El jardinero fiel - [#intimidaddelosviernes]



Hacía demasiado calor y las sábanas se le pegaban a la piel desnuda. Tumbada boca arriba, observaba las aspas del ventilador del techo moverse en círculos; las cortinas frente a la ventana ni siquiera se agitaban.
El aire era tan denso aquella noche que llevaba dos horas intentando conciliar el sueño, sin éxito. Se incorporó y bajó los pies al suelo. Estaba demasiado agobiada por el calor. No era normal aquella temperatura en la región, las elevaciones de terreno y la cercanía del mar traían corrientes de aire fresco a la casa y a las tierras de los alrededores. Pero esa noche no y eso la había puesto muy nerviosa. Sudar de esa manera era irritante, si al menos esa transpiración se debiese al sexo no estaría tan molesta. Para colmo, las duchas de agua fría no servían para nada y los ventiladores no eran suficientes.
Se acercó al baño para refrescarse, se echó agua en la cara y se frotó el cuello, dejando que las gotas resbalaran por los hombros y el pecho, serpenteando hasta el abdomen. No fue suficiente para aplacar el sofoco.
Se puso un vestido de tirantes, se calzó unas sandalias y salió al balcón. La luna estaba en lo alto e iluminaba buena parte de las inmediaciones. La mansión de sus padres estaba rodeada de bosque, jardines y vegetación. Más allá, tras una elevación rocosa, se podía ver la línea de horizonte que dividía el mar del cielo. Apenas llegaba olor a salitre porque estaba demasiado lejos, pero de día se podían escuchar las gaviotas. De repente, sintió que tenía que llegar hasta el océano para aliviar el calor. Se cambió las sandalias por unas zapatillas y salió de la casa sin hacer ruido. Era demasiado tarde para que cualquiera del servicio o de su familia la viera salir.
Empezó a caminar en dirección al mar.
Aquel verano había decidido pasarlo allí para alejarse de los desastres del día a día. Demasiado estrés en el trabajo, prácticamente había huido de las oficinas alegando que tenía muchos días de vacaciones acumulados. Ni siquiera quería salir a divertirse, se estaba dando cuenta de que detestaba a sus amigas y había perdido las ganas de pasar la noche con algún tío al que no conocía de nada. Pensaba que el cambio de aires la ayudaría a centrarse, pero nada más lejos de la realidad; en lugar de descansar la mente, se había pasado dos semanas lidiando con toda su familia.
La casa era lo bastante grande como para no cruzarse con nadie, pero parecían buscarla para irritarla con consejos que ella no había pedido. Todos parecían saber lo que ella necesitaba hacer o sentir y a esa actitud desquiciante se le había sumado una ola de calor que no la dejaba dormir por las noches.
Llegó hasta el límite del bosque y se adentró entre los árboles. La finca tenía una extensión de varios kilómetros, de pequeña siempre le había gustado aventurarse por las tierras para averiguar hasta dónde era capaz de llegar. Pero ya no tenía quince años y entrar de noche en un bosque era una idea estúpida. Allí no hacía tanto calor, el problema era que no veía muy bien por donde andaba y después de pisar varias raíces, arañarse brazos y muslos con los arbustos, empezó a maldecir en voz alta. La luna arrojaba bastante luz, pero no la suficiente para encontrar un camino a seguir. Aun así decidió continuar hacia delante, con un poco de suerte se perdería o acabaría despeñada en algún terraplén; nadie la encontraría, se moriría de hambre y, por fin, la dejarían en paz.
Varios metros más tarde encontró la casa del bosque.
Se detuvo en seco. Había olvidado que existía aquella casa y eso la sorprendió. Durante muchas semanas se había escapado de la mansión para visitar a quién vivía allí y al ver la construcción, retazos del pasado acudieron a su mente. No había visto al cuidador, a su esposa o a sus hijos en el tiempo que llevaba en la casa principal, por eso tampoco había dedicado ni un segundo de su pensamiento a ellos.
Ni a él.
La casa estaba igual que hacía quince años, con cultivos y flores altas alrededor. Alguien seguía viviendo en ella. ¿Quién? ¿La misma familia de entonces? ¿Él?
Se acercó para inspeccionar. Se subió a un tocón para mirar por la ventana y estudió el interior hasta que la vista se acostumbró a la oscuridad y empezó a ver formas. Todo estaba en silencio, como está una casa de madrugada. En el porche ya no estaba la mecedora ni la mesa donde solía estar el padre y el escalón que antes había estado roto, ahora estaba arreglado. Incluso la madera estaba restaurada.
Rodeó la casa y encontró herramientas de labor apoyadas en el muro y una manguera enroscada en el suelo, junto a un abrevadero. El agua para regar se extraía de un depósito y siempre estaba fresca.
Los cálidos veranos se hacían soportables gracias a ese agua, cuando él dirigía la manguera hacia ella y la rociaba para que se le pasara el calor.
Aquellos días parecían lejanos. Tardes en las que calores y sofocos eran la mejor forma de pasar el tiempo, horas en las que ponía todo de su parte para no pensar en nada que no tuviera que ver con cómo complacerse y cómo lograr que el sexo lo nublara todo. Después se aliviaban con un baño de agua fría para acabar de la mejor forma posible.
Y pensar que ni siquiera sabía cómo se llamaba…
