—¿Acaso os gustan los hombres? —fue lo primero que aquella desconocida le preguntó.
El general Marco Flavio Craso parpadeó confundido sin comprender a qué venía todo aquel circo. Se había despertado con una horrible resaca, con la cabeza martilleándole como si estuvieran tallando piedra en su cerebro y tenía la garganta tan seca que tragar saliva era como tragar un puñado de arena. Lo peor no era el dolor pulsante en el cráneo, descubrió enseguida que se encontraba prisionero, atado a una robusta columna y su captora era una hermosa mujer envuelta en una túnica de seda roja tan fina que incluso en la penumbra podía ver bajo la holgada tela, entre los pliegues, las curvas de su atractivo cuerpo.
El último recuerdo al que lograba acceder era uno en el que se encontraba tumbado entre las calientes sábanas de la cama aspirando la dulce fragancia de Menenia. Su esposa reía por algo, con esa sonrisa tan dulce en la que se le formaba unos hoyuelos en las mejillas. Bebía con pequeños sorbos un poco de vino servido en una copa de bronce. Tenía los pómulos sonrosados, los hombros desnudos y el cabello despeinado. Estaba tan hermosa que por un momento había logrado ignorar la horrible cicatriz que le cruzaba un lado de la cara. Marco era incapaz de mirarla sin estremecerse pero cuando bebía suficiente vino podía olvidar que aquella línea de piel pálida que le recorría el lado derecho desde la sien hasta el mentón era el violento tajo de una falcata.
—¿Quién sois? —preguntó Marco mostrándose firme.
No dejó traslucir ninguna emoción. Ni miedo, ni pánico, ni vacilación. No se sentía intimidado por estar atado y desnudo frente a una mujer. No tenía enemigos en Roma, al menos no abiertamente y los únicos que podrían guardarle algún tipo de rencor se encontraban a miles de kilométros, más allá del Danubio, en las fronteras con Germania. Además, nadie secuestraba a un general de Roma y mucho menos, una mujer. Las razones por las que se encontraba allí, las descubriría en breve, de eso estaba muy seguro.
—Oh, no importa si os gustan los hombres —prosiguió ella ignorando su pregunta—. Sería la consecuencia natural. Tanto tiempo en los campamentos, rodeados de fornidos legionarios, hombres fuertes, asediados durante meses, helados de frío allá en el norte... Sé bien lo duro que puede llegar a ser estar rodeado de tantos hombres y desearles. La carne es débil y la carne masculina, es mucho más débil que la femenina.
Marco se mantuvo indiferente a tales acusaciones. Solo era palabrería. Conocía muy bien el arte de la diplomacia y la manipulación, todos los políticos de Roma estudiaban ese tipo de artes para ser los mejores retorciendo las palabras.
Miró a la desconocida con apatía. Todo lo que ella podía hacer, además de soltarle un molesto discurso, era clavarle un cuchillo en el estómago y dejar que se desangrara. Así de fácil. Agonizaría durante un buen rato, claro que sí, pero después todo rastro de dolor y pena desaparecería y con la muerte, le llegaría por fin el deseado descanso. Marco se limitó a bajar la cabeza y a cerrar los ojos. Que hablara lo que quisiera, no le importaba lo que le dijera.
Había estado en campaña contra los norteños durante seis años y los tres últimos los había pasado siendo prisionero de los germanos. Francamente, después de aquello era inmune a cualquier tipo de tortura física o mental, su resistencia había sido probada ante sí mismo y ante los dioses. Incluso ante el César. Marco jamás reveló información estratégica que pudiera poner en peligro la campaña. Asimiló, quizá demasiado rápido, que moriría y jamás tuvo esperanzas de ser rescatado. Pero cuando Roma envió dos legiones como refuerzo y fue encontrado, verse libre, fuera de peligro, con un hogar al que regresar y una esposa a la que solo había visto una vez, lo dejaron aturdido y confuso.
—¿Os gustan los hombres, general Marco? –volvió a preguntar aquella mujer. Él ni se molestó en responder. Ni siquiera pensó una respuesta. ¿Para qué gastar saliva en una pregunta tan estúpida?
