Dátil con Almendra

Despertó sobresaltada y cuando se incorporó, tal vez demasiado deprisa, tuvo la sensación de que la habitación se le echaba encima. Su mente no tardó en recordarle qué estaba haciendo allí -más concretamente, le recordó qué había hecho allí- y al mirar a su derecha encontró un cuerpo masculino tumbado boca abajo durmiéndo con total tranquilidad. El hombre rubio.

Almendra tragó saliva, de forma inconsciente se le había hecho la boca agua y le había temblado el labio inferior, por no hablar del súbito cosquilleo que sacudió su entrepierna. Con extrema precaución, se deslizó fuera de la cama y se alejó de puntillas del hombre rubio; era como si se hubiese caído a la jaula de un tigre y quisiese alejarse en completo silencio para no perturbar su descanso. De un primer vistazo, los restos de la batalla estaban presentes en casi todos los rincones de la habitación, pero destacaba especialmente el juego revuelto de sábanas negras y el trasero perfecto del hombre resaltando blanco sobre ellas; por no hablar de su larga espalda, de sus hombros, de su melena castaña. Había un hueco entre la curva de su cadera y la cama. Allí, escondido entre las sombras, estaba aquello que Almendra había tenido entre los labios, luego entre las piernas y luego... otro hormigueo nació en un vientre, obligándola a encogerse y a estremecerse. Su sexo volvía a estar hambriento y así se lo hizo saber derramando una gota de su jugo por uno de sus pétalos. Almendra apretó los labios reprimiendo un gemido y negó con la cabeza, sacudiendo su melena negra de un lado a otro. Emitió un jadeo ahogado mientras se cubría el cuerpo con los brazos y le temblaban las rodillas. El hombre rubio estaba ahí pero, ¿dónde estaba el hombre moreno?

Cogió una camisa arrugada y se cubrió con ella, abandonando allí a la bestia que dormitaba medio desnuda. Era una huída en toda regla, porque su razón empezaba a gritar desde un lejano rincón de su cerebro que lo que acababa de pasar no podía repetirse y que si alguien descubría lo que había pasado, se iba a meter en un lío. Sumida en su partícular paranoia acerca de si algún día podría superar esto, llegó hasta el lugar dónde todo había empezado. Su conjunto de ropa interior descansaba roto y malherido a los pies de la mesita rectangular de té; la luz del día entraba por el gran ventanal y allí, tras una encimera a modo de barra frente a la cocina -había que recordar que al tratarse de un loft no había paredes-, encontró al hombre moreno que la observaba divertido con una taza de café humeante en la mano y la espalda apoyada en uno de los armarios. Tenía el pelo mojado y una toalla rodeándole la cintura.

- Buenos días - le dijo. Su voz resonó en el pecho de Almendra y el corazón le palpitó más deprisa. Las mejillas se le encendieron y un escalofrío le erizó el vello de la nuca. Sí, su entrepierna también se sacudió.

- Hola... - murmuró con voz ronca. Solo entonces se dio cuenta de que no podía hablar bien y carraspeó. Tenía la garganta seca.

- ¿Quieres un café? ¿Un té? ¿Un vaso de leche? - preguntó el anfitrión dispuesto a servirle el desayuno. - He hecho tostadas, ¿te gustan con mantequilla y mermelada? - señaló un plato con algunas rebanadas de pan con aspecto delicioso y su estómago protestó rabioso. - Oh, que descuido por mi parte, imagino que querrás darte un baño. Está por ese pasillo, al final, delante de la habitación.

Almendra miró el pasillo. En completo silencio y con paso titubeante se dirigió al baño sintiendo la mirada del moreno clavada en su espalda, en la curva trasera que asomaba bajo el borde de la camisa y en sus muslos desnudos. Tuvo especial cuidado cuando pasó por delante de la habitación, el hombre rubio seguía durmiendo.

El agua caliente limpió el chocolate de zonas que no creía posibles y acrecentó la angustia que le revolvía las entrañas; tuvo que refrenar en una ocasión el deseo de aliviar la quemazón con los dedos. Si acaso, podría hacerlo en su casa, pero no aquí. Ahora lo que tenía que hacer era salir, coger sus cosas y poner tierra de por medio para no regresar jamás. Se cubrió con un esponjoso albornoz -había que reconocer que estos dos hombres tenían clase- y regresó a la cocina pensando en comida. Sí, tenía prisa, pero también hambre. Comería poco y rápido y luego se marcharía. Qué menos, después de lo que le habían hecho esos hombres, que invitarla a un desayuno.

El moreno seguía con la misma estampa en el mismo lugar, mordisqueando una crujiente tostada con mantequilla y mermelada de melocotón. El sonido le provocó hambre a Almendra y se mordió el labio inferior. En completo silencio, deslizó por la encimera un vaso de leche caliente y un plato con dos tostadas iguales a la suya. Con un apetito atroz, pero sin mostrar alarma o premura, Almendra se abrasó la garganta con la leche.