Habían hablado de muchas cosas, pero nunca de quiénes eran ni de cómo se llamaban. Tampoco es que hiciera falta, preferían averiguar de qué manera podían rendirse al placer y volverse locos mutuamente, explorar las zonas sensibles, comprobar cuánto tiempo podían aguantar antes de que el clímax pusiera fin a la diversión.
Igual que aquellas tardes calurosas se habían perdido en su memoria, más perdidas se encontraban las razones por las que todo había comenzado. ¿Cuándo habían empezado a mirarse y a desearse? ¿En qué momento él se convirtió en una obsesión? ¿Hasta qué punto estaba ella tan necesitada de atención que había encontrado en aquel chico toda la que anhelaba?
Fue tal vez la inconsciencia de la juventud. O el deseo de aventura. O un apetito por la carne imposible de resistir. Daba igual, había sucedido, le había cambiado la vida y, por motivos imposibles de saber, lo había olvidado.
Sus ganas de llegar hasta la playa se enfriaron. Aquello que estaba haciendo era una estupidez, caminar de noche por un bosque y medio desnuda. Se dio la vuelta para regresar por el camino que había utilizado para llegar hasta la casa y se dio de bruces contra un bulto en mitad de la oscuridad. Se sobresaltó y retrocedió unos pasos. Trató de adivinar la forma de la cosa con la que se había chocado, pero no se trataba de un objeto, sino de una persona, lo que incrementó la sensación de pánico.
—¿Qué narices haces aquí? —murmuró, nerviosa por esa inesperada aparición.
—Lo mismo podría preguntarte yo. ¿Te has perdido? —contestó la figura.
Ni siquiera pudo responder, su voz le resultó tan familiar que la inquietud aumentó y ocupó buena parte del tiempo en intentar reconocer al hombre que le hablaba.
—He salido a pasear —dijo al final, para hacer tiempo y obligarle a hablar. Tal vez así podría reconocerle. No era nadie de su familia ni del entorno de la mansión. No era una voz que hubiera escuchado durante los últimos días.
—¿Con alguna excusa en particular? —preguntó él.
—Hace demasiado calor esta noche.
—Entonces has venido al lugar adecuado para refrescarte.
Se le aceleró la respiración y su temperatura corporal aumentó varios grados. Dentro del bosque había podido aliviar el sofoco que se respiraba en la casa, pero ahora, toda su piel comenzó a calentarse y a sudar.
Él.
En cuanto un fogonazo de reconocimiento iluminó su cerebro, él la agarró por detrás de la cabeza y la besó. Los labios se estrellaron contra los de él, su lengua se abrió paso entre los dientes y arrasó con todo lo que encontró, penetrando hasta el fondo con un singular movimiento que solo había conocido en una persona. Ella comenzó a transpirar de forma exagerada y esta vez no tuvo nada que ver con que el ambiente estuviera cargado, sino con el deseo que explotó como un volcán que llevara años durmiendo.
Todos sus sentidos se alertaron, toda su piel se sensibilizó, y su cuerpo empezó a temblar ávido de aquello que hacía mucho tiempo que no tenía. Como una flor recibiendo agua después de mucho tiempo, el deseo brotó de dentro hacia fuera y apenas fue capaz de controlarse lo más mínimo. Lo sujetó por el pelo y lo apretó contra su boca para besarlo con el mismo fervor, saboreando unos labios mucho tiempo deseados.
Sin perder un solo segundo en planteamientos trascendentales, él le levantó la falda del vestido y la agarró por el trasero. El contacto fue abrasador, tan repentino que no pudo evitar un grito de sorpresa, pero no lo rechazó, ni siquiera cuando esos dedos rígidos se clavaron en su carne. Percibió la tensión en sus músculos, en su cuerpo y dada la próxima cercanía de su persona, percibió también el calor que manaba de él. Se empapó de aire caliente y respiró hondo, dejando que el familiar aroma del deseo inundara su cerebro.
El olor provocó que los recuerdos empezaran a llegar a ráfagas, un bombardeo de emociones y sensaciones imposible de detener.
Nadie olía como él. Ningún hombre, de todos con los que se había tenido alguna relación, olía de esa manera. Fue su primer amante y, joder, en ese momento se dio cuenta de que, en realidad, había sido el único.
Era el hijo de uno de los empleados de su padre y vivía en aquella casa en medio del bosque. Por aquel entonces trabajaba en el jardín o en el campo, nunca lo supo, porque en aquellos días le importaba bien poco. Solo sabía de él que tenía siete años más que ella, que trabajaba durante horas bajo el sol y que a pesar de ser un chico, a ella le había parecido un hombre. Sus hormonas estaban tan revolucionadas que no había podido resistir la tentación. A decir verdad, tampoco se había resistido en absoluto.
Lo veía trajinar de un lado a otro desde la ventana de la biblioteca, cargando sacos, cestos repletos de fruta, llevando un carro o utilizando las herramientas en los jardines. Cavando zanjas, regando, plantando, desbrozando… Al final de la jornada, se echaba un cubo de agua por encima para quitarse la tierra y se tumbaba en la hierba para secarse al sol. Su torso desnudo, húmedo de agua o de sudor, era una visión imposible de ignorar.
Su ropa siempre estaba agujereada y ella perdía la cabeza por culpa de esas roturas, orificios que la tentaban a introducir los dedos para así tocar esa piel curtida y caliente que había debajo. Músculos tensos, venas gruesas, prominencias y depresiones.
