Meredith, deleitarse con la madurez de sus pechos, con las dunas de su vientre, con el tono de piel de su entrepierna. Ella se estremeció, insegura, observándole con las pupilas dilatadas. Ben colocó las manos sobre sus caderas, se aproximó lo suficiente para que sintiera el roce de la tela de su traje y respiró sobre sus labios, manteniendo una distancia muy precisa, cargando de electricidad el aire que había entre ellos. Ella sacudió las manos, pero se quedó muy quieta, como si estuviera paralizada.
Podía ver sus pensamientos a través de su mirada, la tormenta de emociones, las dudas, el recelo, el deseo, la culpa, la vergüenza, el miedo… Las absorbió todas, empapándose con ellas, asimilando sus propios pecados y los de ella.
Solo había una manera de resolver aquel asunto y era llegar hasta la parte más profunda de su psique. Tenía que acariciarla en el punto más vulnerable y no solo se trataba del corazón, también estaba su mente. Su cuerpo podía ser fácil de conquistar, pero el resto era más complicado.
Un vistazo a su manera de sentarse en el taburete de aquel bar le había dado una pista muy clara: Meredith era una mujer consciente de su atractivo y su sensualidad, y no la ocultaba a ojos de los demás hombres. No sabía a qué se había dedicado los últimos años en el aspecto sentimental, pero lo averiguaría. Sería un todo desafío obligarla a confesar todo; de ese modo, cada hombre que hubiera pasado por su vida, acabaría en el absoluto olvido debido al modo en el que pensaba complacerla.
Cuanto más tiempo pasaban mirándose, el ambiente se volvía más tenso debido al silencio. Ben no pensaba decir nada hasta el momento preciso, así que mantuvo los ojos clavados en ella, esperando a que se resquebrajara. Poco a poco, la confianza de Meredith fue regresando. Su cabeza había vuelto a ponerse en marcha y estaba pensando en algún plan para fastidiarle. Por suerte para él, sabía lo impredecibles que podían ser las mujeres desnudas, así que estaba preparado para cualquier cosa.
Unos segundos después de pensar aquello, Meredith actuó del modo más básico: movió la mano para colocarla sobre la erección que presionaba contra la cremallera de su pantalón.
Ben reprimió un gruñido. Estaba preparado para muchas situaciones, pero estaba desentrenado en lo que se refería a las emociones. No le faltaba experiencia en el sexo, le faltaba experiencia con ella, porque deseaba tocarla, besarla, follarla y obligarla a gritar su nombre mientras se corría una y otra vez, del mismo modo que deseaba que ella lo tocara, lo besara, lo follara y lo obligara a rendirse a ella.
Tras unos segundos, se sintió decepcionado. Meredith solo quería distraerle con placer, tocándole dónde más vulnerable era el cuerpo de un hombre. Pero él no era como los demás hombres y ella tenía que tener muy clara esa parte.
Le permitió creer que tenía el control. Ella comenzó a mover la mano arriba y abajo, presionando con la base y apretando con los dedos, recorriéndolo entero de un extremo a otro. Ben tuvo un momento de debilidad, solo un segundo en el que estuvo a punto de caer de rodillas delante de ella para darle lo que buscaba, un polvo rápido para saciar la necesidad, un acto violento y sucio con el que poner fin a una agonía de más de una década. Sería fácil, ponerla contra la pared y penetrarla con rudeza, como ella creía que deseaba que fuera aquel reencuentro. Sin duda, Meredith estaba convencida de que él solo quería sexo de reconciliación para pasar página.
Y en eso se equivocaba completamente.
Él no quería pasar página. La quería a ella.
Ahora. En ese momento. De rodillas. Con lágrimas de placer emborronando su mirada. Con su sexo inflamado y húmedo. Con su trasero enrojecido por los azotes. Con los brazos y piernas atados. Inmovilizada. A su merced. Suplicando que se detuviera. Rogando por más.
La agarró por la muñeca y le apartó la mano.
—No te he dado permiso para hacer eso.
