Un hombre en casa de Blanche (cap. 12)


Había actuado como una zorra ingrata y lo sabía. Durante un breve instante había podido ver la desesperación del señor Wolf cuando dijo que tenía que marcharse. Él se había puesto rabioso, Blanche sabía que lo había herido y no lo culpaba por su forma de tratarla. Quería retenerla en su casa haciendo uso de la atracción sexual que ambos sentían, una atracción que ninguno podía controlar y que los volvía locos.

Se lo merecía por haberlo abandonado de esa forma, sin una explicación.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Debía que volver a casa, con Robert, para explicarle lo que acababa de pasar. Blanche se respetaba a sí misma como para admitir que el sexo con el señor Wolf había sido fabuloso. Más que fabuloso, esa única noche había sido suficiente para que ella lo deseara como no había deseado nunca a un hombre. Él tenía razón, con una noche, había puesto todo su mundo patas arriba.

Ahora tenía que arreglarlo.

Lo más cómodo sería cerrar los ojos y fingir que nada había pasado; pero no podía hacerlo. A pesar de todo, su esposo merecía una explicación, una disculpa y la verdad. No podía seguir mintiéndole, no podía seguir ocultándole algo que los implicaba a los dos. Aquella relación que tenían debía acabar, o arreglarse, o solucionarse. Lo que fuera. Pero no podía seguir con la espina clavada, no era tan valiente como para fugarse con el señor Wolf todas las noches y luego mentir a Robert. Él no era un mal hombre, no se merecía la humillación pública de descubrir que su mujer tenía un amante por la prensa.

Pulsó el botón de parada del ascensor y se frotó la cara. No quería decírselo. Robert había vivido con ella casi diez años, desde que dejara la universidad hasta ahora. ¿Iba a echar por tierra diez años de su vida por una sola noche de pasión? Por un lado, se sentía una sucia traidora, había sido infiel; por otro, estaba eufórica ya que, por una vez en su vida, había hecho lo que deseaba y había disfrutado cada segundo de placer y de dolor. Se preguntó si realmente había sido una infidelidad ya que, desde hacía bastante tiempo, Robert y ella mantenían una fría relación.

No es que ella deseara tener más sexo, pero quería algo más y solo el señor Wolf parecía dispuesto a dárselo. Solo él se había enfurecido y había luchado por ella con una estrategia. ¿Habría hecho Robert lo mismo? Lo cierto es que su esposo se había encontrado las cosas hechas, no la había seducido, su relación había surgido por la admiración que ella había sentido hacia él cuando no era más que una joven estudiante.

Volvió a pulsar el botón del piso veinte. No quería decírselo, pero era lo que tenía que hacer. Tenía que mostrarse fuerte, valiente y decidida.

Iba a dejar a Robert. Y también dejaría a Wolf. Se marcharía a otra ciudad, quién sabía si a otro país, con tal de no cruzarse con ninguno de los dos. No quería discutir con Robert y tampoco tenía fuerzas para luchar contra Wolf. Solo quería estar sola, que todo el mundo la dejara en paz, que alguien le permitiera, por una vez, decidir por ella misma.

Le temblaban las manos cuando abrió la puerta de su casa, un espléndido ático con vistas a la ciudad. Robert había insistido en mudarse al centro, decía que así, ella podría ir a dónde quisiera y estaría a un paso de todas las tiendas de ropa, ocio y actividades. Blanche pensó que era un detalle, solo antes de saber que el hospital privado en el que trabajaba su marido estaba a tan solo veinte minutos a pie. Quizá lo había hecho por ella de verdad, porque ella odiaba la vida en aquel barrio de las afueras, dónde no había más que frívolas mujeres que pasaban los días tramando venganzas contra sus vecinas y cocinando magdalenas cubiertas de hipocresía. Pero no podía saberlo, porque Robert nunca le decía nada y se había cansado de discutir por todo.

Las luces estaban apagadas. Las cortinas del salón, ligeramente descorridas, dejaban entrar la luz del amanecer con afilados rayos que se derramaban cuando tocaban los muebles de su hogar. Muebles que había elegido ella, pero que detestaba con toda su alma. Dejó las llaves sobre el platillo, colgó el abrigo y el bolso en la percha y se quitó los tacones.

Estaba exhausta. La ropa le molestaba, rozaba partes de su cuerpo que avivaban dulces y escandalosos recuerdos, así que se quitó el vestido y lo dejó tirado junto a la isla de la cocina. Ni siquiera llevaba bragas, se las había roto. Y tampoco había encontrado el sujetador. Estaba completamente desnuda en su propio salón y se sintió extraña.

