Trece años (II)


Meredith salió del baño y se envolvió el cuerpo con una toalla. El primer día de un congreso siempre era el más difícil. Había que acomodarse al horario, romper las barreras del anonimato, la timidez a preguntar a los ponentes, asimilar nuevos conceptos. Eso era de cara el público, porque en la parte en la que ella estaba, la de organización, la logística era lo más agotador. Todo debía salir bien, los proyectores tenían que funcionar, las conexiones a Internet debían estar operativas, los ponentes tenían que estar cómodos, el salón de actos lleno y con cada uno de los acreditados sentados en su sitio. Y el sonido debía ser claro y limpio.
Pero aunque estuviese cansada, hoy era su cumpleaños y necesitaba celebrarlo por todo lo alto con una furiosa sesión de sexo. Hoy estaba especialmente sensibilizada, sus hormonas andaban revolucionadas, un pico que siempre experimentaba unos días antes de que tuviera el periodo. En lugar de irritarse, le daba por ponerse triste. Y cuando se ponía así, necesitaba tener a un hombre entre sus muslos que la hiciera olvidar por qué se sentía afligida.
Además, hoy era el Trece Aniversario. Fatídico número. Hoy quería buscar a un hombre que se pareciese a un poco a Él. De ese modo, cuando le vendara los ojos y la atara a la cama, pudiese hacer uso de su imaginación y rememorara el momento exacto en el que por primera vez en su vida se sintió una mujer feliz y satisfecha. Oh, claro que quedaba satisfecha tras el sexo, pero era una satisfacción física. La satisfacción del alma era algo completamente distinto.
Se onduló los rubios mechones con el secador, se maquilló los ojos para que éstos pareciesen más grandes y luego se pintó los labios con un carmín rojo caramelo brillante. No se puso ropa interior, aunque sus pechos ya no eran tan turgentes como antes el vestido negro de tubo tenía un corpiño que le realzaba el busto. Y cuando salía a buscar sexo, no le gustaba perder las bragas ni el tanga, no salía a cuenta. Se puso los tacones y cogió el bolsito de mano. Se aseguró de llevar sus queridas cintas de cuero, el pañuelo negro, el teléfono móvil y los pañuelos. Después, salió de la habitación y se dirigió al bar de un hotel cercano.
No se trataba del mismo en el que se presentaban las conferencias. No era tan idiota como para dejarse ver de esa guisa junto con los demás asistentes al congreso o con sus compañeros de organización. El ambiente todavía estaba tibio, apenas había gente y Meredith se dirigió a la barra para pedir un Martini.
Había aprendido a establecer una rutina cuando salía de caza. En realidad, ella no necesitaba cazar, era una presa muy jugosa y lo sabía. Explotaba sus mejores características exponiéndose como una inocente y confiada gacela esperando a la pantera que la capturaría aquella noche para devorarla.
Se sentó en el alto taburete y cruzó las piernas mientras echaba un trago. Estudió el entorno con la destreza que otorga la experiencia y como no encontró nada de su interés, se centró en su bebida. Hoy quería algo especial, no lo de siempre. A pesar del tiempo que llevaba haciendo lo mismo, eran raras las ocasiones en las que encontraba un espécimen masculino lo bastante jugoso. A veces añoraba la universidad y esas ocasiones en las que se juntaba con dos o tres chicos en una misma habitación para olvidarse de su desgracia con sexo sucio, violento y a veces demasiado obsceno. No se sentía bien si el sexo no era lo bastante lujurioso, como si de aquella forma pudiera compensar a otros hombres lo que no pudo regalarle al único al que había amado.
¡Ay, no! Hoy no quería sentirse nostálgica. Era el Trece Aniversario, tenía que celebrarlo como si el mundo se fuera a acabar al día siguiente. Tenía que dejarse follar como una buena chica, cuanto más humillante mejor, como pago por lo que le hizo. Era su penitencia particular. Una muy absurda, sí. ¿Y qué? Estaba cabreada con el mundo y su corazón no iba a soportar más aniversarios. Llevaba un tiempo planteándose dejar el sexo indiscriminado con desconocidos. Acababa de cumplir los treinta y su madre no dejaba de preguntarle cuando le daría nietos y que se le iba a pasar el arroz.