Ella tragó saliva, pero se recuperó enseguida y esbozó una media sonrisa. A otros hombres les habría parecido provocativo ese gesto y habrían caído rendidos a su encanto.
Pero, una vez más, él no era como los demás hombres.
—¿Permiso? —murmuró ella, burlona—. ¿Qué eres, un psicópata del control?
Él sonrió.
—Ahora te pareces más a la Meredith que recuerdo.
—¿La que quiso follar contigo por lástima?
—La que era impertinente e irrespetuosa.
—Claro… —dijo sonriendo de un modo escalofriante—. Por esa razón quieres darme una zurra, por qué herí tu orgullo. No te preocupes, estoy acostumbrada a que los hombres me den palizas. Empieza cuando quieras.
Ella estaba dispuesta a jugar esa carta, pero Ben no podía consentirlo. Lo cabreaba de una manera que no podía asimilar, ¿cómo podía ella denigrarse de esa manera? ¿Con qué clase de hombres había estado? ¿Tenía algún tipo de trauma juvenil y solo podía sentirse segura recurriendo a maltratadores en potencia?
—No estás acostumbrada a que yo te dé una zurra. No te preocupes, te mostraré la diferencia encantado.
Lo que sucedió a continuación resultó un poco violento. Como experto que se consideraba en aquellas lides, descubrió que mantener el control y un nivel aceptable de dominio sobre el cuerpo indefenso de una mujer, le resultó más complicado que de costumbre. Quizá porque todas las mujeres que habían acudido a él, previamente, habían aceptado de mutuo acuerdo lo que iba a suceder. En cierto modo, se había acomodado a que ellas se sometieran, con más o con menos reticencias.
Pero Meredith no había dicho una palabra al respecto y, si no tenía cuidado, no sería más que otro maltratador para ella.
La agarró por la muñeca y tiró con fuerza para lanzarla sobre la cama. Meredith aterrizó de bruces con un resoplido, antes de que pudiera reaccionar, Ben la cogió por la otra muñeca y le dobló los brazos detrás de la espalda, en el ángulo adecuado para inmovilizarla sin hacerle daño. Ella reaccionó bastante más deprisa de lo que había esperado, por lo que tuvo que ponerse a su altura y actuar con la misma rapidez. Mientras cogía la cinta negra, ella se defendió cómo, probablemente, había aprendido a hacer, revolviéndose con rabia. En el fondo de su mente apareció un pensamiento angustioso, pero decidió relegarlo a otro momento en el que estuviera más despejado. Le envolvió las muñecas con la cinta y apretó el nudo con cuidado para no cortarle la circulación. Ella se removió, jadeando, a punto de ponerse a gritar. Que no lo hubiera hecho cinco segundos antes resultó muy significativo.
Ben le puso las manos sobre los hombros y dejó fluir su energía sobre el cuerpo desnudo de Meredith, esperando a que se le pasaran los nervios. Por lo visto, se tranquilizó y movió la cara para mirarle por encima del hombro.
—Suéltame.
Su tono fue más tenso que asustado. Acercándose más al borde, colocó las piernas de Meredith, que colgaban fuera del colchón, entre las suyas. Se inclinó para presionar su cuerpo contra la cama, aprovechándose de la cercanía.
—No.
—Suéltame, puto… enfermo… —masculló ella, respirando con dificultad debido al esfuerzo de revolverse.
—Esa es la Meredith que recuero —comentó él, casi divertido.
—La que te va a romper el maldito cráneo como no me sueltes…
Estaba lo bastante inmovilizada como para que no pudiera escapar. Ben conocía sus propios límites y sabía que no estaba haciéndole daño ni reteniéndola con más fuerza de la debida. Aflojó las manos, pero muy poco.
—La que nunca se rinde —corrigió él—. Quiero enseñarte algo que te ayudará a comprender lo equivocada que estás respecto a mí. Sé que lucharás contra ello y, no te voy a mentir, ansío que lo hagas.
—¿Te escuchas cuando hablas? —murmuró, temblando—. No quiero esto… No me parece que estés haciendo algo…
Le dio la vuelta, tumbándola espaldas al colchón.