—Si vais a matarme, hacedlo ya –masculló, molesto.
—¿Mataros? ¿De qué me servís muerto? –dijo ella con una risa dulce, cristalina como el agua de un arroyo—. Aunque puedo ver que, aunque seguís respirando y vuestro corazón sigue latiendo, estáis más muerto que vivo. General, no se puede matar lo que ya está muerto.
Había algo oculto en aquellas palabras, algo extraño. Marco lo pasó por alto.
—No tengo nada que deciros –sentenció, dispuesto a no volver a abrir la boca.
—¿Cómo se encuentra Menenia? –quiso saber la desconocida.
Todos los hombres tienen un punto débil, algo que les hace vulnerables. Marco no tenía ninguno, físicamente no había nada que pudiera hacer que se doblase a la voluntad de alguien. Eso quedó sobradamente probado. Por otro lado, era cabeza de familia, todos sus parientes estaban muertos, no tenía hijos y sus posesiones tampoco es que fueran gran cosa. Pero la única persona por la que Marco sentía algo de aprecio era Menenia, su esposa. Una mujer a la que no podía mirar a la cara porque la cicatriz de su rostro era espantosa.
Era una mujer dulce y delicada. Amorosa, tierna, joven, atractiva, de muy buena familia. Había manejado el hogar durante sus años de ausencia y habían mantenido correspondencia durante ese tiempo hasta que toda comunicación se cortó cuando él fue capturado. Marco deseó sobrevivir a las torturas para volver con ella, pero incluso esa chispa de esperanza fue aplastada y se resignó a la muerte. Menenia tenía defectos, como toda mujer. Se interesaba demasiado por el bienestar de los esclavos, hablaba demasiado, era demasiado liberal. Si la casaron con él fue porque sus padres querían atarla en corto con un hombre disciplinado y adusto como él. Menenia, probablemente, habría saciado sus necesidades femeninas con otros hombres durante su larga ausencia. Ninguna mujer esperaba tantos años a un hombre como él.
Aun así, a su regreso, estuvo muy pendiente de Marco. Lo cuidó, lo mimó, lo arropó. Incluso soportó sus gritos cuando despertaba sudoroso en mitad de la noche, acosado por horribles pesadillas. Se acostumbró a dormir en el suelo, el lecho matrimonial le arañaba la piel. La comida estaba demasiado caliente, demasiado fría y demasiado sabrosa. Solo el vino le sabía bien y, cuando bebía mucho, el recuerdo de las torturas desaparecía. Pero cuando cerraba los ojos regresaba a aquel agujero germano y se volvía loco.Fue tal el horror que lo atormentaba durante las horas nocturnas que una noche en la que estaba demasiado borracho decidió acostarse con una espada para que cuando los germanos vinieran a buscarlo, no lo encontraran desarmado.
El resultado de aquella estupidez estaba en el rostro de Menenia y en una lápida del patio trasero.
¡Plaf!
Con una bofetada, la desconocida lo trajo al presente.
—Sumirse en los propios pensamientos cuando se mantiene una conversación es de mala educación, general Marco. Os estaba preguntando por Menenia.
Marco apretó la mandíbula y no contestó. La cercanía de la mujer le permitió verla un poco mejor y se quedó mudo ante su arrebatadora belleza. Tenía un tono de piel muy pálido, casi mortecino. Su cabello, negro, era una frondosa cabellera de un oscuro muy brillante que enmarcaba un rostro ovalado de líneas suaves. Los pómulos eran redondos, las mejillas llenas, la barbilla pequeña y los labios, pintados de rojo, eran generosos y turgentes. Pero lo que más inquietó a Marco fueron sus ojos, verdes como esmeraldas incrustadas en el acero de una espada.
Cuando miraba directamente a un hombre a los ojos podía saber muchas cosas de él. Si mentía, si decía la verdad, si era franco o si era un mentiroso. Ella era una mentirosa, decía mucho y guardaba mucho más. Era joven, una mujer en la flor de la vida, pero su mirada era la de alguien cansado con el mundo, una expresión demasiado madura para lo que le correspondía en apariencia.