Quería tener hijos, claro, pero no de cualquier hombre. ¿Tan extraño sería anhelar un hijo de Él? Se bebió el Martini de un trago y pidió otro. No quería traer un niño al mundo para que su padre le levantara la mano si rompía algo en casa. Suspiró. Miedo atávico, lo llamaban. O algo así. Mal empezaba si pedía una segunda copa tan pronto. Si se dejaba llevar por los recuerdos, acabaría vomitando en el baño.
Una corriente eléctrica le recorrió la espalda y se giró sobre el taburete, extrañada. Sintió un calambre en la nuca, una vaga sensación de familiaridad empezó a invadirla. Entrecerró los ojos, su instinto femenino le advirtió que estaba siendo observada por alguien del bar. ¿Por quién?
“Uhm… ¿Una posible pantera? ¿Dónde te escondes, campeón?”
Estiró la espalda y sorbió el Martini de la copa, desplegando todo su encanto femenino de hembra en celo. El mundo animal estaba lleno de química y danzas de apareamiento. Vaya chiste.
Pero el escalofrío que le descendió por la columna no tenía nada de divertido. Lo había ignorado al principio pensando que se trataba de otra cosa. Esa sensación de familiaridad no tenía nada que ver con la sensación de ser observada por un cazador, sino con el vestigio de algo mucho más antiguo. Algo que ya creía haber olvidado. Apoyó las manos sobre la barra, una a cada lado de la copa y tragó saliva.
Había alguien detrás de ella.
La música del local era una suave pieza de jazz. Sonaba a Nueva Orleáns. Se le erizó la piel de la espalda. Cuando inspiró una profunda bocanada de aire caliente, atisbó un aroma familiar que la trasladó de inmediato a un tiempo remoto. Se vio envuelta en él y su corazón, enterrado bajo capas de culpabilidad y autocompasión, se saltó un latido.
No, se dijo. Claro que no es Él. El karma no te lo va a devolver por muchas aldeas infantiles que salves o por muchas víctimas de terrorismos que ayudes. Ni siquiera por el centenar de desconocidos con los que te hayas acostado para expiar tus faltas.
Compuso su mejor sonrisa y giró el rostro para mirar por encima del hombro a la persona que estaba tras ella, con los ojos entrecerrados.
Estuvo a punto de caerse del taburete.
¡Por Dios Santo! Contuvo un grito. No habría llevado aquella doble vida de pecado si no supiera controlar los gestos de su cara, pero le costó un gran esfuerzo no saltar del asiento y correr a esconderse debajo de la cama de su habitación.
¿Qué demonios estaba haciendo allí?
Benjamin. Crawford.
Ya no era un desgarbado adolescente. Era un hombre. No, no era solo un hombre. Era un Hombre. El cabello moreno, corto y peinado pulcramente hacia atrás, las cejas anchas, la nariz regia y la boca severa. La mandíbula apretada, con los músculos del cuello marcados y la corbata apretada en la garganta. Llevaba un impecable traje de corte italiano. A medida, para más señas. Tan limpio que podía verse reflejada en las solapas.
Pero lo que más la inquietaba eran los ojos, grises como el acero cortante de un cuchillo, clavándose su alma.
Recordó el instante en que sus miradas conectaron, aquel dulce, tortuoso y placentero momento en el que él entraba en su cuerpo por primera vez, colmándola con el grosor de su miembro. Se le contrajo el vientre y su sexo sufrió un calambre, humedeciéndose a una velocidad vertiginosa. Ahora se arrepentía de no llevar bragas.
—Hola, Meredith.
El nombre flotó por el local y la envolvió como una manta. Y se sintió profundamente decepcionada. La magnitud de su desilusión fue tan devastadora que amenazó con llenarle los ojos de lágrimas. La había llamado Meredith. La había llamado por su nombre.
No había utilizado esa palabra tan tierna que usaba para dirigirse a ella.
No la había llamado corazón.
“Bueno”, pensó, “Se acuerda de quién eres. Así que no te quejes”.
—Ben –respondió, sorprendida porque no le fallara la voz.