Sacó una botella de vino blanco que guardaba en la nevera, se sirvió en una copa hasta que casi se desbordó y se bebió la mitad de un trago. El alcohol hizo que se sintiera un poco mejor. Le dolía un poco la cabeza y sentía molestias entre las piernas. Aún podía sentir a Wolf dentro de ella, su duro roce, la tirantez de los músculos, su olor grabado en su mente. Había intentado quitarse el aroma del hombre con una ducha, pero seguía muy presente para ella. Se acarició el trasero, la piel le escocía por las palmadas que le había dado.

Se acercó a las ventanas y, tal y como estaba, abrió las cortinas, exponiéndose a cualquier que mirase hacia allí en ese momento. Notó un cosquilleo de excitación en el vientre y bebió otro poco de vino. Realmente lamentaba no haber follado con Wolf delante de sus ventanas. Al observar las cornisas de la fabulosa terraza que tenía, sintió deseos de salir, tumbarse en la hamaca desnuda y dejar que el sol le acariciara la piel desnuda.

Lo pensó mejor. No, ella no estaba loca por el sexo. Era una mujer normal con inquietudes normales. Lo que había hecho con Wolf era un desahogo, una necesidad física. Pero no estaba loca por tener mucho sexo.

Apuró el vino, depositó la copa sobre la mesa de vidrio y caminó hacia la habitación.

Mientras ella estaba con Wolf, Robert estaba con el turno de noche en la hospital. A esas horas no había mucha actividad que él pudiera ejercer, salvo que llegaran casos de extrema urgencia en los que él, como cirujano, tuviera que intervenir.

Lo encontró en la cama. Tumbado. Dormido. Desnudo.

Blanche se estremeció y miró la hora en el reloj de la mesilla. Era muy temprano, su turno había terminado hacía una hora. No había nada de extraño, sin embargo, se sintió muy inquieta. ¿Iba a despertarlo para decirle que tenían que hablar? ¿Con lo cansado que estaría después de una noche de trabajo agotador? Se sintió la peor persona del mundo, no podía hacerle eso. No tendría que haber hecho lo que había hecho.

Entró en la habitación, dispuesta a todo. Tenía que arrancarse del cuerpo aquella espantosa sensación de culpa de golpe. Le diría a Robert que lo dejaba, cogería sus cosas y se marcharía. No haría nada más.

Se acercó a la cama. Su marido estaba profundamente dormido en su lado del colchón, la sábana había terminado tirada en el suelo, arrugada a los pies, y Blanche pudo ver su enorme espalda desnuda. Robert siempre dormía con pijama, debía haber estado tan cansado que ni se había molestado en ponérselo.

La claridad de la mañana arrojaba luces y sombras por el enorme cuerpo de Robert. Era un hombre muy alto, de torso amplio y manos grandes. Tenía el cabello de un castaño oscuro, que bañado por el único rayo de sol que entraba directo por la ventana, lo tintaba de un naranja intenso. El efecto sobre su barba corta era el mismo. Blanche se colocó cerca de su lado y se inclinó para mirarle, para comprobar cómo de dormido estaba.

Respiraba de forma larga y profunda.

Deslizó la mirada por su espalda. Robert siempre se había mantenido en forma, decía que así podía soportar las largas horas de trabajo. Hacía años que Blanche no lo había visto tan desnudo, ni siquiera las pocas veces que habían hecho el amor. Se preguntó si alguna vez, cuando eran jóvenes, habían estado tan desnudos como ahora.

Se dio cuenta de que no.

Se pasó la lengua por los labios y observó con más atención el cuerpo de su marido, como si de repente estuviera viendo a un desconocido en su cama. A un atractivo desconocido desnudo y dormido.

Sintió otro cosquilleo en el vientre y su cuerpo, sensible tras las largas horas de sexo, respondió. Se le erizó la piel. Se apretó una mano contra el estómago y sacudió la cabeza, sintiendo que un calor abrasador surgía desde el interior de su cuerpo. Ahogó un gemido y se dio la vuelta. La piel enrojecida de sus nalgas crepitó cuando se le aceleró el corazón.

«¡Robert!».

El sofoco se desvaneció tan deprisa como había llegado. Confundida, volvió a mirar a su marido y contempló el lado vacío de la cama que le correspondía a ella. Se sintió tan cansada que no pudo reprimir el deseo de tumbarse allí.

Hablaría con él por la mañana. Bueno, ya era mañana. Hablaría cuando él se despertara y los dos estuvieran descansados y más despejados para afrontar lo que tenían que afrontar. Apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos.

Despertó sintiendo de nuevo aquel sofoco que hacía arder toda su piel. Era como estar encerrada en un horno, con todo el calor concentrándose en su carne. Quiso gritar, pero lo único que salió de sus labios fue un jadeo ahogado justo antes de ser consciente de que no se estaba quemando viva. El calor que la abrasaba era el cuerpo de Robert pegado a su espalda. En algún momento de la mañana, él se había acercado a ella para rodearle la cintura con un enorme brazo y estrecharla contra su torso. Sus piernas estaban enredadas y sus cuerpos, encajados en aquella postura.