Todos estos detalles, sin embargo, no restaban ni un ápice la divina hermosura de aquella malintencionada desconocida.
—Bueno, ya me habían dicho que no eráis muy dado a las palabras sino más bien a las acciones. En ese caso, comencemos.
Ella se dio la vuelta con un giro tan elegante que la tela de su vestido le rozó la piel con una suave caricia. Se dirigió hacia un hombre que había en la oscura habitación, alguien a quién no había visto hasta ahora. Le miró, pero su rostro le era igual de desconocido. Lo que sí pudo hacer fue calibrar su musculatura, su piel bronceada que brillaba con las luces del brasero y su pecho surcado de cicatrices. La mujer tocó el abultado brazo de aquel individuo, una caricia que no tenía nada de inocente y se colocó detrás de él, asomando el rostro por encima del hombro.
—Este es Cicerón. Cicerón ya os conoce bien, general Marco. Los nudos que os sujetan son obra suya —comentó mientras le acariciaba el estómago duro y plano, deslizando los dedos pálidos sobre su piel tostada hasta el borde de la túnica. Si aquella caricia debía excitarle o algo por el estilo, ella estaba yendo por el camino equivocado—. Cicerón es un hombre complaciente, mueve las caderas como un dios y tiene la polla tan grande como el mismísimo Júpiter—. Mientras hablaba, la desconocida le deshizo la túnica desnudando por completo al hombre.
Marco hizo una mueca, sabía bien por donde iba el juego y, la verdad, le daba exactamente igual como tuviera la polla el tal Cicerón. Si lo que iban a hacer era violarlo, perdían el tiempo. Los germanos ya lo habían humillado de múltiples formas, así que estaba preparado para soportar cualquier tipo de dolor físico.
La mujer le dio un mordisco en la oreja a Cicerón y éste ronroneó complacido. Su pene se arqueó ligeramente. Marco asistió al despliegue de erotismo con absoluta indiferencia. Su cuerpo estaba muerto desde hacía mucho tiempo y ni siquiera Menenia había logrado despertar su apetito sexual. ¿Iba a lograrlo un hombre y una mujer completamente desconocidos? Por supuesto que no.
—Ve a darle una lección, campeón –ronroneó la mujer.
Cicerón se acercó a Marco. El general estudió el cuerpo masculino y se dio cuenta de varias cosas. Aquel individuo no era un esclavo de cama común. Por la manera en que se movía y caminaba, tieso como una estaca, dedujo que en su vida anterior debió ser un soldado. Por las numerosas cicatrices que le cruzaban el cuerpo, espadazos, flechas y cuchilladas, pensó que quizá fuese un mercenario. Pero tenía la piel bronceada, el cuerpo atlético y el porte de un dios, así que probablemente fue un guerrero en otros tiempos y ahora se dedicaba a complacer mujeres, manteniéndose siempre en forma para agradar a las féminas. La expresión de su rostro no era juguetona, ni burlona; era seria, casi imperturbable. Aún así, en el fondo de los ojos grises como espadas, había un destello de picardía. A ese tipo le gustaba su trabajo, y tanto daba que fuese clavar una espada que clavar la polla en una mujer.
Cicerón alargó la mano y empezó a acariciar a Marco. Él ni se inmutó. Su cuerpo no reaccionó al contacto, no iba a hacerlo. Las manos de Cicerón eran ásperas, sin embargo sus caricias no eran dolorosas, ni impacientes, ni frías. Sabía cómo tocar para dejar un rastro de calor por la superficie de la piel. Al cabo de un rato, después de que Cicerón explorara todo el cuerpo de Marco, este seguía inerte y se giró hacia la desconocida, que no había perdido detalle de nada y que los observaba con las pupilas brillantes. Ella parecía ansiar devorar a Cicerón y a Marco por igual.
—No le gustan los hombres –dijo Cicerón.
