<<< Bella Durmiente VIII
—¡Mierda! —masculló Percival.
Estaba a punto de echarse a dormir cuando se dio cuenta de que el Príncipe no estaba con ellos. Recorrió todo el edificio, pero la caseta de guardia era de una sola planta y tenía tres habitaciones y en ninguna de ellas se encontraba su señor. Regresó nervioso a la habitación en la que Galatea se encontraba mientras pensaba a dónde podría haber ido el Príncipe, pero frenó en seco cuando sus ojos se posaron la muchacha, sobre su hermoso cuerpo cubierto de apretadas cuerdas. Se le secó la boca al verla y un latigazo de deseo le golpeó el vientre. Se recreó en la forma de su carne hundida por la fuerza de los nudos, las ligerísimas sacudidas y temblores que sufría debido al roce del nudo entre sus muslos, el color rojo de su piel enervada, las lágrimas brillantes y saladas que le bajaban por las mejillas. ¿Podía estar más hermosa? Oh, claro que podía estar más hermosa, solo tendría que tumbarla, colocarla en una posición adecuada y penetrarla. Así mismo, tal y como estaba, atada, amordazada e indefensa, apartando un poco la cuerda que atravesaba su sexo para acceder a su acogedor interior. La piel se le enrojecería más, su cuerpo se tensaría más, las cuerdas se clavarían más en su carne y probablemente sus sacudidas durante el orgasmo serían cortas pero intensas dado que todo su cuerpo estaba atado entre sí y no podría moverse demasiado. Y gritaría, gemiría y se correría con tanta pasión que... ¡Un momento, un momento! Percival sacudió la cabeza. Tenía que dejar de pensar en sexo, ¡el Príncipe había desaparecido y podía estar en peligro!
—Me cago en la puta —masculló frustrado. Tenía que buscar al Príncipe, tenía que encontrarle pero, ¿dónde podía estar? Pensó a toda prisa, ¿y si le ocurría algo? Podía salir a buscarle pero no podía dejar a Galatea aquí sola, atada e indefensa porque alguien podría hacerle daño también. Resolvió con rapidez que lo mejor sería llevar a la muchacha con él, para juntos rastrear al Príncipe.
Se acercó hasta Galatea y con fastidio empezó a deshacer los nudos ante la atónita mirada de la muchacha, que suspiró de alivio cuando la cuerda que se apretaba entre sus labios por fin dejó de hacer presión en el punto más delicado de su sexo. Estaba tan húmeda por la estimulante fricción que Percival retiró la cuerda empapada y el olor de su excitación entró hasta el fondo de su cerebro, colapsándolo un instante. La empujó contra el suelo sin delicadeza, tal como aterrizaba la muchacha le separó las piernas atadas con un brusco tirón y la penetró. Ella se estremeció con un gemido ante la invasión, algo que llevaba esperando mucho tiempo y un escalofrío de placer recorrió su cuerpo por entero, feliz por ser objeto de la desenfrenada pasión de Percival, por ser la causante de su desesperación y un catalizador para su rabia. Él estaba enfadado con ella, muy enfadado porque había estado a punto de perderla y además le había mentido y así lo reflejó en sus embestidas, tan furiosas que la penetraba hasta el fondo de una sola vez con voraz desenfreno. Su garganta se secó en segundos a causa de la respiración agitada, cada golpe de las caderas de Percival provocaba una molesta fricción en las rodillas contra la basta madera del suelo, le dolían los brazos retorcidos y atados a la espalda y la cuerda que llevaba en la boca le arañaba los labios. Pero su sexo y ella estaban tan ávidos de Percival que no le importó sufrir aquellas pequeñas molestias y el orgasmo llegó rápido, tan inesperado como la violenta reacción de su amante. Las cuerdas se le clavaron con fuerza cuando todo su cuerpo se inflamó por el deseo y su sexo palpitó con violencia. Fue muy consciente de la dura erección que la invadía y el placentero dolor que provocaba, pero todo terminó cuando el hombre derramó su cálido semen dentro de ella y se derrumbó sobre su cuerpo, abrazándola con tanta fuerza como si sus manos fuesen garras de acero. Ella se apretó a su cuerpo, fundiendo sus muslos a las piernas de Percival, su sexo al sexo de Percival, sintiendo su calor en cada fibra de su cuerpo.