- ¿Hacéis estoy a menudo? - preguntó con un hilito de voz.

- ¿Desayunar?

La broma no le hizo gracia pero evitó torcer el gesto. Sabía lo que había preguntado y no deseaba hacerlo en voz alta. Aunque la curiosidad la estuviese matando por dentro no había razón para insistir sobre la vida privada de estos dos libertinos clientes.

- La verdad es que no - respondió por fin el moreno. - Supongo que deberíamos pedirte disculpas, entiendo que nos saltamos las normas y si quieres castigarnos por ello no te lo reprocharemos. Pero yo no lo pude evitar... - sonrió adoptando una expresión infantil. - ¿Quieres un dátil?

Deslizó sobre la encimera un pequeño cuenco blanco repleto de dátiles. Ella miró el cuenco, sin apenas darse cuenta que el hombre moreno estaba rodeando el mueble para ponerse justo a su lado. La repentina cercanía la inquietó y levantó la mirada lentamente, deleitándose con la forma de su pecho, la curva de sus clavículas, los músculos de su cuello y finalmente el brillo de sus labios. Abrió la boca para poder respirar, cuando le miró a los ojos descubrió en ellos decisión e intensidad. Y el poco juicio que le quedaba intacto se disolvió entre brumas.

- Yo sí quiero... - dijo el hombre moreno. El cinturón del albornoz se aflojó despacio y Almendra inspiró profundamente. Tironeando suavemente del cuello de la prenda, el moreno descubrió el hombro liso de Almendra, para coger a continuación el dátil más grueso de todo el cuenco. Se lo llevó a la boca, pero en lugar de comérselo, se limitó a humedecerlo con los labios, chupándolo. Ella se estremeció escuchándolo. Dirigió el brillante dátil a la garganta de Almendra y lo deslizó hacia abajo, desviándose hasta el hombro. Luego, descendió por su pecho hasta tocar su sensible punta erizada con la curva del dátil. Aprovechó para apretarse al costado de Almendra y depositar un beso en su oreja. - Abre las piernas - le susurró. Ella se mordió los labios y lo hizo, arrastró un pie por el suelo para separar los muslos, apoyando las dos manos sobre la encimera.

Cuando chupó de nuevo el dátil, Almendra sufrió una convulsión. Húmedo, el dátil bajó por su vientre y el roce casual de su brazo sobre la cintura le provocó una quemadura. Intentó resistirse, pero no tenía ningún sentido cuando la fruta ya rozaba el nacimiento de su sexo. El moreno se apretó a ella y buscó sus labios, para cuando bebieron de sus respectivas bocas y ahogaron sus respectivos gemidos uno en los labios del otro, el dátil se había hundido en sus aguas junto con los dedos del hombre. Almendra sintió la caricia de la semilla, profunda y deliciosa, y la yema caliente de los dedos del moreno. Sus manos se aferraron a su brazo, besó su boca con ardor, apretó el cuerpo a su piel tibia y ahogó un suspiro intenso al notar su dura fogosidad en la cadera. El moreno apretó el brazo alrededor de su cintura y avivó la caricia de la fruta, arrancando a la muchacha unos sonoros lamentos.

Almendra se tapó la boca en cuando se acordó del hombre rubio durmiendo a pocos metros de allí, y entonces se dio cuenta de que lo había hecho otra vez: se había rendido demasiado rápido, no había resistido la tentación. Pero no había remedio, ahora ya no podía parar, ahora ya estaba convulsionando y palpitando, deshaciéndose entre sublimes temblores a causa de las caricias. El moreno suavizó entonces las acometidas, dejando que Almendra disfrutara de su pequeño orgasmo hasta que sintió que se relajaba y recuperaba otra vez la respiración.

El hombre moreno retiró la fruta, y se la comió.

- Yo también quiero desayunar eso...

Almendra levantó la vista hacia el hombre rubio, que sonreía travieso desde el pasillo. Había estado mirando todo el tiempo. En ese momento descubrió que tenía que irse, que no podía seguir estando en esa casa o nunca saldría de ella. Al menos, no por propia voluntad. Se apartó del hombre moreno con algo de brusquedad, quitándose el albornoz. Cogió su abrigo, su bolso y sus tacones y salió apresuradamente de la casa sin mirar atrás.

...

1 intimidades:

  1. Bueno, otra serie que me leo y me encanta. Me ha gustado mucho la idea de esta práctica japonesa, da muchísimo juego y es erótica a morir. Me ha encantado tu forma de narrar todas las escenas, y la historia en sí. Tremendo, desde luego. De esta forma, quién fuera postre!!jejeje. Muchos besos!!

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