Meredith inspiró hondo, completamente expuesta frente a él, sin poder esconderse, sin poder huir. Con los brazos detrás de la espalda, entre el colchón y su cuerpo, firmemente atada. Sus pechos se elevaron y se agitaron cuando su respiración se volvió rápida y superficial. Ben la miró a los ojos con determinación y, después, recorrió su cuerpo con la vista. Ella no intentó cubrirse, paralizada por la impresión.
Casi se tragó la lengua al ver su desnudez después de tanto tiempo. Había madurado, vaya que sí. Pesaba al menos diez kilos más desde la última vez y la curva de sus muslos era firme, perfecta para llenarse las manos con ellas. Observó sus pechos, que habían sido pequeños, de grandes pezones, y que ahora habían adquirido un voluptuoso volumen. No se detuvo demasiado tiempo allí, quería echar un vistazo a rápido a todo lo demás y descendió por su estómago, su ombligo y, por fin, su sexo.
Tembló. Deseó cubrir ese cuerpo de besos, pero también deseó mordisquear y dejar los dientes suavemente marcados sobre la piel cremosa. El tono de piel seguía siendo el mismo, un poco más tostado por el sol, pero con el tipo de sensibilidad adecuada para que enrojeciera vistosamente al primer azote. Inspiró hondo. Se estremeció de puro deseo, de pura expectación. Sintió un hormigueo en la palma de la mano izquierda, en los dedos y la muñeca. Meredith contuvo el aliento y, acto seguido, rodó para ponerse de lado y ocultar su desnudez, con un gemido ahogado. Él volvió a colocarla como quería, frente a él, tumbada, y puso las manos detrás de sus rodillas. Meredith le dio una patada, por lo que Ben tuvo que rodearle la pierna con un brazo. Forcejearon un rato, en completo silencio, que no hizo sino aumentar la tensión, el deseo y cierta indignación entre ambos. Aquello corría el riesgo de convertirse en una pataleta absurda, ella le lanzaba miradas incendiarias desde su desaventajada posición, mientras que él se mantenía firme, apresando la carne de las piernas de Meredith, hundiendo los dedos en sus músculos. De vez en cuando, de reojo, ella separaba los muslos lo bastante para que la inflada intimidad en la que él deseaba hundirse fuera visible. Ben se esforzó por apartar la vista de allí.
Poco a poco, percibió que la resistencia de Meredith menguaba. Ella nunca se rendiría, pero físicamente, se cansó más deprisa que él debido al esfuerzo. Al final, se quedó quieta, respirando de manera agitada. Ben aprovechó su descanso para quitarse la corbata con una mano y rodearle las rodillas con la tira. Ella volvió a forcejear, pero ya no tenía fuerza, y acabó con las piernas atadas, juntas.
—Echaba de menos esto —comentó él dando un paso atrás, dejando el cuerpo de Meredith desmadejado sobre la cama—. Siempre perdías, ¿lo recuerdas?
—Esto no es una pelea de niños —murmuró ella con las mejillas enrojecidas por el esfuerzo y la vergüenza.
—A mí me lo ha parecido. —Sonrió.
Sudaba. Notaba la camisa pegada al pecho y una tensión entre las piernas que empezaba a doler de verdad.
—No sé qué has pensado hacerme —dijo ella. De repente, se quedó tumbada, muy quieta, y miró al techo—. Sea lo que sea, hazlo de una vez.
Ahí estaba otra vez esa amarga rendición, como si pretendiera dejarse hacer, como si él fuese un abusador y ella decidiera dejar de luchar para evitar el dolor. Seguramente, dada su experiencia en esta clase de supervivencia, había adquirido la habilidad de evadirse de la realidad, logrando que la parte consciente de su mente se sumergiera en un lugar irreal con el que soñar.
Pronto se daría cuenta de que eso no iba a funcionar con él.
Ben se quitó la chaqueta, que dejó sobre el respaldo de una silla. Con calma, desabrochó los botones de las mangas y empezó a enrollarlas hasta dejarlas por encima del codo. Luego se quitó los zapatos y soltó los botones del cuello para respirar un poco mejor. Notó que ella lo miraba de reojo, pero fingió no darse cuenta.