¿Cómo había llegado a esa conclusión?, se preguntó Marco con amarga ironía. No le gustaba que lo tocasen pero había soportado aquellas caricias para evitar que la mujer sacara conclusiones precipitadas.
—Es evidente –susurró ella con la voz un poco oscurecida por el deseo—. Aclarado este punto, pasemos al siguiente.
Cicerón se alejó de Marco, se situó al lado de la columna en la que estaba atado de pies y manos. Comprobó los nudos y el general descubrió que las cuerdas, aunque lo tenían completamente inmovilizado, no se le clavaban en la carne y dejaban que su circulación corriese libre por las venas. Además, la superficie era suave y no le hacía roces en la piel.
—Está claro, general Marco, que dado que no os gustan los hombres, os gustan las mujeres. A menos que seáis completamente asexual, cosa que dudo. Vuestro atractivo es más que evidente y tenéis una buena polla, unos muslos fuertes y unas buenas posaderas. Casi sois tan delicioso como Cicerón. Cualquier mujer estaría encantada de teneros metido entre sus muslos, golpeándoles el corazón con esa herramienta tan sublime.
¿Acaso Marco había pasado de ser un ciudadano romano a ser un esclavo? ¿Aquella mujer lo había comprado para hacer de él un esclavo de cama como a Cicerón? ¿Se había emborrachado más de la cuenta, había asesinado a Menenia y ahora estaba en La Subura? ¡Por Júpiter! Prefería volver con los germanos y que le clavasen clavos al rojo en las tripas.
—Perdéis el tiempo conmigo –masculló Marco bastante molesto—. No sirvo para dar placer.
—Pero si tenéis lengua –dijo ella con una sonrisa lasciva—. ¿Sabéis utilizarla para algo más que para hablar? –preguntó muy interesada. Marco la miró confuso. ¿Para qué más servía la lengua sino era para hablar?
—Es obvio que no –murmuró Cicerón con tono burlón. Marco lanzó un gruñido.
—Bien, os gustan las mujeres. Eso es una buena noticia. De hecho, es una noticia estupenda.
Junto a la mujer de ojos verdes, de entre las sombras surgió una tercera figura. Era más baja que la desconocida, iba vestida con una túnica carmesí y tenía el rostro escondido bajo una capucha.
—Ven, pequeña. Es hora de que pruebes al general –canturreó la desconocida.
La encapuchada y la mujer se situaron frente a Marco. Él estudió a la recién llegada, aunque no podía adivinar mucho, solo que era menuda. La desconocida se colocó detrás de la pequeña mujer y separó las telas de la túnica revelando el cuerpo femenino que había debajo, pero no le retiró la capucha.
Marco sintió un extraño tirón en vientre. Su deseo estaba apagado, frío como las brasas mojadas de una fogata. Pero la repentina visión de aquel cuerpo lo llenó de desasosiego. Nunca había visto a una mujer tan desnuda como aquella ni tan de cerca. Sí, había estado con mujeres, pero no las miraba, solo acometía el trabajo para aliviar la tensión. A Menenia tampoco la había visto nunca desnuda, no tuvieron tiempo de consumar el matrimonio antes de marchar a la guerra y cuando regresó era un despojo de ser humano que no servía para tener hijos. No podía soportar que lo tocasen, se revolvía cuando alguna esclava le rozaba sin querer cuando le servía el vino o le ajustaba la túnica. En un ataque de furia había mandado azotar a una pobre esclava contra la que había chocado sin querer. Tampoco soportaba el toque de Menenia, ni sus besos, ni sus abrazos. Los toleraba, pero le revolvían las tripas y lo permitía por deferencia a ella.
La mujer de la túnica tenía las caderas perfectas, los muslos esbeltos de un color dorado como un rayo de sol, los tobillos elegantes. Su vientre era plano y el ombligo, un punto pequeño que se hundía en su carne. Entre sus piernas, el monte de Venus estaba desprovisto de vello. Los pechos, redondos, turgentes, con los pezones duros y puntiagudos, eran apetitosos y reclamaron su atención de inmediato.