Cinco minutos más tarde, Percival se apartó de ella y comprobó que verdaderamente estaba más hermosa que antes. Esto no era lo que había planeado para ella, no era el castigo que merecía por su mentira y por su engaño; pero estaba tan nervioso, tan impaciente y tan frustrado de que las cosas nunca salieran bien, que empezaba a importarle una mierda el Príncipe, la Princesa y este asqueroso lugar maldito. Daría lo que fuese por salir de allí, por llevarse a Galatea con él a una casita perdida en mitad de un bosque de robles junto a un lago en el que hacerle el amor a todas horas, en cada árbol, sobre cada piedra, entre los arbustos, bajo el agua, dentro y fuera de la casita, junto a la chimenea, sobre la alfombra, en la despensa e incluso desnudos bajo las estrellas. Todo esto era una puta mierda. Se recompuso la ropa sin dirigirle la palabra, demasiado dolido y furioso, viendo cómo se convulsionaba con los últimos restos del orgasmo. Tenía los dedos de los pies encogidos y estaba en una postura ovillada, tan preciosa que sentía ganas de llorar. Se pasó las manos por la cara y le quitó todas las cuerdas. Galatea tenía los músculos dormidos, le resultó difícil mantenerse en pie. Quitándole la cuerda de la boca y la besó con vehemencia mientras la apretaba contra su cuerpo. Ella le acarició la espalda con ternura a modo de consuelo; así, abrazados, se sintieron durante unos segundos ajenos a la tragedia de la que eran protagonistas.
Cogidos de la mano y en absoluto silencio, abandonaron la caseta de guardia en busca del Príncipe.
Llovía y estaba muy oscuro, pero una antinatural luz plateada iluminaba la plaza y los edificios cercanos, casas de varias plantas y soportales con los techos derrumbados. Los muros eran de piedra gris y fría, rezumaba lluvia por cada grieta y el suelo era un cúmulo de musgo verde, barro y gravilla compactada. Tétrico era una palabra que se quedaba corta. El silencio era estremecedor, solo se escuchaba el repiqueteo del agua contra las piedras o contra los charcos. Las paredes de las casas estaban en su mayoría agrietadas, las puertas de madera se habían desprendido de sus bisagras. Caminaron por una calle sin alejarse demasiado de la caseta de guardia, el Príncipe no podía haber ido muy lejos.
—¿Conoces la ciudad? —preguntó entonces Percival.
—Un poco —respondió Galatea con un susurro—. No podía abandonar mucho del castillo, salvo si la Princesa deseaba visitar el mercado durante el festival o quería cabalgar por las montañas.
Se moría de ganas de saber más cosas. Quería preguntarle por todo lo relacionado con sus tareas como doncella, si tenía amigas, si había conocido algún chico con el que había tenido algún romance. Esto último le picaba un poco, pero si tenía en cuenta que se había pasado cien años seduciendo a todo hombre que se adentraba en este reino de pesadilla, debería sentirse orgulloso de ser el único que se preocupaba de corazón por ella. Deseaba terminar cuanto antes esta misión suicida, sacar a Galatea de esta ciudad y amarla como ella merecía.
—Cuando la maldición se rompa, nos marcharemos de aquí. Tú y yo. Te lo prometo.
Galatea le miró con los ojos empañados por un breve chispazo felicidad, pero Percival no la miró a ella, estaba centrado en las calles por las que pasaba buscando al Príncipe.
—Mira —señaló a la muchacha.