Una tarde se adentró en el bosque para buscarle, sin ninguna excusa, sin ningún plan, sin ningún objetivo claro más que el deseo de verle. Su padre le había dado un bofetón, injusto, merecido, no lo sabía; estaba tan alterada que no sabía lo que hacía y solo quería olvidar la humillación. Al llegar a las inmediaciones de la casa, el chico estaba apoyado bajo la sombra de un árbol, sin camiseta, con las botas puestas y un pantalón medio roto.
En ese momento él la había mirado con extrañeza, pero ella solo pudo mirar hacia los agujeros de su pantalón y pensar en lo que había debajo. Jamás había estado tan cerca de él y su presencia imponía más de lo que había esperado. Dos palmos más alto de lo que había calculado desde la distancia, la piel dura y tensa sobre unos músculos y unos tendones esculpidos por el esfuerzo del trabajo, unas piernas gruesas y fuertes.
Su único pensamiento fue lo carnal que resultaba esa persona para ella.
Ninguno dijo nada durante unos minutos. Al cabo de un rato, él se acercó a la casa, cogió la manguera y abrió el grifo. Cuando salió el agua, se mojó el torso y, después, apuntó en su dirección, un poco hacia arriba, y la roció.
El agua fue como lluvia fresca y la hizo reaccionar.
La hizo sucumbir a él.
Sin medida.
Durante meses.
Hasta que decidió que no podía seguir acostándose con él porque tenía que continuar con su vida. Tenía que ir a la universidad y desarrollar su carrera profesional y en esos planes no entraba alguien como él.
El dolor de esa decisión formó una bola en su vientre. Cuando se marchó, ni siquiera se había planteado la posibilidad de haberle roto el corazón de alguna manera; sencillamente había desaparecido de su vida porque era lo que tenía que hacer. Porque ella era la hija de una familia importante y él no era más que un chico del campo. En el silencio de algunas noches había recordado lo ardiente y cómodo que era estar con él, pero había aprendido a acallar esos deseos con precisión, con vehemencia, haciendo incluso fuerza para rechazarlo. Solo había sido sexo, solo había sido un entretenimiento, solo había sido un modo de sentirse mejor consigo misma.
El arrepentimiento le quemó la garganta, el corazón y el estómago cuando sus besos, su tacto y su olor le hicieron ver lo despreciable que en realidad era. Lo jodidamente tóxica que había sido toda su vida, igual de venenosa que el resto de su familia, a la que no podía soportar y con la que no quería tener ninguna relación. Había sido tan mala persona que la culpa no le permitió concentrarse en él.
Se echó hacia atrás para evitar el contacto con sus labios. Sus besos y sus caricias eran totalmente inmerecidas. La pasión que alimentaba a ese hombre tenía que provenir del odio y no del deseo. Él la miró a la cara, en mitad de la oscuridad distinguió sus facciones, toscas y hermosas. Sus dedos ardieron de necesidad, quería tocarle y recorrer esa piel suave y curtida, notar en las yemas de los dedos el calor de las venas que se marcaban sobre sus músculos.
Él le rodeó el cuello con la mano, apretando los dedos en torno sus músculos. Ella inspiró hondo, por la impresión, notando que su deseo aumentaba debido al pánico. Toda la piel se le puso tensa hasta el punto del dolor y la expectación hizo que el calor se acumulara entre sus piernas. Él la empujó hacia atrás, hasta que su espalda chocó contra el muro de la casa, y fue consciente de lo mojada que estaba cuando movió las piernas al caminar, rozándose los muslos húmedos. Suspiró por la sorpresa, la indignación y el deseo. Por el miedo. Por la desesperación que sentía. Por la vergüenza de ser consciente de las bruscas palpitaciones de su sexo, que clamaba por unas atenciones inmediatas. Él se acercó hasta que sus cuerpos se rozaron, sin soltarle el cuello, sin apretar tampoco, solo imponiéndose, cargando el aire de algo espeso que ella tuvo a bien respirar. Durante unos segundos no pasó nada, ella solo escuchaba los latidos del corazón en los oídos, solo veía las formas de su cara sin poder ver realmente su expresión. Entonces percibió un murmullo y lo ayudó sin dudar.
Con torpeza y ansia, tiró de sus pantalones hacia abajo mientras él todavía intentaba soltarse el cinturón, el botón y la cremallera. Tras unos segundos de tensión, la prenda por fin se deslizó por sus piernas y ella lo agarró por el trasero para apretarlo contra su centro. Mirándose en mitad de la oscuridad, recurrieron al instinto, al recuerdo. Con los labios rozándose, humedeciéndose por el aliento, pero sin llegar a besarse, él levantó una de sus piernas y ella le rodeó la cadera como había aprendido a hacer en el pasado. A tientas, la penetró con tanta facilidad que los dos gimieron a la vez, sorprendidos y acalorados. Ella tensó las piernas, él le soltó el cuello y apoyó las manos en el muro a ambos lados de su cabeza, respirando de forma entrecortada. Ella aspiró sus jadeos, notando como el estómago le vibraba y cómo su sexo latía en torno a su miembro, derramando copiosos fluidos entre sus piernas. Cuando él se agachó un poco y empujó hacia arriba, se le nubló la vista al notar como entraba hasta el fondo.