Carraspeó y clavó la mirada en su Martini, dándole deliberadamente la espalda. No podía mirarle sin que los sentimientos se le echaran encima. ¡Joder! ¿Trece putos años y tenía que encontrarse con Él el día de su treinta cumpleaños? Oh, mierda. Justo cuando más sensible se encontraba, a punto de tener el periodo. ¡Coño! No estaba preparada para enfrentarse al pasado.
No quería ni recordar la forma en que le había roto el corazón. ¡Cuánto desearía poder confesarle que su separación fue producto de la necesidad más absoluta! Ardía en deseos de hablar sin parar sobre lo que su padre la había obligado a hacer. Quería gritarle que en el fondo seguía queriéndole, pero no podía partirle el corazón y luego esperar que se olvidase de todo. A veces, en las noches en las que se pasaba de la raya bebiendo, escuchaba sus insultos en mitad de la oscuridad. Palabras cargadas de un rencor tan profundo que le desgarraron el alma. Y no le faltaba razón, los hechos demostraban que se había comportado como una puta.
Ben se movió despacio y la seda de su traje crujió. Se situó a su lado, en la barra, el codo casi se rozó con el suyo y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Ben llamó al camarero para pedir un trago de whisky. El barman le sirvió uno que Meredith pudo oler desde la distancia y supo que era el más fuerte de toda la colección.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos –comentó él, mirándola.
Quizá no se tratase de una acusación, pero para ella sí lo fue. Compuso su mejor sonrisa y reunió el valor necesario para mirarle frente a frente.
—Sí.
Se quedó impactada. ¡Qué guapo era! Ya de joven tenía cierto atractivo, aunque el peinado que llevaba no le sentaba muy bien. Ahora había madurado, era un hombre adulto que resultaba devastadoramente masculino. Reconoció en su rostro las facciones del muchacho que fue, sin embargo sus ojos eran fríos, crueles y severos. No había ni rastro de la bondad o la ternura que tuviera antaño. Aunque había sido alto y delgado, se intuía la anchura que tendría su pecho y lo peligrosa que sería su sonrisa traviesa. Los ángulos de su rostro, los pómulos severos, la mandíbula afilada como un cuchillo y el hoyuelo de la barbilla habían hecho que antaño pareciera interesante. Ahora le hacían parecer un depredador, efecto al que contribuían también sus peligrosos ojos grises.
—¿Cómo te va? –preguntó Meredith para romper el tenso silencio. Dio un trago al Martini, que le abrasó la garganta cerrada.
—Bien. Muy bien. ¿Y a ti?
Sin duda, esta era la conversación más tensa que había tenido nunca. Ben bebió un poco de su whisky y volvió a mirarla. No sonreía. Pero la miraba con mucha atención.
—También bien –contestó finalmente.
¿Qué más podía decir? Me va bien, gracias. Me acuesto con un hombre distinto cada noche esperando encontrar al padre ideal para mis hijos. Que, por cierto, tiene follar igual de bien que lo hiciste tú para que así pueda recordarte hasta el día de mi muerte. No. Claro que no podía decirle eso. Además, él la despreciaba. La odiaba. Si le hubiese perdonado, la habría llamado corazón. ¿Era una ingenua por pensar algo así? Lo era. Pero una chica como ella necesita de sueños para sobrellevar su miserable existencia. Tener esperanza hacía que las cosas fuesen un poco más fáciles.
Meredith apuró el Martini y cogió el bolso.
—Bueno, adiós.
Prácticamente se tropezó con sus propios pies cuando salió corriendo del bar. Le temblaban las piernas, el corazón parecía a punto de estallar en su pecho, no podía respirar y el alcohol empezaba a hacer efecto en su sangre, causándole un malestar generalizado. Tenía el estómago tan revuelto que tenía ganas de vomitar y la cabeza había empezado a doler.
Cruzó el hall hacia los ascensores, necesitaba meterse bajo la ducha para llorar. Cuando se metió en la cabina, se recostó contra el fondo. Se mordió el labio con tanta fuerza que se clavó los dientes en la boca, pero solo así pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Observó la planta baja del hotel a través de las puertas abiertas del ascensor, que tardaba una eternidad en cerrarse. Hasta que no lo hicieran no podía dar rienda suelta a su angustia.