Gotas de sudor comenzaron a acumularse en su espalda, su cuello y bajo sus pechos. Robert desprendía mucho calor. Se removió para darse la vuelta y su marido se movió también, para tumbarse de espaldas y quedar tendido boca arriba junto a ella. No despertó. Blanche se quedó muy quieta, parpadeó varias veces, estudiando el rostro de Robert para comprobar si seguía o no dormido. Luego bajó la mirada por su enorme pecho, su duro y atractivo abdomen, siguiendo la línea de sus músculos, hasta encontrar, de golpe, aquello que dormitaba entre sus fuertes muslos.

Apretó los puños y los muslos cuando el deseo restalló en su interior. Inspiró hondo, notando que el pulso se le aceleraba hasta un nivel imposible, y apartó los ojos, sintiéndose avergonzada de estar mirando el cuerpo desnudo de su marido.

¿Qué coño le estaba pasando?

Se pasó una mano por la frente. Estaba sudando y tenía el cabello tan empapado que se le pegaba a la piel. Un ardor insoportable se instaló entre sus muslos y su sexo comenzó a palpitar. Se aferró a las sábanas, angustiada, sin entender nada. Se mordió los labios cuando un extraño anhelo surgió del interior de su pecho y emitió un suave gemido. El dolor entre sus muslos se incrementó. Notó su piel resbaladiza, signo de que se estaba humedeciendo y que su excitación empezaba a crecer de forma inexplicable.

Cuando intentó levantarse de la cama, el roce de las sábanas sobre su cuerpo desnudo le provocó una descarga por todo el cuerpo. Sus pechos se volvieron pesados y sus pezones se endurecieron.

—No... ahora no... —suplicó, a la nada.

Hacía tanto tiempo que no sufría uno de estos ataques que ya no recordaba lo que tenía que hacer. Pegó la espalda al colchón y se aferró a la sábana, esperando a que todo terminara. Quizá era una reacción alérgica al vino. Sí, seguro que era eso. No podía ser otra cosa. Abrió la boca para llamar a Robert. Estaba allí, a su lado, y era médico. Seguro que sabría lo que le pasaba, estaba tan aterrorizada que necesitaba su ayuda.

Pero no se atrevió a despertarle. Confiaba en que se le pasaría el ataque. Siempre se le pasaba. Solo tenía que resistir un poco más, unos segundos más y todo habría terminado.
Se arqueó, mordiéndose los labios para no gritar.

—Blanche.

La voz de Robert entró dentro de su cabeza y tocó un interruptor. Al instante se derrumbó sobre la cama, exhausta, jadeando y sudando. Intentó mover la cabeza para mirarle, pero su marido se movió y se colocó encima de ella, apoyando las manos a ambos lados de su cabeza.

Parpadeó para enfocarle.

El calor volvió a inundar su cuerpo de un modo violento y el dolor palpitante regresó a su sexo. ¡Dios! Necesitaba frenar aquel ardor impetuoso que amenazaba con devorarla.

—Separa los muslos, Blanche —susurró Robert inclinándose sobre sus labios.

No lo pensó dos veces. Robert deslizó las caderas entre sus piernas y la penetró de una sola vez, embistiendo hasta inmovilizarla contra el colchón. Blanche se estremeció de pies a cabeza lanzando un largo gemido de absoluto placer, se soltó de las sábanas y se aferró a la espalda de Robert, clavándole las uñas en la piel. Él lanzó un siseo, estremeciéndose por el picante dolor, provocando una descarga en Blanche. Luego comenzó a moverse y ella notó que el dolor disminuía, solo para dar paso a una rugiente necesidad de alivio que solo él podía ofrecerle.

—Robert... no pares... por favor —suplicó con lágrimas en los ojos.

Su marido movió las caderas de un modo que la volvió loca. Ese no era el hombre con el que se había casado, jamás le había hecho el amor de esa manera, tan ardiente, tan intensa, tan profunda. ¿Estaba soñándolo? ¿Era una perturbadora fantasía de su mente enferma de sexo?

—Es real, Blanche. ¿No lo sientes? —Ella se retorció, incapaz de entender lo que estaba ocurriendo. Solo sabía que necesitaba tener un orgasmo—. No, no te correrás hasta que yo te lo diga.

«¿Wolf?».

Continuará...

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3 intimidades:

  1. Anónimo20:13

    What?!!!! me dejo corta que esta pasando? asdfghjkl espero por la otra parte TwT

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  2. Anónimo0:19

    Me encantan tus relatos!! este en particular! ansiosa por saber como sigue !!

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  3. Anónimo14:30

    Dios paty este capitulo a sido genial. La verdad es que no me lo esperaba para nada pera ya puestos que blanche se quede con los dos no me gustaría nada que dejase a uno de lado
    Espero von ansias el siguiente capitulo!!!

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