Era un edificio alto, con un soportal de madera podrido por el agua. Además de la planta baja, tenía un piso superior con una ventana en lo alto. Lo más llamativo era que tenía la puerta entera, y estaba entreabierta. Percival entró en el edificio con una flecha lista en el arco, pero Galatea decidió trepar por la fachada exterior hasta la ventana, temiendo que pudiera haber algo peligroso allí arriba. Había grietas y salientes, por lo que no le costó mayor esfuerzo asomarse al hueco. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de sorpresa, pero no fue lo bastante silenciosa, el Príncipe levantó la cabeza y clavó sus ojos en ella. Estaba desnudo, su regia musculatura se marcaba por el esfuerzo y apretaba tanto los dientes que parecía que se le fuera a desencajar la mandíbula. Su pecho estaba cubierto de pequeñas incisiones, puntitos por los que brotaban gotitas de sangre ya reseca y su piel brillaba con un excitante color. Bajo su cuerpo, una extraña figura femenina gemía apasionadamente con cada embestida del Príncipe que, arrodillado entre sus piernas, la deleitaba con apasionados golpes de cadera. Galatea estuvo a punto de caerse desde el primer piso cuando el hombre la fulminó con la mirada oscurecida por el placer, pero se sujetó al marco y contempló la escena con cierto asombro. El Príncipe, poseído por un irracional impulso de lujuria, era indudablemente más guapo y más apuesto que Percival. Su garbo y su presencia eran arrolladores, pero quedaban empañados por un carácter amargo y pesimista. Ahora se mostraba enérgico, apasionado y violento, de naturaleza tan indómita como la de Percival cuando se dejaba llevar por sus deseos. Se movía con tanto ímpetu que su amante gemía de pura satisfacción, como si cada envite la catapultara a un nuevo orgasmo. La sujetaba por detrás de las rodillas para mantenerla abierta y con las piernas pegadas al pecho para acceder adecuadamente dónde le convenía. Solo entonces Galatea se dio cuenta de que no era su sexo lo que tan fervientemente estaba penetrando y volvió a sujetarse al marco cuando un ramalazo de deseo recorrió su cuerpo.
El Príncipe estaba fuera de sí y sus ojos negros observaban a Galatea como si le dedicara aquellos movimientos, como si el trasero que estaba poseyendo no fuese el de la mujer con la que estaba sino ella, la esclava de Percival. Ahogó un gemido y el deseo empezó a formar un cúmulo de humedad entre sus piernas. Se frotó los muslos y de pronto el Príncipe aceleró tan salvajemente que todos sus músculos se tensaron y gritó descargándose dentro de la retorcida muchacha sin dejar de mirar a Galatea, haciéndole saber que se estaba corriendo por ella. Con el alivio del joven Príncipe la tensión en la habitación se relajó un poco, pero no pasaron diez segundos antes de que abandonara el trasero de la muchacha para meter la cabeza entre sus piernas y saborearla con desenfreno. La desconocida se aferró a su cabeza para que no detuviera jamás aquella tarea y Galatea pudo ver entonces de quién se trataba.
Entró en la habitación con mucha cautela y contempló el cuerpo femenino cubierto de brillantes escamas verdes, doradas y negras. Su vientre, su cuello y sus hombros resplandecían con extraños colores y el resto de su cuerpo era piel pálida y verdosa, un poco enrojecida por la excitación. Dos colmillos venenosos asomaban entre sus carnosos labios y sus ojos de pupilas rasgadas estaban nublados por el gozo. Tenía la boca ensangrentada y el rostro atiborrado de éxtasis, no solo por el placer que el Príncipe le estaba proporcionando fervientemente sino por toda la sangre que había bebido de él. Y es que Naga, igual que Galatea, necesitaba de la sangre de los hombres para sobrevivir. Siempre había sido una chiquilla tímida y un poco romanticona, se sonrojaba cuando algún muchacho la miraba con atención y cuando la maldición cayó sobre ellos, Naga fue transformada sin saber lo que era tener a un hombre entre sus muslos. Ahora parecía querer recuperar todos aquellos años perdidos fornicando con el Príncipe. Su compañera era la encargada de evitar que los hombres cruzaran la ciudad igual que el trabajo de Galatea era evitar que los hombres llegasen con vida al otro lado del bosque de espinos. Estaba claro que estos dos hombres estaban bendecidos por los dioses, de otra manera no podía haber explicación posible a que todas acabaran rendidas a sus pies y a sus duros miembros.