En el último segundo, las puertas volvieron a abrirse sin que el ascensor se hubiese puesto en marcha. Otro pasajero. Meredith ni siquiera le miró. Pero cuando aquella persona entró con ella, inundó la estancia con su presencia y la obligó a levantar la vista.
¡Ben!
Entró como una tromba, incrustó el botón de cerrar las puertas y marcó la planta cincuenta y dos, el último piso del hotel. La cabina empezó a ascender suavemente y Ben se abalanzó sobre ella.
No se iba a mentir a sí misma. Tuvo miedo. Fue el mismo tipo de temor que experimentaba cuando su padre perdía los nervios y levantaba la voz, apenas un calentamiento para el dolor que vendría después. Pero con Ben, el dolor físico no sería comparable con el dolor que quedaría grabado en su alma en cuanto imprimiera el primero de los golpes. Nunca había sido un chico violento, pero este tipo de comportamiento no era extraño para ella. Los silenciosos son los más peligrosos.
Cerró los ojos y el bolsito se le escurrió de entre los dedos. No iba a cubrirse la cara con los brazos. Si él quería golpearla, que lo hiciera. Se lo merecía. Era lo menos que le debía, ser un blanco perfecto para sus puños. ¿Cuánto tiempo tardaría el ascensor hasta llegar a la última planta? ¿Cinco minutos? Bueno, estaba curtida, el récord lo ostentaría siempre su padre el día en que la descubrió junto a Ben en la cabaña. Le dio tal somanta de palos que estuvo en casa una semana. Ninguno fue directo a su cara, levantaría sospechas. Estaba tan furioso por lo que había hecho, que Meredith se regocijó en la rabia que consumía al patriarca de los Cross. No le importó la paliza, el desprecio que sentía por ese hombre no le daba para sentirse dolida. Lo que jamás le perdonaría fue lo que le obligó a decirle a Ben.
O lo abandonaba o presentaría cargos por delitos sexuales. Lo condenaría a una vida de vergüenza pública, lo obligaría a cambiar de estado, iría a la cárcel. En Estados Unidos, los delincuentes sexuales no pueden vivir en el mismo estado que sus víctimas. Ben no podría vivir en Luisiana, pasaría sus años de juventud en la cárcel y cuando saliera, todo el mundo le señalaría con el dedo que había abusado de una menor. ¡Y todo porque no tenía los dieciocho!
Hizo lo que su padre le ordenó. Tenía dieciséis años y prefería vivir sin él que condenarlo a una vida horrible. En cualquiera de los dos casos, no podían seguir juntos, pero prefería saber que vivía como un hombre que como un hombre marcado por el estado. Lloró durante semanas, soñaba con la llamada en la que cortó con él, con sus insultos. Pero no le importaba. De verdad que no. Dolía, claro que dolía. Pero Meredith se sintió feliz sabiendo que él viviría tranquilo. Al principio le costó aceptar lo ocurrido. Se habían jurado amor eterno bajo el cazador de sueños de la cabaña. Pero con el tiempo, ese dolor desaparecería y Ben, con lo guapo y cariñoso que era, encontraría otra chica. Sería amado como merecía.
¿Habría encontrado ya a esa chica? ¿Se habría enamorado de nuevo y se habría olvidado de ella?
Por supuesto que sí.
—Meredith.
Su primer instinto fue abrir los ojos y mirarle. ¿Porque su voz destilaba poder y hacía que su sexo palpitara? ¿Porque se estaba intentando engañar a sí misma pensando que contenía una nota de dolor?
—Meredith –apremió él.
Ella siempre había sido una chica valiente y decidida o no habría cruzado el atlántico hacia Europa después de los dieciocho huyendo de su familia y de la patética vida que le esperaba allí. Sin sueños, sin ambiciones.
Pero escapar de su padre no le había dado tanto miedo como enfrentarse a Él.
—Abre los ojos –gruñó.
—No quiero.
Escuchó un golpe cerca de su oreja, sobre la pared del ascensor. Ahogó un grito y se estremeció, pero no abrió los ojos. Luego, silencio. Y la respiración agitada de Ben.