El general tragó saliva. Podía ser inmune a las caricias de Cicerón pero supo que si esa desconocida lo tocaba, se iba a volver loco. Siempre le dolía, su pene se quedaría muerto entre sus piernas mientras aquella chica hacía todo lo posible por animarlo; la fricción acabaría por levantarle la piel y acabaría tan irritado que entre el dolor y la humillación, se sentiría el hombre más desgraciado del mundo.
—Adelante, pequeña. Tócale —la alentó su captora.
—¡No lo hagas! —gruñó él.
La mujer de la túnica se estremeció cuando levantó las manos hacia Marco.
—Ignórale. No te preocupes por lo que pueda decirte —dijo la mujer—. Céntrate en hacerle todo lo que te enseñado.
—¡No me toques! —aulló Marco, furioso.
La mujer de la túnica volvió a estremecerse y emitió un gemido. Tras ella, la desconocida la cogió por las muñecas y le acercó las manos al torso masculino. Las palmas se posaron completamente en su pecho, cálidas y tiernas; el contacto le abrasó la piel y envió un calambre a cada una de sus extremidades poniéndole los miembros rígidos. Se puso tan tenso que los músculos se marcaron sobre los huesos y los tendones se estiraron tanto que parecían a punto de romperse.
—Muy bien —susurró la desconocida con dulzura alejándose un par de pasos de ellos—. Ahora, no dejes ni un centímetro de piel sin explorar. Mírale a la cara, cuando se le nuble la mirada, sabrás exactamente lo que le gusta.
La encapuchada miró a Marco y este deseó tener las manos libres para descubrirle el rostro. No podía verla, la tenía justo delante y no podía verle la cara. Pero, ¿por qué querría verle la cara a esta mujer? Lo estaba tocando sin permiso, estaba siguiendo las órdenes de la mujer de ojos verdes, era una esclava. Cerró los ojos, intentando pensar. ¿Qué es lo último que recordaba? El vino. El olor de Menenia. Las sábanas calientes. Jazmín. Limón.
Los delicados dedos femeninos se deslizaron por su pecho. Eran unas manos pequeñas, suaves, calientes. Exploraron todos y cada uno de los músculos de su torso. Le acarició la línea de las clavículas y los hombros, luego sobrevoló sus costillas y descendió por sus caderas, tocándole los músculos de las pantorrillas. Cuando subió por sus muslos le arañó la dura piel con la suavidad de una pluma, dejándole marcadas unas líneas rojizas que desaparecieron un segundo después. Sintió otro tirón en el vientre… y más abajo. Tragó saliva. Odiaba que lo tocaran pero, por alguna razón, no era capaz de rechazar el contacto de aquella chica.
—¡Aparta tus sucias manos de mí! —dijo con los dientes apretados, estaba muy molesto por las descontroladas reacciones de su cuerpo.
Pero la encapuchada parecía haber encontrado el valor perdido. Acarició su estómago con interés, delineando la tensa musculatura, toqueteando los surcos y depresiones de su piel. Jugueteó con el vello de su pecho, enredando los delicados dedos entre los rizos y descendió de nuevo por su vientre hasta su ombligo. Marco se puso tan rígido que las cuerdas crujieron y la muchacha apartó las manos como si se hubiese quemado. Luego volvió a poner las manos sobre el estómago masculino y el vientre de Marco sufrió un espasmo.
Resopló por la nariz intentando controlar la ansiedad. El corazón le retumbaba en la cabeza y había empezado a sudar. La desconocida y el tipo llamado Cicerón seguían allí observando la escena, pero no estaban pendientes de él sino de la encapuchada. Marco vaciló. ¿A quién exactamente estaban poniendo a prueba? ¿A él o a la chica de la capucha?
La miró con más atención, ella había dejado de mirarle a la cara para fijarse en su cuerpo. Era pequeña, de brazos delgados, caderas anchas y pechos mullidos. No tenía la cintura estrecha pero sí un vientre plano y hermoso. Y los pezones eran redondos y apetitosos como dos granos de uva. ¿Quién era esa mujer tan atractiva? Le miró los muslos, el pubis desprovisto de vello y pudo vislumbrar la hendidura que daba inicio a su sexo cálido y mojado.