—¿Qué demonios…?
Percival apareció por una trampilla situada en el suelo, detrás de la fogosa pareja. El Príncipe succionó escandalosamente el sexo de Naga, proporcionándole un placer insoportable. La muchacha se cubrió la cara con los brazos y se convulsionó sin control. El joven reptó por encima de su cuerpo para penetrarla de nuevo con fuerza, haciéndola gemir de placer y dolor. Sus cuerpos retozaron sin control, se agitaban en una apasionada y lujuriosa danza tan furiosa que Galatea se llevó las manos al vientre para contener el deseo que inundaba sus sentidos. Naga rodeó el cuerpo del Príncipe con sus manos, garras afiladas de color dorado y clavó los colmillos en el hombro del soberano, bebiendo su sangre como si bebiera del pecho de su madre, con una expresión de serena calma. La piel del Príncipe se volvió amarillenta pero su energía no disminuyó ni un ápice y embistió contra Naga con fuerza inhumana. Aquello debía doler, era imposible que un acto así fuese placentero para ninguno, pero la violencia sus abrazos tenía un picante aroma a pasión que maravillaba a Galatea.
Percival se aproximó al Príncipe y apuntó con el arco a la mujer. Galatea lo cogió por el brazo y negó con la cabeza.
—Lo está mordiendo —gruñó.
—Pero no lo está matando —aclaró Galatea—. Está alimentándose de él y le inyecta su veneno para darle fuerzas, para que no detenga su… arrebato.
—¿Qué me estás diciendo? —preguntó Percival confuso.
—¿No es obvio? —dijo ella sonrojándose—. Lo mantiene excitado… para que no deje nunca de hacerle el amor.
Percival miró a la pareja un poco aturdido.
—“Eso” no es hacer el amor. Tenemos que separarlos.
—¿Por qué? Ella lo desea... nunca ha estad con un hombre...
Percival la ignoró y rodeó a la pareja, buscando el mejor modo de coger al Príncipe y separarlo de esa extraña criatura, un híbrido entre bella doncella y peligroso reptil. En uno de sus salvajes movimientos, el Príncipe se irguió sobre el cuerpo de Naga para profundizar en su estimulación y el sirviente aprovechó este cambio en la postura del soberano para realizar un placaje perfecto. La embestida separó a los dos amantes y la reacción en la muchacha fue inmediata, emitió un chillido parecido al del metal arañando piedra y sus piernas se unieron en una larga cola de serpiente para rodear el cuerpo del Príncipe constriñéndolo con fuerza. Percival trastabilló y se golpeó la cabeza contra la pared. Galatea gimió y Naga se giró hacia ella muy furiosa con los ojos brillantes como dos rubíes, escupiendo un fino chorro de veneno contra la cara de la muchacha. Miró hacia Percival que cabeceaba aturdido y luego al Príncipe, a su amado Príncipe, al que se aproximó para besar y morder su pecho, dejando un reguero de puntos rojos por todo su cuerpo por el que empezaba a desangrarse. El viscoso veneno se metió por los ojos y la nariz de Galatea y cubrió su rostro con una fina película brillante y transparente. La joven intentó quitárselo, pero inhaló la sangre del soberano, dulce, real, poderosa y se sintió tentada de besar su pecho y lamer cada gota carmesí que resbalaba por su piel curtida. Dirigida por Naga, Galatea se frotó gozosa al cuerpo desnudo del hombre y besó sus fornidos hombros, saboreando la sangre que manaba de sus heridas. Naga entrecerró los ojos celosa, pero luego se relajó y aflojó la presión para permitir que Galatea chupara a placer la deliciosa carne del joven guerrero. La esclava deslizó la boca por el costado masculino y le mordió una de las firmes nalgas pero sin llegar a clavarle los dientes. Su cuerpo sabía salado y afrutado, como un buen vino. La mano del Príncipe se movió para agarrar a Galatea por el pelo y tiró de sus cabellos para dirigirla hacia su miembro. La muchacha lo acunó entre sus labios con impaciencia mal contenida, lamiendo cada músculo tenso y siguiendo las líneas que surcaban su gruesa envergadura. Naga los observó con placer y se acarició los pechos, manteniendo sujeto al Príncipe con su cola de serpiente mientras Galatea daba buena cuenta de ese pene tan magnífico que poseía y que se hinchaba poderoso entre los labios carnosos de la muchacha.