Antes de acometer la tarea, entró en el baño, sencillamente, para que Meredith sintiera su ausencia. No sabía si ella albergaba los mismos sentimientos que él, puede que ni siquiera lo hubiera amado en el pasado y, por lo tanto, tampoco lo amara ahora. Pero eso era imposible, había conocido a la joven Meredith que, bajo una apariencia belicosa, ansiaba amar, soñar y entregarse a la vida. Siempre había sido valiente y aventurera. En la breve conversación que habían tenido y tras lo sucedido en el ascensor, había visto resignación y la muerte de esa pasión que los había unido.
Se pasó la mano por el pelo. No tenía nada que hacer contra ella. La había encontrado después de trece años y seguía amándola con una desesperación que no distaba demasiado de la locura. El deseo que le quemaba por dentro, ese que le formaba una abrasadora hoguera en el estómago y enviaba descargas hacia su entrepierna, era más fuerte que todo lo que había sentido hasta ahora. Antes se lo había pasado bien con las mujeres con las que follaba; ahora estaba sufriendo, temeroso de meter la pata y aplastar, sin pretender, cualquier llama de esperanza que pudiera existir entre los dos.
Abrió el armario y cogió un frasco de aceite corporal.
Cuando regresó, ella continuaba en el mismo lugar. Su respiración se había normalizado, pero en su cuerpo aún era visible el esfuerzo. Tenía las mejillas encendidas, manchadas de ese maquillaje oscuro que no podía dejar de admirar, y en sus piernas se habían formado unos puntos más oscuros; señales de sus dedos durante el forcejeo.
—Voy a castigarte.
—No esperaba menos —contestó con frialdad.
Su rechazo le dolió, pero solo un poco. Estaba fingiendo. Tenía que estar fingiendo porque, de lo contrario, lo que estaba a punto de hacer lo pondría a la misma altura que todos los hombres que le habían hecho daño. Y él no iba a hacer eso.
Él no era como todos los demás hombres.
Rodeó la cama, observándola desde su altura. Mientras cambiaba de lugar, ella movió la cabeza esquivando su mirada. Ben se tomó su tiempo, estudiando cada centímetro de su cuerpo, aprendiendo cada curva, cada músculo y cada hueso marcado contra su piel. Sus sensuales clavículas, sus costillas sobre la piel tensa, las caderas. Debido a las ataduras, tenía el torso más levantado, por lo que sus pechos se elevaban y dejaban una vista perfecta. Sabía que, por el tiempo que llevaba así, se le habrían dormido los brazos, pero ella no había protestado ni una sola vez; dudaba que llegara a hacerlo.
Poco a poco, acabó con la paciencia de Meredith. El primer indicio fue el progresivo enrojecimiento de su piel, la turbación de su expresión, la tensión que empezó a flotar y a brotar de su cuerpo, alrededor de la cama. Por ese motivo, cuando Ben le tocó la mejilla con los nudillos, ella ahogó un grito y dio un respingo. Él decidió no poner de manifiesto lo que había sucedido y subió a la cama, arrodillándose junto a su cabeza. Vertió el aceite en sus manos y comenzó a acariciarla.
Al principio fue un suave masaje en sus sienes, pensado para aliviar la tensión, para que se acostumbrara a su tacto. Deslizó las yemas por su cuello, hasta los hombros, y comenzó a masajearlo con mucha dedicación. Cuando ella cerró los ojos y los músculos de aquella zona se relajaron, descendió por el contorno de los senos. Trazó un masaje con los dedos alrededor de los pechos, una fricción casual y aparentemente inofensiva; después, derramó un poco de aceite entre sus pechos y lo extendió por su piel. Enseguida, la piel se volvió resbaladiza y caliente. Lento, pero seguro, prosiguió la tarea; de vez en cuando, rozaba como por descuido, sus pezones, que estaban cada vez más duros. Meredith apretó los labios para, posiblemente, contener un suspiro, y Ben abandonó las caricias en aquella zona para continuar por el estómago. Dejó caer unas gotas por su vientre y, con la palma, dedicó una atención especial a la zona debajo de su ombligo, avanzando con suavidad hacia el monte de Venus.
