El principio (y el fin) I

Una vez más, como cada noche desde que el Príncipe la dejase sola durante una estación entera, la Princesa se encerró en sus aposentos para evitar más confrontaciones con los consejeros de su esposo. Atrancó las puertas y pidió a los criados que no la molestase nadie bajo ninguna circunstancia -ni siquiera sí, por cualquier motivo, el Príncipe regresaba antes de lo previsto-. Se despojó del vestido rojo, de los zapatos, de las pulseras, de los collares; la corona la dejó tirada sobre unos cojines y las horquillas tintinearon sobre el suelo de piedra a medida que se las iba arrancando de la cabellera. Estaba furiosa. Aquel día, estaba furiosa. Y su irritación crecería más y más cuanto más tiempo su Príncipe pasara fuera del palacio. Finalmente, cuando consiguió deshacerse de toda la parafernalia que debía lucir, se refrescó la cara con un poco de agua y se vistió con un camisón rosado.

Un crujido en las vigas del enorme techo abovedado de su habitación la obligó a desviar un momento la mirada del ventanal. Pero estaba oscuro, porque era de noche, por lo que no vio nada, tan solo las siluetas de la piedra tallada que tantas y tantas veces había contemplado tumbada en la cama. Con un suspiro, más tranquila, abrió las cortinas para mirar fuera, a la noche estrellada y un ramalazo de nostalgia llenó su pecho de tristeza. Echaba de menos a su Príncipe. Tras unos momentos de meditación, la Princesa asumió por fin que dormiría sola otra noche más y con pereza se dirigió a la cama.

A medio camino, una sombra se movió tras ella. De pronto toda su piel se erizó y un escalofrío sacudió todas sus vértebras. Se giró despacio. Era Él. Envuelto en sombras, como si la oscuridad lo abrazase, estaba él, con la capa echada al hombro, el sombrero calado hasta los ojos y la espada colgando del cinturón.

- ¿Cuanto tiempo llevas ahí? - preguntó ella con un hilo de voz. Recordó el ruido en el techo. Era él, moviéndose por encima de su cabeza con mucho sigilo.

- Desde antes de que tú llegaras - respondió con su voz profunda y cavernosa. Otro escalofrío le recorrió la espalda. Esa sensación se repetiría siempre, su cuerpo se sentía frágil ante la presencia del hombre; cuando le oía hablar, simplemente le temblaban las rodillas. No lo podía evitar.- He visto como te cambiabas de ropa.

- ¿Por dónde has entrado? - quiso saber. En realidad no le interesaba saberlo, pero necesitaba distraerse para evitar pensar que él la había espiado. Eso le provocaba nuevos temblores.

- Por la ventana

Y tras decir esto, se acercó a la Princesa; ella se quedó paralizada. La mano del hombre se enredó en su espesa melena dorada y los dedos presionaron por detrás de su cabeza para aproximarla a su rostro. Ella se puso de puntillas, reprimió la ansiedad y fundió sus delicados labios sobre la boca del intruso.

Se besaron, despacio al principio y vencida la emoción de la sorpresa incial, se besaron con desenfreno. Ella suspiró cuando la mano de Él acarició su cuerpo por encima del camisón rosado, y también por encima del camisón rodeó una de sus colinas para coronar la cima con sus fuertes dedos. Un leve pellizco le arrancó una lágrima y un suspiro, luego, sin perder más tiempo, deshizo con lentitud el lazo que cerraba el busto de la prenda y la deslizó por su cuerpo hasta descubrirla. La Princesa sintió algo de pudor y se cubrió con los brazos, con un leve empujón el intruso la hizo caer sobre la cama. Ella se mordió los labios húmedos.

Con pausada calma, él se quitó el sombrero de ala ancha y lo tiró sobre un escabel de tapicería color ámbar. El fuerte contraste entre su prenda, oscura y llena de remiendos, y la perfección del brillante mueble, le dibujó una sonrisa en el rostro. Se quitó la capa y el cinturón, dónde portaba la espada y el puñal, y la Princesa no pudo soportar más la espera. Se lanzó de nuevo a los brazos del intruso para refugiarse en ellos y se ahogó en su perfecta boca. Él le devolvió las efusivas caricias con el mismo ardor, no tenía prisa por nada. Con cuidado sostuvo el cuerpo de la Princesa en brazos y se sentó en el borde de la cama tumbándola sobre sus piernas. Sin dejar de besarla, su mano acarició con delicadeza la piel de la dama, sintiendo como se erizaba cada vez que la yema de sus dedos rozaba alguna zona demasiado sensible. Finalmente, descendió hacia el triángulo que formaban sus muslos y alcanzó su sexo.



Ella sufrió una leve convulsión y se aferró a la mano que él había hundido entre sus piernas para sentirle plenamente. Él tenía los dedos más experimentados de todo el Reino debido a la delicada profesión con la que se ganaba la vida. Tenía la destreza necesaria para desmontar todo tipo de trampas y abrir cualquier cerrojo que se le pusiera por delante. Eso le había labrado una reputación como el ladrón más sigiloso; pero también como el mercenario más peligroso de la región. Volviendo a lo de antes, el hombre trató la flor de la dama como el más intricado candado que se hubiese encontrado antes; como esas creaciones tan perfectas que sólo se encuentran una vez cada mil. O cada diez mil. El caso es que ella empezó a perder fuerzas, empezó a sentirse tan exultante que dejó de besarle y le miró con ojos brillantes.

- No sigas - murmuró con un ahogado jadeo y las mejillas teñidas de intenso carmesí. - Quiero tenerte a ti entre mis piernas, no tu mano... y no puedo aguantar más...

Pero él no hizo caso, y la distrajo con suaves y apasionados besos.

- Dejame hacer, quiero que me recuerdes cada vez que hagas esto por tí sola...

Y con un movimiento de su dedo corazón, sintió en su mano el primero de los orgamos, al tiempo que contemplaba con la vista como el cuerpo de su amada se estremecia y su mirada se nublaba.

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