Un dolor agudo sacudió el cuerpo de Naga que se estremeció horrorizada. Un puñal clavado hasta la empuñadura sobresalía por su cola y dolía tanto que lanzó un agónico chillido. Pero Percival no desistió, sacó el puñal y lo volvió a clavar una y otra vez en la cola de serpiente hasta que se aflojó y el cuerpo del Príncipe aterrizó sobre el de Galatea. Percival siguió clavando el puñal, hasta una docena de veces hasta que la mujer con forma de serpiente retrocedió aterrorizada hasta un rincón y su cola se fue encogiendo hasta formar dos esbeltas piernas acuchilladas con violencia. Profundas cuchilladas cubrían sus delicados muslos, en lugar de enfurecerse y atacar, la muchacha observó con pavor sus piernas y la sangre que manaba de ellas y el dolor desfiguraba su rostro. No podía gritar, la angustiada por haber sido objeto de semejante ensañamiento la dejó incapacitada.
—¿Por qué? ¿Por qué? —gimió la joven enloquecida, retorciéndose de dolor, unos lamentos tan desgarradores que a Percival se le encogió el corazón.
La vio allí, indefensa y con los ojos repletos de lágrimas, cuando instantes antes estaba disfrutando de una maravillosa experiencia. Le temblaban las manos, la voz, el cuerpo, era como si hasta hace un momento no fuese un monstruo, sino una jovencita a la que acababa de apuñalar sin contemplaciones. Sus pupilas dilatadas por el horror se le clavaron en el alma, su piel empalidecía por la pérdida de sangre, empezaba a sucumbir al dolor. Tuvo la angustiosa sensación de que se estaba repitiendo la historia, que al igual que Galatea esa niña, porque parecía una niña con ese rostro infantil cubierto por una máscara de terror, era una víctima. Estaba a punto de venirse abajo cuando contempló a la grotesca pareja que retozaba por la habitación, a Galatea encima del Príncipe zarandeando las caderas con un ritmo cadencioso, un sensual vaivén que inflamó el deseo de Percival. Esto era una locura. Por un lado estaba siendo testigo de un apasionado acto sexual y por otro, contemplaba la desolación y el dolor de una chica a la que había apuñalado. ¿Qué hacer? ¿Separar a la pareja o tratar de contener la sangre de las heridas de la joven? ¿Salvar al Príncipe y a su querida esclava o salvarle la vida a ese monstruo con cara de ángel? Observó el cuchillo de cazador que todavía empuñaba, la sangre cálida y viscosa resbalaba por sus nudillos apretados. ¿Qué mente enferma había creado un lugar como este?
Un océano de niebla de Elizabeth Bowman - Narrado por Arancha Del Toro
-
Sinopsis:
El mundo se ha terminado para Gillian ahora que él la ha abandonado. Es
cierto que una niña ha nacido de los dos. Pese a eso, ella no puede co...
Hace 1 día
Pobre Percival realmente debe pasarla mal viendo a su esclava así con su señor... por cierto el príncipe tiene nombre?
ResponderEliminarHola nena, muy genial el relato aunque me parece que lo que le pasó a Galatea con el príncipe me dejo con dudas de que eso no va a quedar ahí. Pero lo que si estoy segura es que la esta pasando muy bien, ya sea con Percival o el príncipe. Aunque Percival pesa más que el príncipe.
ResponderEliminar