Lanzó un grito de grave deseo. A ella siempre le había gustado gritar. Siempre le había gustado que él la obligara a gritar. Siempre le había gustado la tensión de sus músculos, la fiereza que desprendía cuando estaba excitado, la violencia contenida de sus embestidas. Sus primeras veces habían sido torpes, impacientes y, a veces, un poco dolorosas. Pero cuando aprendieron lo que podía ofrecerles sus respectivos cuerpos, se habían llevado al límite y se habían comportado como animales sedientos.
El sexo había sido puro instinto.
Tensó las piernas cuando él volvió a embestir. Sabía que en dos o tres movimientos más, él tomaría el control y se volvería provocador. Siempre había sido así cuando era él quien tenía el mando, así que se lo concedió. Tal y como había esperado, él encontró la postura y el ritmo con rapidez y comenzó a moverse.
Se dio cuenta de que había perdido práctica. O él había adquirido mucha, porque apenas pudo seguir la cadencia de sus movimientos. A la velocidad se le sumó la fuerza y ella se vio arrastrada por un torbellino de emociones que chocó contra una presa, la resquebrajó y se llevó por delante los últimos quince años. Se aferró a su cuello y a sus hombros cuando notó que sus pies no tocaban el suelo. Volaba sobre sus caderas, el calor la recorría en oleadas y estaba totalmente ciega y sorda. Sus pieles empezaron a resbalar, la fricción agudizó la pulsión que rugía en el interior de su vientre y el sexo de él se deslizaba dentro y fuera provocando estragos en todo su ser.
El orgasmo apareció sin que ella lo quisiera y se puso a temblar y a gritar sin control, agarrándose al cuerpo masculino para evitar perderse. Él hundió la cara en su cuello sin dejar de penetrarla, gimiendo al ritmo de sus movimientos, hasta que se corrió con fuerza dentro de ella y se movió una última vez, embistiéndola para permanecer bien dentro, haciendo que se sintiera repleta.
El acalorado encuentro apenas había durado minutos y para ella, toda una vida. Continuó apretada a él, tensando todos los músculos para no separarse, para grabarse en la piel cada centímetro de su presencia. Notaba su respiración, sus latidos, su sexo palpitando en su interior, grueso y caliente.
Nadie le había sentir esas cosas. Detalles húmedos y carnales que algunas de sus amigas consideraban sucios y vergonzosos. Sensaciones voluptuosas que ningún hombre había conseguido provocarle, ni siquiera intentándolo a propósito. Pero él sí y solo la había follado contra la pared sin poner especial cuidado.
Había sido glorioso y solo podía pensar en repetirlo. En que quería más.
Él se enderezó, pero sin salir de su interior. La sujetó por el trasero y la impulsó hacia arriba, apuntalándola contra la pared. Ella siseó de gusto al notar que se deslizaba un poco fuera de ella, con los labios secos y la garganta rasposa de tanto gritar. Enlazó las piernas en torno a su cintura y se colgó de su cuello.
Esta vez, fue más duro. Los movimientos de sus caderas la elevaron hacia lo más alto y cuando estaba a punto de arrojarse por el precipicio, él se detuvo. Ella gimió, aturdida y dolorida, preguntándose qué pasaba. Él retrocedió haciéndola bajar al suelo y luego la cogió por las caderas para darle la vuelta. La empujó contra la pared y tuvo que poner las manos delante para no golpearse la cara. Apenas le dio tiempo de afianzarse, la penetró con fuerza y empezó a moverse a un ritmo frenético. Enseguida alcanzaron otra vez en el punto máximo de placer y jadearon con la misma intensidad. Se sostuvo en el muro y empezó a empujar hacia él una vez pudo poner los pies en el suelo. Él aceleró, embistiendo más fuerte cada vez, yendo más lejos, buscando ese recóndito lugar que conseguiría hacerla explotar.
Y cuando lo encontró, a ella se le doblaron las piernas al llegar al orgasmo y él la sostuvo por la cintura mientras buscaba su propio placer.
Se derrumbaron sobre la hierba. Se sentía algo ebria, confusa, el cuerpo agarrotado. Pero feliz como no había estado en mucho tiempo. Satisfecha. Se pasó la mano por la frente, abrumada por lo que acababa de pasar, por lo que acababa de sentir. El sudor le corría por el cuello y el torso y era por una buena razón. Intentó decir algo, pero no se le ocurría nada, así que se limitó a quedarse allí, esperando a que él decidiera salir. El problema fue que no deseaba que él abandonara su sexo, así que alargó la mano y lo acarició. Notó que se ponía tenso.
¡Plaf!
Le dio una palmada en el trasero. La impresión hizo que encogiera los dedos de los pies y apoyó las dos manos en el suelo.
—Vamos dentro —murmuró él con la voz ronca.
Se deslizó fuera de ella y se puso en pie. Esperó a que ella se levantara, le quitó el vestido por la cabeza y se dirigió al interior de la vivienda.
Desnuda y vulnerable, se rodeó el cuerpo con los brazos y miró hacia arriba, buscando la luna entre las ramas que formaban el techo del bosque, mientras se preguntaba si no estaba soñando con todo lo que acababa de pasar. Quizá era el calor el que la estaba haciendo soñar con su amante. Quizá estaba en su habitación, sudando y masturbándose en sueños, pensando en un acalorado reencuentro. No sería la primera vez.
Pero ojalá fuera la última.
Y ojalá todo aquello fuese real.