Perdió la concentración cuando la encapuchada posó la base de la mano sobre la base de su miembro. Un escalofrió le bajó por el espinazo para estrellarse directamente en su pene. La sangre bajó a raudales hacia aquella parte de su cuerpo que llevaba mucho tiempo muerta y que solo reaccionaba cuando estaba lo suficientemente bebido. Después, estaba tan borracho que era incapaz de rendir debidamente. Animada por la respuesta que había provocado, la muchacha deslizó los dedos por todo el tronco y frotó suavemente la corona con la yema de los dedos. Marco se ahogó cuando contuvo un gruñido y se retorció intentando apartarse de la mano femenina, clavándose las cuerdas en los brazos y las piernas.
—¡Aparta… las manos de mí! —gruñó entrecortadamente.
La encapuchada lo ignoró y rodeó su pene con ambas manos. Cerró los dedos en torno a la dolorosa erección que se le había formado y comenzó a acariciarlo con lánguidos movimientos. Marco tembló de los pies a la cabeza y el deseo restalló por todo su cuerpo. Se enfureció, el placer que aquellas manos calientes le estaban entregando de forma coaccionada era tan delicioso que temió rogar por más. Aquella joven desnuda lo acariciaba con determinación, no se trataban de caricias mecánicas que buscasen complacerlo de inmediato, eran movimientos suaves, cariñosos. La manera en que acunaba su pene y frotaba cada centímetro de rígido músculo parecía buscar el máximo placer para él.
¿Alguna vez había sentido la quemazón del deseo carnal tanto como en aquel instante? Por todos los dioses, jamás. Aquellas manos eran divinas. Hermosas, tiernas, amorosas, cálidas. Su pene se puso tan duro que parecía a punto de estallar. El contacto de las manos femeninas era sublime y una bola de fuego se le había formado en el vientre, amenazando con explotar. Una gota brotó de su miembro y la joven esclava la limpió con el pulgar, extendiendo la humedad por su piel. Marco gimió y se retorció, horrorizado. Estaba al borde del éxtasis y jamás en toda su vida había experimentado algo parecido a ese gozo que lo consumía.
De pronto tuvo hambre, pero no de comida, sino de algo más profundo y cuando clavó la vista en la esclava encapuchada, anheló sumergirse entre sus piernas y hacerle el amor de forma desenfrenada. La sangre le hirvió bajo la piel y jadeó, sintió escalofríos, fiebre y se le secó la boca. La vista empezó a nublarse y su cuerpo estaba tan rígido que se le adormecieron los brazos.
—Basta —dijo entonces su captora—. Es suficiente.
Continuará...
¡Vaya relato más sexy! :D
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Paty. No te demores con la continuación que no suelo tener mucha paciencia uando se trata de lectura ;)
Un saludos. Hasta la próxima.
Me alegra que te guste :) No te preocupes, solo he partido el relato en varios trozos porque era demasiado largo para leerlo, en breve estará siguiente fragmento ^^
EliminarMe ha gustado muchísimo, ese toque de sensualidad e intriga me encanta. Espero la continuación!
ResponderEliminarMe alegra que haya gustado, aunque tengo la sensación de que me he liado escribiendo de más ^^" ¡Un saludo!
EliminarOh my God! xD
ResponderEliminarMe he pasado a leer un relato aleatorio de los que he visto y me he quedado un poco loca con tu forma de narrar. Tienes un estilo muy tuyo y muy «fresco», que se hace muy ameno de leer. Además, me gusta cómo describes las escenas, porque lo haces de forma muy sutil y —siendo un relato erótico— no hay nada soez que desconcentre el al lector, lo cual es de agradecer.
Definitivamente, me quedo por tu blog para seguir leyéndote poco a poco. En cuanto pueda me paso a ver la segunda parte. ^^
P.D: Yo también publico relatos en mi blog, así que si en algún momento te aburres y te interesa leer algo, no dudes en pasarte. :)