—¿De verdad creías que iba a golpearte?
El tono de su pregunta contenía rencor. ¿Había malinterpretado su impulso? No, no podía confiarse. Sonrió, arrogante. Provocándolo para que la destrozara.
—Quieres hacerlo. Por todo lo que te hice. No te voy a juzgar. Lo merezco. Pero hazlo rápido o el ascensor llegará al último piso y no tendrás tiempo de romperme la nariz…
Lo siguiente que ocurrió fue algo inesperado. El fornido cuerpo de Ben, el delicioso y musculoso cuerpo de hombre que tenía, cubrió su delicado y frágil cuerpo de mujer. Aplastó su pecho contra el de ella aprisionándola contra la pared del ascensor. Y luego, sus labios le cubrieron la boca. Meredith abrió los ojos y se encontró con la mirada gris de Ben, tan dura como dos yunques. Igual de dura que eso que notaba en el estómago. El contacto envió un calambre por todo su cuerpo y para su completo horror, notó que se mojaba.
—No llevas ropa interior, ¿verdad? –susurró él—. No, claro que no llevas. No te gusta llevarla. Apuesto a que si meto la mano debajo de tu falda tocaré tu piel desnuda. ¿Aún tienes pecas entre los muslos?
Contuvo el aliento y sus ojos se abrieron como platos cuando la mano de Ben se posó sobre su pierna. Un disparo de adrenalina fue directo a su sexo, que se contrajo de deseo. ¡No podía ser cierto!
—¿Qué haces? –increpó ella a la defensiva. Una cosa es que le diera un puñetazo como venganza y otra que quisiera castigarla con sexo. Eso sí que no.
Él sonrió. No de la manera en que lo hacía cuando era joven. Era una expresión arrogante, llena de absoluta confianza. A Meredith le transmitió poder, seguridad y confianza. Algo insólito. Se mojó aún más. Asustada, apoyó las manos sobre el torso del hombre para apartarlo de ella.
Ben no cedió ni un solo centímetro.
—Apártate.
—No.
La negativa seca atravesó su cuerpo. Su voz, hipnótica y profunda, la impulsó a dejarse llevar. La necesidad fue casi imposible de resistir. Sus pezones se erizaron y notó una quemazón entre las piernas.
Vaciló, aunque todo su cuerpo permaneció en tensión.
—Mírame —ordenó él entonces.
No quería. Pero aquel tono casi la sedujo y, desde luego, le aflojó las rodillas. Respiró hondo y levantó los ojos, casi contra su voluntad.
—Bien —murmuró—. Cuando lleguemos a mi habitación, vamos a hablar. Me explicará de donde te has sacado la estúpida idea de que iba a romperte la cara a golpes.
Se apartó bruscamente de su cuerpo y recogió el bolsito del suelo. Luego se situó a su lado, a esperar a que el ascensor llegara a su destino. Como si no hubiese ocurrido nada.
Meredith se rodeó la cintura con los brazos y se mordió el labio, notando la sangre que se había hecho. También notó los pómulos húmedos, pero tenía los pañuelos en el bolso y Ben no parecía dispuesto a devolvérselo. Tembló, confundida. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Por qué no había odio en sus gestos? ¿Por qué no la llamaba lo que la llamó aquel día por teléfono? Es más, ¿qué narices estaba haciendo allí?
—Te he visto en la conferencia esta mañana –comentó como si le hubiera leído el pensamiento—. Ha sido toda una sorpresa para mí encontrarme contigo en estas circunstancias. Sé que te sientes impactada…
—Hablas como un psicópata –farfulló a la defensiva.
Ben emitió una risa grave y cavernosa que le reverberó por todo su cuerpo, pero no dijo nada más. No le tenía miedo. A lo que tenía miedo era a abrir viejas heridas que habían tardado más de una década en cicatrizar.
No. Ni siquiera habían empezado a cerrarse. Estaban tan frescas como el primer día.
El ascensor alcanzó su destino y Ben colocó la mano en el hueco de la espalda de Meredith. Ella dio un respingo, se estremeció y siguió al hombre por el pasillo, hacia la habitación. Abrió con la tarjeta y entraron, pero no le devolvió el bolso.