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12 intimidades:

  1. Y yo pensando en su lumbago... jajajaja
    Me canta lo que ha dado de sí LA FOTO... :)

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  2. Lo que da de si una fotiko😍😍😍😍
    Precioso Paty, como siempre. Enhorabuena👏👏👏

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  3. Ese momento en que la empotra contra la pared. Ay...

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  4. Lumbago dice XDDD
    Uff, tengo un calor tremendo después de haber leído esto, voy a salir a ver si encuentro a un jardinero de esos, muahahahahaha!!
    Me ha encantado!

    Besinos.

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  5. Estupenda, como siempre, Paty. Un beso

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  6. Anónimo1:01

    Muchas gracias por el relato, me ha encantado, como siempre maravilloso <3.

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  7. Hay que ver lo que escondía el mozo bajo los agujeritos... XDDDD Estupendo relato, Paty!
    Besotes!

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  8. Y nos dejas así???? whaaaaaaaaaaaaaaaaat? menudos calores tengo hija mia, me ha encantado

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  9. El primer pensamiento que se me ha pasado por la mente: QUÉ BIEN ESCRIBE LA SEÑORA PATY. Ozú, señora. Qué SEÑOR relato se ha marcado. Olé, olé y olé. Maravilloso!!

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  10. Anónimo7:45

    Me gustó muchísimo paty!!!! Quiero un jardinero así !!!jaja Besos ☺

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  11. Anónimo17:20

    ¡Qué intensidad Paty! Me encanta como escribes.

    Besos.

    https://milirio.blogspot.com/

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  12. Maravilloso relato!!! Que calors!!!

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