Su piel transpiraba y la camisa estaba empezando a pegársele al cuerpo. El cuerpo de Meredith estaba cada vez más brillante y más caliente, sus manos resbalaban sobre su piel con facilidad, proporcionándole excitantes atenciones. Bajó de la cama y se dirigió hacia donde ella tenía los pies. La miró a la cara. Tenía los ojos cerrados y respiraba por la nariz. Se embadurnó las manos con más aceite y comenzó a masajearle las pantorrillas, los tobillos y los pies. En cuanto le rozó el dedo pulgar, ella dio un respingo.
—Para —murmuró.
Trazó una caricia por todo el contorno del pie y luego, se levantó.
—Ahora, el otro lado. —Cuando la hizo girar, Meredith respiraba de forma entrecortada. Le puso una mano entre los hombros, con los dedos extendidos, y soltó el nudo de la cinta que le retenía los brazos—. No te muevas.
Ella obedeció y él sintió que se ahogaba en un mar de anhelo y desesperación. Pero siguió con la tarea prevista. Estiró sus brazos y le dio un largo masaje por la espalda, los brazos, la cintura y las caderas.
Cuando acabó, Meredith se estremecía envuelta en una espesa niebla de confusión y placer. Estaba agotada de tanto luchar, rendida a sus caricias y al efecto de sus cuidados. Tal y como él quería que estuviera. Por eso, cuando se sentó sobre la cama, la cogió en brazos y la tumbó sobre sus rodillas, ella no se resistió. Cogió sus muñecas con una mano y las sujetó con firmeza en la parte baja de su espalda. Con la palma todavía suave por el aceite, le acarició una nalga. A ella le costó reaccionar, todavía flotaba en aquel lugar al que él la había conducido sin apenas esfuerzo.
—Trece —susurró, más hacia la habitación que hacia Meredith, que se removió, como si despertara de un pesado sueños—. Trece azotes, corazón. Uno por cada año que hemos estado separados.
Dio una fuerte palmada a su trasero y de inmediato el color pálido adquirió un tono rojizo que estuvo a punto de conseguir que se corriera. Ben cerró los ojos, ella lanzó un grito de sorpresa y comenzó a respirar más fuerte. Se mordió los labios para no ponerse a gemir al sentir su cintura caliente apretándose a su dolorido miembro. Lo importante era ella. Dejar las cosas claras.
—Ben —murmuró ella. Tenía la voz congestionada. Había sonado como un sollozo.
—Te he pedido cuentes —contestó, con dureza, pero con indulgencia.
—¿Me has llamado «corazón»?
—Sí, lo he hecho. Cuenta.
Ella no lo hizo. Ben notó que se estremecía, le acarició la zona golpeada y luego, levantó la mano. Meredith se tensó y dejó escapar un grito cuando la mano impactó contra su nalga. Sacudió la cabeza y volvió a sollozar. Ben miró hacia el techo para no perder el control de sí mismo.
—¿Te duele? —preguntó.
—Sí…
—Pero no es el azote lo que te ha hecho daño, ¿verdad? —Otra vez silencio—. ¿Meredith?
—No.
—¿No, qué?
—No… no es el azote lo que me ha hecho daño. Es… no lo sé… Ben…
—Cuenta —apremió—. Cuenta cada vez que mi mano impacte. Sigue el ritmo y concéntrate. Si te saltas alguno, volveré a empezar. ¿Estás lista?
Antes de terminar la pregunta, asestó una fuerte palmada que hizo temblar a Meredith.
—¡Uno! —chilló ella.
Ben levantó la mano con rapidez, Meredith se tensó lista para recibir el azote, pero él no descargó ningún golpe. Esperó, esperó un segundo más cuando la vio relajarse y entonces, lanzó una sonora palmada que resonó por toda la habitación.


© 2017 por Patricia Marin

4 intimidades:

  1. y nos dejas así... eres perversa... menos mal que te lo perdona por lo que me gustan, que si no...

    :) Gracias

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  2. He esperado tanto por este cap... me ha encantado el amor que siente Ben por Meredith y no sentir odio por el sufrimiento que le causo me hace suspirar ...
    Cuando la sigues estoy super ansiosa ppr saber más

    Besos espero sea pronto

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  3. wow que pasada de relato me encanta todo, de verdad, no podido para de leer, quiero más, habrá más?

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  4. Solo puedo decir: Ay Paty ayyyyy. Acaba ya con nuestro sufrimientoooo
    Muacccsssssss

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