Victoria Harland llegó a casa muy tarde, bien entrada la noche. El mayordomo que le abrió la puerta quiso ayudarla con el abrigo, como exigía el protocolo, para colgarlo sobre la percha de la recepción; pero la señora Harland no quiso retirárselo y lanzó una mirada penetrante al mayormodo.
- Milord se encuentra en la biblioteca, señora... - anunció este inclinando ligeramente la cabeza a modo de reverencia. Al agachar los ojos, pudo ver los pies de la señora Harland. Sus tobillos iban envueltos en medias de encaje negro y sus zapatos eran nuevos, unos exhuberantes tacones de piel brillante. Supuso que la señora había ido de compras y por eso había regresado tan tarde. No entraba en sus deberes de sirviente juzgar ni preguntar dónde había estado milady.
Dándo un gracias, la señora Harland cruzó el salón. Sus pasos hicieron eco sobre el suelo de madera de ébano y se amortiguaron cuando alcanzó el pasillo enmoquetado de rojo. Entró en la biblioteca sin llamar, encontrando al señor Harland leyendo una carta en su escritorio de nogal. Al verla el señor Harland frunció el ceño. Una fina línea se dibujó en su frente y sus labios se endurecieron. Victoria Harland sabía que estaba enfadado por la forma en que los huesos de su mandíbula se le marcaban al apretar los dientes.
- ¿Dónde estabas? - preguntó el señor Harland dejando de leer y poniéndose en pie. - Simon me ha dicho que has salido sola y Claire fue a buscarte con el señor Bates. ¿Te das cuenta de la hora qué es?
La señora Harland no respondió, cerró suavemente la puerta de la biblioteca y echó el pestillo de forma silenciosa. Se aproximó al señor Harland lentamente, clavando una mirada intensa de iris verdosos. Se desabrochó el único botón del grueso abrigo de piel de zorro blanco.
- ¿Victoria? ¿Por qué no respondes? - conminó el señor Harland, observándola con irritación. La señora Harland dejó caer el abrigo a sus pies y el rostro del señor Harland cambió radicalmente. Ahora fue él quién no dijo nada.
- Vengo de Wordsworth, de ver a la señora Hadwick... - respondió por fin Victoria, mordiéndose ligeramente el labio inferior pintado de intenso carmesí. Bajo el abrigo apenas vestía más que piel. Unas largas medias de encaje negro adornaban sus piernas y se cerraban en torno a sus muslos con sendos ligueros de seda y un lacito rojo a modo de adorno. Sobre sus pechos desnudos colgaba un largo collar de perlas negras que daba dos vueltas alrededor de su cuello. Su piel estaba maquillada de melocotón pálido y había una nota de color oscuro en sus pezones, más rosados que de costumbre. Sus ojos estaban contorneados de negro y sus pestañas parecían más largas, incluyendo un toque de sombra a sus párpados. Sus pómulos resaltaban con una base en tono pastel color oliva. Una mano enguantada en encaje subió hasta su cabello, del que extrajo una fina aguja de plata con incrustaciones de esmeraldas y su melena se vio liberada de la prisión cayendo a grandes mechones sobre sus redondos hombros y enmarcando su rostro sereno.
El señor Harland volvió a sentarse en la silla de su escritorio y tragó saliva visiblemente.
- ¿Has... venido desnuda todo el camino? - pregutó con la mirada perdida en el cuerpo desnudo de su esposa.
- Y he tenido tiempo de pensar en tí, Michael - respondió ella. - Mucho - señaló.
El señor Michael Harland volvió a ponerse en pie, recuperado tras la primera impresión. Despacio, se aproximó a la señora Harland, fijando su mirada en los ojos de ella y sin apartarlos ni una sola vez a medida que la distancia se estrechaba hasta no fue más que medio palmo.
- Quiero comprobarlo - solicitó. Ella le sostuvo la mirada mientras separaba ligeramente los muslos. Deslizó las manos por el pecho del señor Harland y las apoyó en sus hombros, alzándo entonces un pie para subirlo al escabel de tapicería veteada de verde oscuro que había delante del sillón de cuero carmesí. El señor Harland no dejó de mirar a su esposa cuando deslizó la mano por su cintura, sintiendo el maquillaje pegarse a la yema de sus dedos. Acarició la curva de su cadera y se dirigió decidido a la sinuosa voluptuosidad de su trasero desnudo, apretando con suavidad para acercarla más a su cuerpo. Con furtividad, su otra mano tanteó el lugar más íntimo para comprobar que verdaderamente ella había estado pensando en él. Mucho, como había aclarado.
Ella no dejó de mirarle mientras él saciaba su curiosidad. Descubrió la humedad que cubría sus muslos, cuya fuente nacía de entre sus piernas, y la buscó con deliberada lentitud. Primero, por fuera, apenas unas caricias en sus delicados labios; después, entre ellos, sintiendo la calidez de su interior. Solo hasta que la mirada de la señora Harland no se nubló y de sus labios rojo pasión surgió un quedo suspiro, el señor Harland se aprestó a llevar el corazón hasta el interior de su ardiente santuario. Ella se estremeció de la cabeza a los pies y su lamento restalló en mitad del silencio de la biblioteca. El señor Harland aprovechó para besar sus labios y emborronarle el carmín de la boca.