—Siéntate –señalo una silla que había junto a la entrada. Meredith se quedó de pie mientras Ben abría la portezuela del minibar para sacar algo del interior y servirlo en un vaso que después le pasó—. Bebe.
Ella levantó la barbilla con terquedad.
—Solo es agua fresca. Te sentará bien. Bebe.
Aceptó el vaso en silencio y se lo bebió entero, relajándose un poco cuando el agua fría le bajó por la garganta.
—¿Cómo has acabado aquí, Ben? –preguntó ella.
—Eso no es importante ahora, Meredith—. Pronunciaba su nombre con un susurro ronco y provocativo, y ella, débil, se humedecía al escucharlo—. Ahora lo importante es que me expliques por qué creíste que iba a pegarte.
—¿Tan sorprendente te parece? –dijo levantando una ceja.
—No respondas a mi pregunta con otra pregunta.
Se giró por completo hacia ella destilando autoridad por todos sus poros ¡Santo Cielo! La amenaza de sus palabras latía bajo cada sílaba y sin embargo, no tuvo miedo a desobedecerle sino a las consecuencias que eso pudiera tener. Apretó la mandíbula y cerró los puños. Este parecía un momento como cualquier otro para sangrar por lo sucedido años atrás. Llevaba años preparándose para cuando tuviera que reencontrarse con su pasado.
—Te utilicé y luego te abandoné –dijo encogiéndose de hombros—. Te dije que te quería, tú lo creíste, nos acostamos y ya está. No hubo música, no sonaron fuegos artificiales, simplemente, me di cuenta de que no funcionaba.
—No es eso lo que quiero saber.
—Te hice daño. Simplemente, querías venganza. Lo comprendo. Ahora, devuélveme el bolso y deja que me vaya.
Ben levantó el bolsito en la mano derecha y lo abrió con la izquierda. Del interior sacó la fina cinta de cuero que contempló fascinado mientras la tocaba con los dedos. Meredith se tragó un nudo de vergüenza y trató de coger su bolso, pero Ben lo puso fuera de su alcance.
—Te devolveré el bolso cuando lo crea conveniente.
—Corta el rollo. Te estás comportando como un gilipollas.
—Tú eres la que se está comportando indebidamente, Meredith. Te he pedido que te sentaras y no lo has hecho. Me has obligado a repetirte la primera pregunta tres veces y has rechazado un simple vaso de agua. Y además, has pensando que iba a darte una paliza por algo que ocurrió hace trece años. Da gracias que no te haya puesto sobre mis rodillas para darte la zurra que mereces por desconfiar de mí de esa manera.
Se puso tensa. Una corriente le bajó por el vientre para rugir entre sus piernas. ¿Una zurra? ¿Por qué eso guardaba ciertas connotaciones sexuales? No. ¿Sería posible que no albergara ningún rencor hacia ella? ¿Sería cierto que no quería pegarle? Ben extendió la cinta sobre la cama. También el pañuelo. Terminó de rebuscar en el interior del bolso, no habiendo nada de su interés, lo dejó en la mesilla de noche.
—Ven —dijo con suavidad. Aquel tono fue como un chorro de agua caliente por sus hombros. Quiso tocarle. Se acercó un paso hacia él y sintió sus fuertes manos sobre los hombros, anclándola a la realidad.
—Voy a desnudarte, Meredith. Quiero verte. ¿Vas a poner algún impedimento?
Se le disparó el pulso. ¿Quería verla? ¿Desnuda? ¿Para qué? ¿Para reírse de ella? ¿Para tenerla indefensa y desprotegida? Le miró a los ojos, buscando el odio que ocultaba tras la máscara de buenos modales.
No lo encontró.
Solo vio una profunda necesidad en ellos.



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5 intimidades:

  1. esta historia continua... este es el final... quiero saber que más sucedió...

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  2. Anónimo20:37

    Otro relato espectacular, espero con ganas la continuación. Besos

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  3. Muy hermoso, pero intrigada...
    Dime que tendra continuación y cuando?

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  4. ME ENCANTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

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