- Arrodíllate - pidió la señora Harland.
Su esposo clavó ambas rodillas sobre el suelo de mármol blanco y hundió el rostro entre sus piernas. Con dedos, labios y lengua complació a su esposa, escuchando sus gemidos, sus suspiros y sus aullidos. Ella enredó los dedos en sus cabellos y apretó su cabeza a su sexo, para que la deleitara con mayor pasión. Las lágrimas estaban a punto de saltarle de los ojos, así que la señora Harland apartó a su marido con brusquedad, empujándole. El hombre tuvo que sentarse en el suelo cuando ella se le echó encima; con precisos movimientos desenvolvió lo que ansiaba, la perfecta escultura echa hombre que el señor Harland ya no podía contener. Sosteniéndola con mano firme, la señora Harland dirigió la enhiesta lanza de su esposo al lugar que él había estado saboreando previamente y la hundió en sus entrañas. Los dos se estremecieron por igual, aturdidos.
Detuvo la ofuscada necesidad del señor Harland por comenzar el baile. Milady se quedó quieta, sintiendo la inflamada majestuosidad de su marido latir nerviosa entre sus carnes. Con mente fría, fue desabrochando lentamente la camisa del señor Harland, sugiriéndole con leves caricias que se tumbara sobre el suelo. Cuando él estuvo acomodado, bien asegurado, acarició su pecho, besó su cuello y mordió su oreja; sin permitirle en ningún momento que moviera la cadera. Desesperado, el señor Harland llevó la mano a la espalda de la señora Harland y subió hasta su nuca. Tirando de un extremo del collar, la segunda vuelta de este se enrolló en torno al cuello de milady y consiguió obligarla a que enderezara la espalda. Espoleado por un ramalazo de deseo, movió la cadera para hacerla reaccionar y tras un breve instante de confusión, decidió que necesitaba dejar de estar quieta.
Su cuerpo se agitó sobre el del señor Harland; sus curvas se retorcían cambiantes con cada nuevo movimiento. Su pasión creció en intensidad, cuanto más apretaba el señor Harland el collar de perlas más fuerte suspiraba ella. Llevados por la locura del placer, milord se volvió agresivo, pero más agresiva se volvió ella y buscaron aguantar para ser los últimos en rendirse al deleite. Ella enroscó los dedos en torno al collar para poder respirar, para poder aullar; cada vez estaba más apretado, él tiraba para que doblara la espalda más y más y así poder contemplar su escultural torso ahora brillante de sudor.
Se alzó para morder las enhiestas cumbres de sus pechos y eso fue su perdición, pues ahogó los gemidos de su orgamos entre los pechos de ella. El calor que empezó a derramar en su interior inflamó el delirio de la señora Harland y apenas aguantó lo suficiente para no dejarse llevar. Pero le fue imposible y tuvo que responder a la llamada del señor Harland y comenzar a latir furiosamente y sin control.
Las palpitaciones aún no habían cesado cuando la señora Harland se levantó sobre su marido, sintiendo como su calida virilidad la abandonaba. Sin decir nada, con las rodillas temblando por el deseo, se dirigió a su abrigo y lo recogió del suelo, volviendo a ponerselo.
- ¿A dónde vas? - preguntó entonces el señor Harland, medio aturdido, medio asustado, todavía sin haber recuperado resuello.
- Vuelvo con la señora Hadwick. No te confíes, hasta que no hagas lo que te pedí no pienso volver a casa...
- Pero...
- El sexo ha sido estupendo, amor mío. Tú decides. Podemos follar toda la noche o podemos hacerlo cuando a ti te dé la gana, dentro de un mes, dos, tres o seis.
- No puedes hacer eso - dijo él, intentando recuperar la dignidad mientras se ponía en pie. Tenía el pelo revuelto y las mejillas sofocadas. Ella estaba exhuberante, exultante, radiante, con ese cuerpo brillante y ese rostro sonrosado. Y estaba ya en la puerta de la biblioteca.
- De hecho, puedo. Y voy hacerlo. Tú decides...
Una dama al acecho de Esther Hatch (Proper Scandals #1) narrado por Sonia
Román
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Sinopsis:
¿Una gran belleza puede ser una desgracia? Para Grace, sí, la envidia que
genera en otras mujeres hace que la vean como enemiga. ¿Será encontr...
Hace 6 días
Sospecho que el señor Harland habrá de tomar decisiones rápidas. Buen relato. Erótico sin caer en la pornografía, sensual sin cursilerías. Muy bueno.
ResponderEliminarFelicitaciones.
Muchas gracias por tu visita y tu comentario, Julio. Me gusta relatar sin mostrar, cuido mucho los detalles precisamente para no ser cursi o excesivamente ordinaria.
ResponderEliminarUn saludo :)
Wuau! Tus relatos son tan intensos como siempre :D No pierdas ese toque, Lady Paty ;]
ResponderEliminarnecesito yogurt....
ResponderEliminarBlogger me ha borrado la mitad de las entradas que hice ayer... espero que me las devuelvan, ni siquiera las tengo en borradores u.u
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